Celos, envidias, chismes y pataletas: los escritores se han agarrado por siglos unos con otros, dando a las palabras un uso muy alejado de la literatura. A continuación, un breve ensayo sobre el tema y una maléfica selección de lengüetazos ponzoñosos
Claudio Magris, escritor italiano./elmalpensante.com |
Según Brecht, Baudelaire era un poeta pequeño-burgués cuyas palabras
son como chaquetas viejas remodeladas, mientras que para Tolstoi las
sensaciones evocadas por su lírica no le pueden interesar a ningún
hombre en sus cabales. Brecht, por otro lado, fue definido por Ionesco
como un poeta didascálico, un estúpido creador de personajes de cartón
piedra, y por Döblin como un novelista anticuado. Proust fue liquidado
por Beckett en una sola palabra, “güevonadas”, y Beckett a su vez fue
tildado por Arno Schmidt de ser un epígono inútil de Maeterlinck. Para
Voltaire, Homero es aburrido, y según Benn, Lawrence, Virginia Woolf,
Pound y muchos otros, Joyce era un mediocre. Nabokov considera ineptos a
Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; La divina comedia,
para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra académica,
cerebral, pesada y sádica de un poeta musical pero monótono.
La lista podría prolongarse a voluntad. Los poetas insultan a los poetas,
como dice el título de una antología de estas injurias compilada en
alemán por Joerg Drews. Estas manifiestan un ensañamiento y una crueldad
que muy difícilmente se encuentra en las furiosas rivalidades que
también existen, como es obvio, en otras categorías sociales, desde los
políticos hasta los empresarios y los comerciantes. Los juicios de
muchos grandes artistas sobre sus colegas demuestran una torpeza única, o
bien una envidia lívida y pueril, incapaz de ser controlada o al menos
disfrazada. El libro de Drews –y hay más ejemplos– muestra la escena
literaria (y en general la artística) como una arena de mezquindades y
de rencores que parece elevar a la enésima potencia las ruindades y los
rencores, la falta de amor, de generosidad y de grandeza existentes en
cualquier conglomerado humano, desde la familia hasta la oficina, el
mercado o el partido.
Este vulgar y faccioso desconocimiento del otro –que tan a menudo
desfigura perversamente la boca de escritores que en otras ocasiones han
sido capaces de proferir grandes palabras llenas de humanidad– se
justifica a veces por la necesidad que tendrían los artistas de afirmar
su propia visión y representación del mundo. Para lograrlo recurren a la
negación de otras visiones y representaciones, distintas o contrarias a
las suyas, que podrían oponerse a ellas y ponerlas en dificultad o por
lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en
crisis al autor de una gran obra fragmentaria y desacralizante, poner en
duda su legitimidad e impulsarlo por lo tanto a rechazar de un modo
sectario ese clasicismo, del mismo modo que puede suceder lo inverso. En
un caso así, el juicio sale desequilibrado, pero al ser unilateral se
entiende que proviene de un sufrimiento, de la necesidad de proteger una
exigencia creativa, lo que no justifica ese juicio, pero lo explica y
le confiere cierta dignidad humana. Conrad o Hamsun se equivocan, por
supuesto, al condenar a Dostoievski y a Ibsen, pero uno entiende por qué
sentían la necesidad de hacerlo.
Más a menudo, sin embargo, estas diatribas endogámicas, que no se
salen del mismo gremio, desnudan un origen menos noble: un narcisismo
exasperado, una pretensión de ser el único dios creador al que hay que
adorar, y una penosa inseguridad, que percibe todo homenaje ofrecido a
otro como un hurto y un atentado contra la propia necesidad de ser amado
y aceptado. En este sentido los consumidores de arte –lectores,
escuchas, espectadores– son mucho más libres y mucho más generosos (más
poéticos) que los productores de las obras que ellos aman y admiran,
porque, en su politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no
significa quitarle nada a Beethoven, y que se puede y se debe amar al
mismo tiempo a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett. Como en la
casa del Padre, según dice la Escritura, también en la casa del arte –de
cualquier arte– hay múltiples habitaciones y está permitido
frecuentarlas y habitarlas todas, sin que por esto se le esté haciendo
un desaire a las demás.
Sin embargo el poeta, que por un lado es un alto mensajero y
portador de humanidad, parece muchas veces sucumbir al más innoble de
los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados
capitales, no consiste en la exacerbación de un desorden en sí mismo
bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del
respeto de sí mismo), sino que es toda entera y por completo un mal y
una negación, disgusto ante la vista del bien ajeno, que sin embargo
nada nos quita y debería alegrar a todo el mundo, porque la existencia
de Ana Karenina es algo que enriquece a quienes escribieron Los Buddenbrook o El proceso.
¿Aparece entonces el poeta no como persona que a lo mejor se
equivoca, pero siempre de un modo magnánimo, sensual y transgresivo, o
prometeico y rebelde –como nos lo presenta la retórica corriente–, sino
más bien como ínfimo pecador, burdo y envidioso? Los premios literarios,
con las escaramuzas dentro de la rosa de los finalistas, crean odios y
bajezas a cuyo lado los enfrentamientos políticos y económicos, a veces
incluso criminales, dejan ver una densidad más peligrosa, pero también
más digna de respeto. El narcisismo de los artistas se muestra muchas
veces como inhumano y miserable, como ya lo sabía Thomas Mann; no es
casual que, entre la descendencia de los grandes hombres, los más
infelices, los más lesionados en su propia persona sean precisamente los
hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres, no
por puras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de
los empresarios o de los marineros, siempre de viaje y muy poco en casa,
pero no por esto lejanos a su familia) sino más bien por un frecuente y
sustancial desinterés afectivo de unos progenitores dedicados a las
musas.
La rabiosa irritación del artista –incluso del artista cargado de
elogios– con respecto a las loas que se dirigen a un colega suyo,
demuestra de qué manera el artista, como otros y quizá más que otros,
está obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de
que el mínimo éxito de un producto ajeno amenace la preferencia por su
propio producto. No por nada los insultos literarios más mordaces están
dirigidos contra los colegas contemporáneos activos en el mercado del
espíritu y del dinero. Hace años, un escritor al que apreciaba y sobre
el que yo había escrito con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo
porque escribí, también con pasión, sobre otro escritor de su misma
ciudad. Me dijo explícitamente que, en la ciudad donde vivía, había
sitio solamente para un escritor y no para dos, y que por lo tanto ese
artículo mío a favor de otro le había hecho un gran daño.
Esta anécdota es solo un ejemplo entre muchos otros, demasiados, que se podrían citar. Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis
de que habla la Escritura consiste también en la frecuente y
desconcertante contradicción ante la que nos ponen muchas veces el arte y
los artistas. Por un lado debemos a sus creaciones revelaciones muy
importantes de humanidad, que nos permiten no solo comprender
intelectualmente, sino también vivir concretamente, casi físicamente,
los sentimientos, las decisiones, los valores de la existencia; gracias a
ellas sabemos verdaderamente qué es el amor, la valentía, la fidelidad,
la bondad, la pasión erótica, la compasión, el delirio, el miedo, la
traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o
el rechazo de Dios. Por otro lado muchas veces el artista, casi como si
en realidad estuviera poseído por un dios que habla a través de él,
como lo quiere el mito, es uno de los primeros en olvidar y en violar
esa humanidad que les ha hecho descubrir a los demás.
Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena
a muerte de una joven que sufrió un destino análogo; Céline representa
genialmente en Muerte a crédito el
antisemitismo como una vulgar imbecilidad y más tarde se vuelve
antisemita; la lista, también en este caso, es muy larga. Nos gusta
creer que los escritores son los protectores de lo universal-humano, con
frecuencia violado por la política, pero por ejemplo en la guerra que
laceró a Yugoeslavia a menudo fueron los escritores quienes incitaron al
odio nacionalista más salvaje. Pirandello, que adhiere al fascismo poco
después del asesinato de Matteotti, o los escritores franceses que van a
Moscú y asisten con devoción a la “Misa roja”, es decir, a las
decapitaciones en la horca estaliniana de muchos de sus compañeros
comunistas acusados de desviacionismo, no son ejemplos muy recomendables
de humanidad.
Platón sabía que solo la divina manía del arte expresa la esencia
de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su
República ideal. Aquella condena es injusta, potencialmente totalitaria y
debe rechazarse, pero no sobra tenerla siempre en cuenta, con la verdad
que contiene, aunque esté distorsionada. La poesía no está obligada a
subordinar la existencia a su significado más alto, que la trasciende,
como lo hace la filosofía. La manía –recuerda Livio Garzanti en su
estupendo Amar a Platón– “produce sueños que
la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está
llamada a decir la verdad de la existencia, por cerril, imperfecta o
cruel que sea; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el
que coexisten la magnanimidad con la bajeza, la vanidad y la maldad. El
arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está obligado
–o naturalmente inclinado– a ensimismarse con ellas, incluso con las
peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mímesis
engañosa de la verdad, de la cual por lo tanto la poesía es mímesis al
cuadrado. Doblemente falaz, entonces, pero también necesaria para la
verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras que el hombre ve en
la caverna platónica y que aunque sean solamente sombras ilusorias, son
también, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El
mismo yo poético se siente incierto como una sombra.
El alma del hombre, se dice en el Fedro, es
tirada hacia lo alto y lo verdadero por un caballo, y arrastrada hacia
la bajeza de las propias miserias, por otro. Quizá la función de todo
arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, consiste en contar y
representar lo que le sucede al caballo que nos jala hacia abajo, o
mejor, a nosotros cuando le soltamos las riendas y lo seguimos, no solo
entre desordenadas y fuertes pasiones, sino también en vanos disgustos
–incluidas las envidias de las que dan testimonio estos insultos entre
poetas–, quizá inevitables dada la debilidad humana. Lo que no quita que
definir “burdo” al Quijote, como hizo Nabokov, seguirá siendo siempre una gran metedura de pata.
Miniantología de la mala leche
—Cada vez que leo Orgullo y prejuicio me entran ganas de desenterrarla y golpearle en el cráneo con su propia tibia (Mark Twain sobre Jane Austen).
—Baroja escribía los adjetivos como suelta un burro sus pedos (Josep Pla).
—Octavio Paz es la chochona del PRI (Raúl del Pozo)
—Bernard Shaw no tiene enemigos, pero causa intenso desagrado entre sus amigos (Oscar Wilde).
—George Sand sobre todo, y más que ninguna otra cosa, es estúpida como una vaca (Baudelaire).
—Solzhenitsyn es un mal novelista y un bobo. Esa combinación suele implicar gran popularidad en Estados Unidos (Gore Vidal).
—Ya basta de Keats. Yo les suplico: capémoslo vivo (Lord Byron).
—Me enviaron esa mierda de De aquí a la eternidad. Y con
lo mierda que es, me extraña que el hombre que la escribió tenga esa
extraordinaria pinta de estreñido (Truman Capote sobre James Jones).
—Hace treinta años que no lo leo. Es un pelmazo. Y me tiene sin
cuidado que le hayan dado el Nobel o no (Sánchez Ferlosio sobre Camilo
José Cela).
—Su estilo es despreciable, pero eso no es lo peor de él (Coleridge contra Gibbon).
—Su estilo tiene el desenfado desesperado de una orquesta que
estuviera aferrándose por un pelo a la vida en un barco que se va a
pique (Edmund Wilson contra Evelyn Waugh).
—Cada vez pienso más en él como un jovencito que escribió un libro maravilloso (Decadencia y caída), pero a quien luego le dio un ataque de histeria y se unió a la Iglesia católica (Kingsley Amis contra Evelyn Waugh).
—El jadeante hipopótamo Flaubert (Elias Canetti).
—Hay quien aspira a Donoso y se queda en Skármeta, o quien sueña
con Huidobro y tiene que conformarse con Isabel Allende (Andrés Neuman)
—Pobre Faulkner. ¿De veras cree que las grandes emociones surgen de las grandes palabras? (Hemingway).
—Jamás ha utilizado una sola palabra que pudiese mandar al lector en busca de un diccionario (Faulkner sobre Hemingway).
—Todo es tan gris e incómodo en los libros de Beckett que al final
parece que sufre constantes malestares de vejiga, como le pasa a la
gente mayor cuando duerme. (Nabokov).
—No me gustó la obra, pero fue que la vi en condiciones adversas: el telón estaba arriba (George S. Kaufman).
—Bueno, digamos que fue un premio de tercela categoría (Darío Jaramillo al ser consultado sobre el premio Nobel a Camilo José Cela).
—Su manuscrito es a un tiempo bueno y original; pero la parte que
es buena no es original y la parte que es original no es buena (Samuel
Johnson).
¿Benedetti? Ughs (Rodrigo Fresán).
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