Rayuela 50 Aniversario
El gallego editó Rayuela y libros clave del boom latinoamericano. Poco dado a dar entrevistas, en 2004 charló con una experta en Cortázar y contó detalles de la edición de la novela
El editor Francisco Porrúa. / elpais.com |
Celebrar el medio siglo de la publicación de Rayuela, la novela de Julio Cortázar que cambió entre otras cosas el lugar del lector en este mundo, y no mencionar a Francisco Porrúa,
sería tanto una injusticia como perder una oportunidad para hablar del
editor que, haciendo lo que él considera sólo su labor, transformó para
siempre el panorama de la Literatura.
Francisco Porrúa, Paco Porrúa, el gallego de Corcubión que
el azar y la necesidad llevaron a la Patagonia argentina en 1924 porque
su padre, marino mercante, había solicitado un puesto en tierra para
poder estar más tiempo con su mujer. La familia recaló en Comodoro
Rivadavia cuando Porrúa no había cumplido aún los dos años (nació en
1922) y allí, en un lugar que según su expresión entonces “era el Far
West”, se instalaron en una casa a las faldas del cerro Chenque,
accidente geográfico propio de la meseta patagónica en ese lugar de la
provincia del Chubut que acaba en el mar, y cuyo nombre remite a la
presencia en la zona de los primitivos pehuenches.
Es un editor que no ha escrito sus memorias, y bien que podría –o
debería–, porque por sus manos ha pasado la literatura del siglo XX que
anticipó la modernidad todavía vigente en el XXI.
En enero de 1955 Cortázar le cuenta a un amigo
que la última liquidación semestral del libro “arrojó la suma de doce
pesos”. A pesar de aquel desalentador resultado económico, Porrúa tuvo
claro que quería apostar por un autor que había continuado escribiendo
cuentos como los reunidos en un volumen titulado Final del juego que se publicó en 1956 en México o Las armas secretas, en 1959, en Sudamericana.
El escritor argentino Marcelo Cohen hacía mucho que me había animado a
escribirle, si es que yo quería seriamente seguir investigando sobre la
vida y la obra de Cortázar, para que me contara su experiencia como
editor, ya que se prodigaba muy poco y era difícil encontrar datos. Él
por supuesto había conseguido entrevistar a su amigo y admirado editor
en Buenos Aires, en abril de 2003, y, en noviembre del mismo año, la
Feria del Libro de Guadalajara (México) le hizo un homenaje del que
Rodrigo Fresán escribió una crónica entrañable, y pocas cosas más había
publicadas sobre él.
Por suerte, en marzo de 2004 la Universidad de Cádiz logró que Porrúa participara en una mesa redonda titulada En la Rayuela
con Jean Andreu, Mario Muchnik y Nieves Vázquez, la organizadora del ya
mítico encuentro “Veinte años sin Julio Cortázar”. Después de aquel
homenaje pensé que no tenía que demorar más el mandato de Marcelo Cohen y
así fue como le pedí una cita y un sábado de finales de septiembre de
2004 Porrúa me recibió en su casa de Barcelona.
Recuerdo aquella tarde en la terraza con vistas a las copas de los
árboles del Parque de la Ciudadela como un viaje en el tiempo donde
Porrúa evocó al niño para quien el universo estaba en torno a una casa
respaldada por el cerro Chenque y donde el camino, la playa y el mar
fueron en su infancia “una especie de revelación de la inmensidad”. “Yo
era muy feliz”, confesó, y a la vez recordó el llanto de su madre porque
echaba de menos los paseos con sus amigas por la orilla de la ría –como
símbolo de todo lo perdido–. Yo también pensé en las lágrimas de mi
madre por lo mismo, por haber dejado a su familia en su pueblo abulense
rodeado de pinares tras la aventura de embarcarnos para ir a hacer la
América también a la Patagonia, aunque un poco más al Norte, en la
provincia del Río Negro.
En aquella conversación –me contó algunas cosas que yo le prometí
guardar solo para mí, y eso hago– recordó los dos años y medio que
estuvieron en España en tiempos de la República para que su madre se
repusiera de una enfermedad cerca de su familia.
Cuando por fin Cortázar termina Rayuela
hablaron de la edición y Porrúa dice que si bien estaba publicando todo
en Sudamericana, Cortázar tenía la impresión de que era “una editorial
poco formal todavía para Rayuela”. Después de intercambiar
varias cartas sobre el tema (que lamentablemente no se han conservado),
Cortázar decide que la novela sea para la editorial.
“España me pareció un lugar muy ameno” –dice–. “Quizá la ausencia de
padre ayudaba a que yo me sintiera un poco más libre, pero volví a
Comodoro (Rivadavia) y yo sentía que esa era mi tierra”. En aquel lugar,
donde nacieron también sus tres hermanos, la morriña no era privativa
de los gallegos sino de todos los inmigrantes que poblaron la ciudad que
en su infancia era sobre todo un campamento petrolero que atraía
trabajadores de todos los confines.
Después, a los 18 años, hizo su propia emigración de Comodoro
Rivadavia a Buenos Aires (a 1.471 kilómetros) para estudiar en la
Facultad de Filosofía y Letras donde hizo un camino que lo llevó a
fundar la editorial Minotauro en 1954, lo que supuso su desdoblamiento
en Luis Domènech, Ricardo Gosseyn, Francisco Abelenda o F. A.,
pseudónimos con los que se ocupó de traducir a los mejores autores de
ciencia ficción que publicó después de su primer título, Crónicas marcianas,
de Ray Bradbury, con un prólogo de Jorge Luis Borges en el que se
preguntaba qué había hecho ese hombre de Illinois para que episodios de
la conquista de otro planeta "me pueblen de terror y de soledad”.
Luego vino su salto a Sudamericana en 1958, de la mano de Jorge López
Llovet, hijo del director Antonio López Llausás. Entonces fue cuando
encontró, arrumbado en los sótanos, Bestiario, el primer libro de Julio Cortázar, publicado en 1951 justo antes de que se marchara definitivamente a Europa.
En enero de 1955 Cortázar le cuenta a un amigo que la última
liquidación semestral del libro “arrojó la suma de doce pesos”. A pesar
de aquel desalentador resultado económico, Porrúa tuvo claro que quería
apostar por un autor que había continuado escribiendo cuentos como los
reunidos en un volumen titulado Final del juego que se publicó en 1956 en México o Las armas secretas, en 1959, en Sudamericana.
Y entonces, en 1960, cuando le publica la novela Los premios
Cortázar ya empieza a hablarle de que está escribiendo un libro muy
diferente, una obra insólita, “que sobre todo sorprenderá a los
editores”.
Cuando por fin Cortázar termina Rayuela hablaron de la
edición y Porrúa dice que si bien estaba publicando todo en
Sudamericana, Cortázar tenía la impresión de que era “una editorial poco
formal todavía para Rayuela”. Después de intercambiar varias
cartas sobre el tema (que lamentablemente no se han conservado),
Cortázar decide que la novela sea para la editorial.
Lo que sucedió fue que “entonces Sudamericana no parecía apta para Rayuela, pero Rayuela
la hace apta para otras cosas” y en su opinión “la introducción de una
obra que parece ajena al catálogo, cambia el carácter del catálogo”.
En este punto Porrúa modula el grave tono de su voz para recordar con entusiasmo que la publicación de Rayuela,
que lo había dejado “bastante desasosegado” cuando terminó de leer por
primera vez el manuscrito, provocó “algo curioso, algo que ocurre a los
editores, y es que el catálogo es el que hace al editor”.
Lo que sucedió fue que “entonces Sudamericana no parecía apta para Rayuela, pero Rayuela
la hace apta para otras cosas” y en su opinión “la introducción de una
obra que parece ajena al catálogo, cambia el carácter del catálogo”.
La afirmación de Porrúa se puede corroborar simplemente repasando la solapa de la primera edición de Rayuela, donde aparece una lista de otras publicaciones de Sudamericana.
Junto a las tres obras de Cortázar (Bestiario, Las armas secretas y Los premios)
en orden alfabético aparecen, como un corte sociológico, Sebastián J.
Arbó, Francisco Ayala, Leónidas Barletta, Silvina Bullrich, Estela
Canto, Arturo Cerretani, Attilio Dabini, M. de la Sota, V. Fernando,
Manuel Gálvez, Sara Gallardo, Carmen Gándara, Alberto Gerchunoff, M.
Lancelotti, Norah Lange, Enrique Larreta, Luis M. Lozzia, Eduardo
Mallea, León Mirlas, Juan Carlos Onetti (La vida breve), Bernardo Verbistky, Elvira Orphée, Pepita Serrador, Leopoldo Marechal (Adán Buenosayres), Conrado Nalé Roxlo y Richard Wright.
Se exagera el papel del individuo, es una cosa de la situación del siglo XX, con la edad se ve, lo verás tú también
Pasados los preceptivos cincuenta años que diría Jorge Luis Borges
para considerar que un libro ha sobrevivido, a efectos del catálogo no
está mal la pléyade reunida por el editor hasta entonces aunque él
todavía defiende la idea de que Roberto Calasso “es el editor más
grande” porque “Adelphi es una colección que la puedes comprar toda”.
No acepta los halagos que le prodigo en cuanto a su papel decisivo
del editor que con su sensibilidad contribuye a transformar toda una
época. “Yo estoy absolutamente convencido de que no soy el hacedor de
nada” –me contradice. “Yo tengo historias que parecen anécdotas de lo
sobrenatural sobre cómo he recibido algunos libros” –agrega para tratar
de convencerme y entonces habla de cómo llegó a sus manos Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, porque vio en el manuscrito de Los nuestros, que le proponía Luis Harss vio en un capítulo "un nombre desconocido entre toda esa fila de héroes" y quiso leer algo suyo.
Para minimizar la idea de su importancia como editor, cuenta que algo similar le ocurrió con El señor de los anillos,
ya que supo que habían quedado libres los derechos de esa obra de
Tolkien que tenía entonces Jacobo Muchnik en Fabril Editores y decidió
publicarlo.
“Se exagera el papel del individuo, es una cosa de la situación del
siglo XX, con la edad se ve, lo verás tú también” –replica cuando le
señalo la humildad con la que habla de decisiones como esa que luego le
permitió vender la editorial Minotauro y retirarse, o haber publicado Rayuela o Cien años de soledad.
“No es humildad, es realismo, es comprender lo que ocurre” –dice– y
trae a colación la frase “las cosas no se hacen, pasan” para recordarme
que eso está presente “en toda la literatura kármica, oriental, en
muchos europeos occientales, la corriente del determinismo”.
Y aunque como él mismo afirma “no se puede decir de ningún modo que
soy el que era hace treinta o cuarenta años” Francisco Porrúa es, sobre
todo, el hombre cuya primera reacción después de leer Rayuela
fue decirle a Cortázar “Tengo ganas de tirarte el libro a la cabeza”.
Justamente lo que esperaba de su editor hace ahora cincuenta años el
autor del libro que a tantos nos ha cambiado la vida e incluso a muchos
se la ha salvado.
* Mariángeles Fernández participará el viernes 28 de junio en
el homenaje a Cortázar en el Centro de Arte Moderno de Madrid. (calle
Galileo 52 / 20 horas)
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