Desde la docencia hasta la traducción, pasando por el periodismo y la edición, los autores de literatura desempeñan los más diversos oficios con tal de no perecer en el intento de la escritura
Oficio profano, trabajadores de la palabra. /Cedoc./perfil.com |
Parece que ya es un lugar común que los narradores vivan del
periodismo, los ensayistas de dictar clases en la universidad, los
poetas de la traducción, muchos de ellos suelen dar además talleres,
pero también hay una amplia gama de oficios: algunos se acercan más a la
escritura, otros menos. Pocos han logrado vivir de la venta de sus
cuentos: es el caso de Francis Scott Fitzgerald, uno de los narradores
mejor pagados de la era del jazz. En su recopilación de cuentos
aparecida hace casi veinte años por Alfaguara, además de indicarse
cuándo había sido publicado cada cuento, se consignaba el medio y el
precio. Progresivamente, esos dos volúmenes son el verdadero crack-up
del escritor estadounidense, puesto que se hace nítida su decadencia: de
doscientos mil dólares en su momento de fulgor por cuento se pasa a tan
sólo dos o tres mil dólares hacia el final de sus días. Hace poco el
diario español El País anunció que la Cambridge University Press había
publicado las versiones originales de los relatos que Fitzgerald enviaba
al Saturday Evening Post (una de las revistas donde publicaba). Se sabe
que Fitzgerald tenía un buen nivel de vida que le permitía pasarse
temporadas en París o en la Riviera Francesa.
Pero aquellos años no todos los escritores tenían ese buen pasar o
ese glamour. A Marcel Proust no es que le faltara el dinero: nacido en
el seno de una familia acomodada, nunca le faltó nada. Sin embargo vivía
encerrado en su casa, producto de los periódicos ataques de asma; lo
cuidaba Celeste, quien además era su secretaria privada. Pero quien sí
tuvo problemas para subsistir fue el poeta ruso Vladimir Maiakovski.
Cuando estaba entrando en la adolescencia su padre falleció, por lo que
su madre y sus dos hermanos emprendieron un viaje a Moscú; allí se
instalaron en una casa y su madre se vio obligada a ofrecer pensión a
chicos socialistas. La revolución bolchevique se estaba incubando y el
joven Maiakovski, para ayudar a la familia, se dedicó a la pintura
decorativa, más específicamente a la pintura de huevos de Pascua de
madera. Maiakovski sentía afinidad por el arte, concretamente por el
futurismo de Marinetti, y quizá por eso ingresó a la Escuela Superior de
Bellas Artes de Moscú. Ya mayor, el poeta ruso recorrería el país y
varias naciones leyendo su poesía; sin embargo, también le encontró
sentido al periodismo o, como él mismo escribió en su autobiografía,
estaba “a favor de la obra de agitación, del periodismo de calidad, de
la crónica. Mi trabajo principal está en el Komsomolskaia [diario de las
juventudes comunistas], hago horas suplementarias para escribir”.
¿Pero de qué viven los escritores más actuales? Alejandro Rubio es
poeta y narrador, por unos años usó el seudónimo Maiakovski para opinar
en la blogósfera; el año pasado publicó su poesía reunida y para éste
publicará Diario, que es el registro de algunas de las posibilidades que
pueden suceder un mismo día. Hace unos años ingresó a trabajar en el
Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), pero no en las
oficinas administrativas o en prensa sino en los estacionamientos. Ahí,
por algunos años, trabajó viendo pasar a Luciana Aymar y a otros
deportistas, hasta que un enfisema pulmonar lo complicó y la institución
se vio obligada a trasladarlo adentro. Y si bien durante ese tiempo
escribió ácidas reseñas para la revista Los Inrockuptibles, nunca
abandonó su trabajo.
Por su parte, Charles Bukowski, en su texto Cartas de un viejo
indecente, confiesa cuenta que, además de vivir en múltiples ciudades y
de empezar como cuentista y continuar como poeta, hizo de todo antes de
estabilizarse en su empleo de Correos: “Trabajé en mataderos, cuadrillas
de vías férreas, puestos de empleado de almacén, puestos de verificador
de envíos. Incluso trabajé para la Cruz Roja Americana (¡bravo!), fui
capataz en una distribuidora de libros”. Años después, cuando estaba en
Correos, tuvo que renunciar porque, debido a sus publicaciones en
revistas underground, el FBI lo estaba investigando. Por su lado, Iosi
Havilio, que hace poco publicó La serenidad, es otro escritor que ha
hecho de todo, quizá por eso es enfático cuando afirma: “El escritor
vive de su escritura. Todo lo demás es anécdota”. Pero en la anécdota
Havilio ha sido actor, cadete, administrativo, vendedor de tuppers,
acompañante terapéutico, profesor de idioma, cocinero, maestro,
rematador, atendió por un día un local de caza y pesca, casi guía de
montaña, pero además “escribí la reseña de un libro, de un solo libro,
que nunca se publicó, filmé un documental, me dieron una beca módica,
guionicé algunas cosas, algunas buenas, otras espantosas. Sin embargo, a
la vuelta, antes y después, siempre viví de la escritura”. Actualmente
ofrece talleres.
Los singulares trabajos de Rubio, Bukowski y Havilio, pueden verse
como excepciones, ya que hay otros escritores que se han dedicado a
oficios más vinculados a la escritura como la traducción. Pablo Ingberg
viene haciendo una hermosa labor con la obra de James Joyce en Losada;
el chileno Rodrigo Olavarría lleva traduciendo para Anagrama la obra
poética de Allen Ginsberg (el último fue Kaddish); Cristián de Nápoli en
Adriana Hidalgo ha hecho un interesante trabajo de difusión de la
literatura brasileña, y hace poco ganó el Premio Giovanni Pontiero a la
traducción literaria por la antología de Vinicius de Moraes; Laura
Wittner también estuvo entre los mejores traductores del año pasado por
Esto no es una novela, de David Markson, y Silvio Mattoni ha traducido
libros de Michel Foucault, Henri Michaux, Cesare Pavese, Catulo y
Philippe Sollers. Mattoni no sólo es poeta, es ensayista y dicta clases
de estética en la Universidad Nacional de Córdoba. Para él, lo que paga
la traducción no alcanza “ni a un tercio de los ingresos por otros
trabajos que se requieren para mantener una familia argentina”. Su
rutina consiste en traducir “tres días por semana y unas tres o cuatro
horas por día. Los límites de esas jornadas están dados por la vida
misma y por otras actividades, principalmente clases”; en caso de no dar
clases puede dedicar el día entero a la traducción, que para este poeta
es “una actividad más relajada, donde se aprenden cosas, se hacen como
escalas musicales y pruebas de combinaciones y variantes en la propia
lengua”.
Muchos autores han traducido. En la correspondencia de Kurt Wolff,
que fue editor de Kafka, aparece una carta en la que se le pide que se
le concedan “los derechos de traducción al húngaro de las obras de Franz
Kafka aparecidas hasta ahora (incluidas El proceso y La metamorfosis,
ya traducidas por el señor Sándor Marai)”, pero además Marai, quien
tenía un peso en la prensa de su país, fue quien hizo la primera reseña
en ese idioma de la obra de Kafka. El periodismo, como se ve, también
puede ser una fuente de ingresos para un escritor: Hemingway, en sus
comienzos, también vivió de eso, siendo incluso corresponsal de guerra.
Marai ejerció el periodismo y la traducción, aunque la remesa paterna
era lo que, a ratos, le permitía solventar la vida lujosa que llevaba;
cuando no contaba con ella, la vida transcurría en modestas buhardillas
francesas.
Dar talleres, como Iosi Havilio, también es algo común entre los
escritores. De eso hay muchos casos, pero quizá los mayores formadores
en la Argentina son Hebe Uhart y Alberto Laiseca. De los talleres de
este último han salido, entre otros, Selva Almada, Leo Oyola, Alejandra
Zina, Sebastián Pandolfelli, Gabriela Cabezón Cámara. Laiseca estudió
Ingeniería en la universidad y Física Teórica por su cuenta, pero en
verdad ha sido casi de todo: “Trabajé en la cosecha en distintas
provincias y fui peón de limpieza acá, después una tía me consiguió un
empleo en Entel, más tarde fui corrector en el diario La Razón y lector
en una editorial. Lamentablemente eso duró muy poco, en la editorial
pagaban muy bien. Como decía mi padre, ‘se terminó el dulce de leche’”.
El autor de Los Sorias, “un clásico de la literatura universal”, como a
él le gusta decir medio en broma medio en serio, incluso se quiso
alistar en el ejército estadounidense para ir a Vietnam. De haber sido
aceptada su solicitud, quién sabe de qué habría vivido si hubiese
sobrevivido. En Aventuras de un novelista atonal Laiseca plantea cómo
vive un escritor: una humildad que raya con la escasez de casi todo. No
obstante, felicita de todo corazón a aquellos escritores que viven de
ser escritores: “Hay un viejo refrán argentino que dice ‘algunos nacen
con estrella y otros estrellados’”. En la actualidad además de los
talleres vive gracias a un subsidio otorgado a su trayectoria. Por eso
dice que “el escritor vive de lo que puede. Lo peor, en todo caso, es
cuando tenés que hacer tareas de escritura para ganar unos mangos”. Por
estos días Alberto Laiseca es objeto de un documental llamado El Mostro,
que dirige Alejandro “Rusi” Millán y que empezó a grabarse el año
pasado.
El escritor brasileño Marcelino Freire es otro ejemplo. Fue uno de
los invitados de la edición pasada de la Feria del Libro de Buenos Aires
y Adriana Hidalgo presentó como novedad su novela Nuestros huesos.
Marcelino encarna el multitasking, es decir múltiples tareas que aborda
un escritor: da talleres y conferencias, hace artículos, organiza
eventos, se beneficia del 20% de los derechos de autor, de vez en cuando
monta una obra de teatro “y también a veces, cuando me travisto de
mujer, me presento en las casas nocturnas”. En una época, Marcelino se
dedicó a la venta de libros raros y primeras ediciones, pero esa época,
al parecer, quedó atrás: “Ahora soy un cajero viajante: me muevo de un
lado para otro con un caché”.
La edición también es un oficio al que se han dedicado muchos
escritores. Virginia Woolf y su esposo Leonard fundaron Hogarths Press y
alcanzaron a publicar más de 500 títulos; entre los autores más
destacados se cuentan T.S. Eliot, Katherine Mansfield, Robert Graves,
E.M. Forster, Federico García Lorca. La ideología de la editorial, según
cuenta Leonard Woolf en el libro La muerte de Virginia, consistía en
tener un catálogo limitado con un máximo de veinte títulos al año:
“Nunca nos hemos expandido, ni publicado un libro por ningún otro motivo
que el convencimiento de que merecía ser publicado”. Unos años antes de
su suicidio, Virginia Woolf, cansada al parecer de la edición, vendió
su parte del negocio, y al tiempo de eso el edificio donde funcionaba la
editorial fue bombardeado por los alemanes durante la Segunda Guerra.
En la Argentina sucede lo mismo. Escritores se dedican a la edición:
Luis Chitarroni, primero en Sudamericana y desde hace unos años en La
Bestia Equilátera; Edgardo Russo en El Cuenco de Plata; Damián
Tabarovsky en Interzona, Siglo XXI y ahora en Mardulce, en donde
comparte el trabajo de edición con Gabriela Massuh; Juan Ignacio Boido
en Random House Mondadori Argentina; Francisco Garamona desde hace casi
diez años en Mansalva; Damián Ríos primero en Interzona y ahora en Blatt
& Ríos. Y en otros países latinoamericanos también pasa lo mismo:
Tryno Maldonado estuvo un tiempo editando en Almadía, en México, y en
Chile el poeta Matías Rivas está, desde sus inicios, al frente de
Ediciones Universidad Diego Portales.
Y en este punto, señor lector, me podría decir de qué vive un escritor.
Y en este punto, señor lector, me podría decir de qué vive un escritor.
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