2.6.13

El cuento del domingo



Adriana Lunardi
Flapper
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Uno descalzo, el otro no. Paralelos como las lámparas de gas, fijadas al techo por donde tantas veces ve pasar la historia de su vida. Zelda observa sus pies, orgullosa de la posición arrogante y alerta que asumen aunque ella permanezca acostada, sin saber si ya es o no de día.
..El derecho, en su desnudez distraída, revela un arco anguloso, deformado por años de zapatilla; el izquiero, envuelto en una lana apelmazada color naranja, hace pensar en un guerrillero que desafía la blancura totalitaria del cuarto. Su compañero andará seguramente perdido entre las sábanas, revueltas tras la larga batalla noctura contra el mal sueño.
..Zelda estira con dificultad los brazos y las piernas hasta que la columna vertebral le reclame el olvido a que ella la relegó después de años de exigirla para superarse físicamente. Pero eligió demasiado tarde ser bailarina. Y también pintar. Y escribir. No tenía, definitivamente, noción del tiempo. Scott fue el primero en alertarla, le aconsejó ser más responsable y tomar con seriedad al menos uno de sus talentos.
..Viejo Scott, ¿por qué bares andarás ahora?
..Siempre inmóvil, Zelda intentará aferrarse a restos de somnolencia, aun sabiendo que, como las nubes, los sueños sufren del defecto de la disipación. Se esfuerza, desiste. Olvidar es bueno, cree ella; olvidando se evitan los relatos y las interpretaciones que la devuelven hacia lo peor de sí misma, en un círculo que gira, hipnótico, embudo por donde siempre se cae hacia la aniquilación.
..Sus pies tocan el suelo y ella siente que el frío de la piedra pone en marcha un segundo y extraño despertar. Como por un hilo conductor, la sensación sube por la columna vertebral oxigenando de escalofriante vitalidad cada hueso y cada nervio de su delicado mecanismo interno. Toda la panacea y los millares de electroshocs, tan inútiles, parecen confabularse ahora para desembotar la lucidez y la voluntad alienadas.
..Incrédula, Zelda se lleva los dedos al rostro, temerosa de la superficie áspera del eccema que le enmascara las expresiones, pero no lo encuentra. Si tuviera un espejo, reencontraría, en cambio, su cara limpia, los mismos rasgos de antes, de siempre.
..Por primera vez, siente que recobra su audacia de chica rica de Alabama. Es necesario terminar el libro, escribirle a Scott, pedirle que venga a buscarla; quedarse al lado de Scottie, en quien vive lo mejor de lo que ella y su esposo han sido.
..Zelda tiene prisa. Descarta la media de lana perdida para apoderarse por entero de aquella novedad que le llega del suelo y que, desde ahora, reconoce como la cura.
..Sin pensar en cómo está vestida sale por el corredor, buscando a quién avisar que ya está despierta, lista para partir; uno de aquellos hombres de uniforme, el médico de guardia, algún interno igual a ella. ¿Pero dónde están todos? La alegría no la deja detenerse. Zelda tiene esa urgencia de los recién nacidos: insuflar al pecho el primer soplo del mundo de los vivos.
..Llega a la planta baja deslizando la mano por la baranda de la escalera; atraviesa salas y enfermerías, encontrando a cada paso una nueva y extraña ausencia. Y gana el jardín, y comprende que sólo la primera y última estrella brilla todavía.
..Es tan temprano que hasta los pájaros duermen. En el aire, un silencio que Zelda hace mucho que no escucha. Todas aquellas voces sobre sus hombros, calladas ahora rigurosamente, la vuelven tan leve que hasta podría danzar. Y danza, como una Pavlova. Danza como el viento.
..La música que siguen sus pasos le sale de los músculos. Los pies descalzos apenas pisan el suelo, revocando inocentemente la ley de la gravedad. Con la transparencia suave del cambray, su camisa fluctúa y da contorno a los movimientos de una coreografía vigorosa. Un salto perfecto y la bailarina gira en el aire, segura de que en su estabilidad está el equilibrio provisorio.
..A lo lejos, el tintinear de una campanilla insiste en ser oído. Se acerca, gana volumen y ahora es una sirena aterradora que la desorienta, haciéndola caer.
..Zelda abre los ojos. A su alrededor, todo lo que era blanco está invadido por lenguas anaranjadas que suben y bajan en un ballet furioso. Un humo espeso le cierra los pulmones, impidiéndole respirar. Arrebatada de pánico, grita llamando a Scott y de inmediato comprende que él no podrá venir. Que nadie puede.
..Intenta erguirse, inútilmente. Sus muñecas y sus tobillos están atados a la cama, desde el día en que llegó aquí. Mira sus pies, blancos y finos, dos lámparas incandescentes. Comienza a moverlos, despacio, para marcar el compás que su corazón le dicta. Entonces, un par de alas le brota de los calcañares, revelando esa antigua crisálida que intuía la bailarina.Zelda se desembaraza de las amarras con la agilidad sutil de una mariposa que se sustenta en el vuelo. Para ella, no era temprano, ni tarde. Era la hora.

Adriana Lunardi. Escritora brasileña. (Santa Catarina, Brasil, 1964), vive en Río de Janeiro y es licenciada en comunicación social y guionista. Vísperas, su segundo libro de cuentos, fue publicado en Brasil y Portugal y traducido al francés y al croata. Los nueve cuentos que lo componen, traducidos por Leopoldo Brizuela para la edición argentina, pueden pensarse como la construcción de un canon propio, homenaje a la memoria de nueve escritoras de excepción, como lo fueron Virginia Woolf, Dorothy Parker, Sylvia Plath, Katherine Mansfield, Zelda Fitzgerald, Colette y las tres compatriotas de la autora: Clarice Lispector, Ana Cristina César y Julia da Costa.
Lunardi construye sus relatos tomando un recorte en el tiempo que corresponde al momento primordial en que aquellas escritoras se enfrentan a la muerte: la víspera, denominador común que unifica los textos, para tomar una línea dominante, ya que también es dominante la elección y selección de género y la calidad sostenida de la escritura. Siguiendo el hilo de este contexto, "Ginny", el primer relato, refleja el momento en que Virginia Woolf escribe las cartas dirigidas a su esposo Leonard Woolf y a su hermana Vanessa Bell exponiendo las razones que la impulsarán a dejarse ir como un guijarro más entre las aguas turbulentas del río Ouse ("Escribir ha sido siempre el único medio que encontraba para soportar la vida. Y es también ahora el medio de anunciar el adiós"). Se servirá de una pesada piedra en el bolsillo de su abrigo —elemento sólido, inexpresivo, tozudo—, que le permita por fin acallar las voces interiores que la torturan.
La narración en primera o en tercera persona adopta diferentes puntos de vista; de este modo es Troy, el perro de Dorothy Parker, quien asiste a los momentos finales de su ama, o es Claudine, creada por Colette, inmortal como todo personaje de la literatura, quien, obedeciendo a la íntima vibración que une creadora y creatura, llega a tiempo para acompañar sus últimos minutos: "La muerte no pasa de ser un obstáculo infeliz", explica paciente Colette, responde a sus preguntas. Un lector anónimo a su vez será quien recoja la noticia de la muerte de Sylvia Plath en febrero de 1963, y no sólo la muerte, también rescatará la memoria imborrable de su poesía que alguna vez escuchó en una transmisión radial de la BBC. La literatura siempre pervive, y esta realidad le otorga sentido más allá del obstáculo infeliz aludido.
Dueña de una voz original, decantada y poética, Adriana Lunardi ha escrito un libro que se lee con placer, que evidencia un profundo trabajo con la palabra, revelador del fuerte contraste entre el mundo en sombras que engloban enfermedad, deterioro y muerte, y la siempre vibrante y colorida letra póstuma.
Vísperas construye una patria literaria. Un lugar de pertenencia. No es casual que la narradora de "Clarice", una adolescente que viaja a Río en busca de un padre de quien hasta entonces sólo conoce el nombre, elija visitar el cementerio de Cajú donde se encuentra la tumba de Clarice Lispector, y que cumpliendo un rito iniciático se asuma como familiar y la reconozca su antecesora: "sobre todo había ido allí para otorgarme una filiación, para iniciar la tradición de mi linaje".
Apasionada y reverente como la devota narradora de su relato, Lunardi entreteje así con Clarice una conversación secreta que marca el norte de la rica tradición asumida: "Ella era alguien que me miraba a los ojos y en su mirada estaba el secreto que compartíamos. Un secreto que solo existe por la complicidad de saberlo, como todos los secretos de familia".
Semblanza biográfica y crítica: por Marta Ortiz.Texto:elhuesodelapalabra.blogspot.com.Foto:internet.

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