¿Puede un título torpe torcer un destino de gloria? Para unos escritores es la piedra sobre la que construyen; otros llegan a él de manera tortuosa
Ilustración de Max./elpais.com |
A veces está allí desde el principio y, entonces, funciona como una
guía, como un faro en la niebla, como un antídoto contra la oscuridad.
Pero eso es a veces, sólo a veces.
A veces llega al final, como una epifanía o una calamidad, reclamando
el derecho de bautismo, bajando al reino para decir he aquí el nombre
con que mentarás tu obra: he aquí el nombre de lo que has escrito. Pero
eso es a veces. Sólo a veces. Porque en el camino de un libro hacia su
título —perfecto o no— suelen intervenir la inspiración propia y las
ocurrencias de los amigos, las sugerencias de los colegas y las frases
oídas al pasar, la conversación con una novia y la contemplación
extática de la biblioteca, todo eso durante un periodo —más o menos
agónico— en el que todo puede ser un título en potencia —una marca, el
eslogan de una fábrica de sillas— hasta que un día ese magma caótico se
ordena y el escritor despierta a un mundo en el que, al fin, su obra
comparte, con las demás criaturas de la tierra, eso que todas tienen: un
nombre. Y siente, entonces, algo parecido a la felicidad, porque el
título de un libro no es una sucesión de palabras ingeniosas, sino un
estambre soldado al corazón de una historia de la que ya no podrá volver
a separarse. En busca del tiempo perdido no puede leerse sin sentir, sobre cada una de sus páginas, el influjo triste, decadente y celeste, que emana de su título. Y Guerra y paz no es una frase, sino parte de la patria que ese libro —y ese título— fundaron y habitan.
—El título es un dibujo al carbón de lo que hay dentro —dice Juan Cruz Ruiz, escritor, periodista y editor español al frente de Alfaguara
en los años noventa—. Cuando chicos, rayábamos con lápiz sobre una
moneda hasta que salía la efigie de la moneda en el papel en blanco. A
la mitad ya podías intuir qué salía. Pues el título es como la mínima
parte de un borrador. Por eso Crónica de una muerte anunciada es un gran título: dice de qué va la cosa, pero creando misterio.
—El título tiene que ser un espejo diminuto de lo que es el libro —dice la escritora mexicana Carmen Boullosa—.
No tengo un código para encontrarlo, pero hay un flujo de placer casi
corporal cuando es el título correcto. Casi como encontrarse a un
posible enamorado en un elevador.
—Es importante porque define un universo —dice el escritor argentino Eduardo Berti—.
Es como ponerle nombre a un hijo. Salvo que, en el caso de los hijos,
no suele ser el nombre lo primero que se ve. La gente mira sus ojos, su
sonrisa y, acto seguido, viene la pregunta: ¿cómo se llama? En el caso
del libro, el título suele ser lo primero que se ve.
Un título no hace que un libro se venda, pero hace que el candidato a comprarlo lo levante de la mesa”, dice Divinsky
La editora y crítica colombiana Margarita Valencia dice que los títulos, tal como los conocemos, son cosa del presente.
—En principio, eran una descripción del contenido (la Gramática de Nebrija, la Anatomía de Testut). Después fueron adornándose: El ingenioso hidalgo…
Yo creo que los títulos tal como los conocemos nacieron con la
necesidad de los periódicos del siglo XIX de atraer lectores con
titulares escandalosos. En las últimas décadas el continente ha
reemplazado al contenido, y el título (el escote) es fundamental para
atraer lectores hacia contenidos más bien insustanciales. Creería que un
mal título es el que engaña al lector. Pero toda norma tiene su contra:
Ulises es el título más reconocido de la literatura del siglo
XX. La siguiente Ley de Murphy, entonces, es “todo buen libro tiene un
buen título, aunque sea malo”.
—Es difícil saber si un mal título arruina un libro sin un
experimento controlado —dice la escritora y editora chilena Andrea
Palet, de la editorial independiente Los Libros Que Leo—.
Aunque en algunos casos sí puede tener consecuencias económicas. Hay un
asunto que los españoles a veces olvidan y es el de la lengua. A los
latinoamericanos el “habéis” y el “vosotros” nos suena como de siglos
atrás. Por lo tanto si titulan una novela Habladles de batallas,
ya nos dio sueño. Ese “habladles” nos parece infinitamente lejano. Los
libreros saben que no lo van a vender y no lo piden. Otro caso: Chesil Beach. Es difícil de pronunciar en nuestro idioma, y eso influye en las ventas.
En su despacho de la ciudad de Buenos Aires, Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, dice:
—Un título no hace que un libro se venda, pero hace que el candidato a
comprarlo lo levante de la mesa. Nosotros tuvimos un libro de Bernard
Thomas que se llamaba Jacob. Lo publicamos con ese título y no pasó nada. Le pusimos Un anarquista de la belle epoque, y se agotó. Y otro de Charles Plisnier que se llamaba Falsos pasaportes y fue un desastre. Lo retitulamos como Recuerdos de un agitador, y se agotó.
Pero ¿puede un título torpe torcer un destino de gloria? Cuando el argentino Roberto Arlt le mostró su primera novela al escritor Ricardo Güiraldes, llevaba por título La vida puerca. Güiraldes le sugirió que lo cambiara por El juguete rabioso,
Artl le hizo caso y el libro devino un clásico, portador de uno de esos
títulos que serán, por siempre, más jóvenes que ellos mismos. Tolstói había pensado en Bien está lo que bien acaba para Guerra y paz y Scott Fitzgerald en Trimalchio in West Egg para El gran Gatsby. Juan Carlos Onetti quería llamar La casona a una novela que, por sugerencia de Carmen Balcells, terminó llamándose Cuando ya no importe; y Baudelaire quería llamar Las lesbianas a Las flores del mal. Si es difícil creer que La casona o Las lesbianas —o Trimalchio en West Egg,
o etcétera— hubieran pasado desapercibidas sólo por no llevar el título
que llevan, lo cierto es que, cuando un gran título se encuentra con
una gran obra, algo, en algún rincón del universo, se regocija. Como si
ese encuentro fuera un cañonazo de celebración a los pies de lo que
llaman la posteridad, o la historia.
En su artículo Con título, publicado en la revista chilena Dossier en agosto de 2007, el argentino Rodrigo Fresán
escribía: “El título como lo primero que pienso de un libro (…). El
título como ojo de cerradura en la puerta de una novela. El título como
el viento que llena las velas y empuja a puerto a una colección de
relatos”. La escritora colombiana Laura Restrepo pertenece al grupo de los que sólo pueden escribir si saben cuál es el nombre que nombra lo que escriben.
—El título es al libro lo que el bautismo al cristiano: el nacimiento
a la vida. No tener desde el principio el título de la novela es para
mí señal de que en el fondo no sé de qué va. Suelo estar abierta a las
sugerencias de mi agente y de mis editores, salvo cuando se trata del
título. Cuando fueron a traducir mi novela La novia oscura, los
editores de varios países se negaban a poner la palabra “oscura”, por
considerarla ofensiva. Yo prefería que no la publicaran. Mi
protagonista, una prostituta, era oscura en sentido más figurado que
literal. Y ¿con qué derecho nos decían a nosotros, las gentes de piel
oscura, que era ofensivo hacer alusión al color de nuestra piel? Eso era
basura políticamente correcta, racismo encubierto.
Tolstói pensó en ‘Bien está lo que bien acaba’ para ‘Guerra y paz’ y Onetti, en ‘La casona’ para ‘Cuando ya no importe’
El peruano Fernando Iwasaki, autor de la novela Libro de mal amor, los cuentos de Helarte de amar,
tampoco escribe si no tiene un título, y dice que uno bueno debe
contener “homenaje, humor, doble sentido y efectos secundarios”.
—El título es esencial, aunque no menos que la portada, los
epígrafes, el tipo de letra y la textura del papel. No descarto que
ciertos editores sugieran títulos que mejoren el original propuesto,
pero yo sólo puedo hablar desde la perspectiva de alguien que piensa que
el título es parte de la obra literaria, y no del marketing de la editorial.
—La relación con el título ha sido muy diferente con cada una de mis novelas —dice la española Marta Sanz—. Animales domésticos
surge porque en una conferencia una señora me dijo que ella había
dejado de leer porque, cuanto más leía, aumentaba su sensación de que su
familia se iba transformando en una “absurda pandillita de animales
domésticos”. Su lucidez me hizo ver un título y una historia.
Si para algunos el título es la piedra sobre la que construyen su
obra, otros llegan a él después de una búsqueda tortuosa que quizás
preferirían evitar.
—Me resulta cada vez más difícil poner títulos —dice el escritor
boliviano Rodrigo Hasbún— y lo hago mucho después de haber terminado de
escribir. Suelen salir del texto mismo: una frase suelta o algo que dice
un personaje. Luego termino borrando en el texto esas palabras, las
evidencias del robo.
—Mis títulos aparecen en los sueños —dice la escritora puertorriqueña Mayra Santos-Febres—.
Luego lo voy puliendo. Cuando ya el texto está completo, me doy unas
semanas para leerlo y meditar acerca del título. Luego le doy el
manuscrito a cuatro o cinco lectores, junto a varias opciones de
títulos. Escojo el más adecuado… y la editorial me lo cambia al final.
El combustible que llevó al escritor español Andrés Barba hacia el título de su última novela fue el combustible de la desesperación.
—Hay un momento muy angustioso, cuando estás buscando el título,
donde vas viendo títulos por todas partes. Yo estaba viviendo en Buenos
Aires, pasaban los meses y no encontraba el título. Hubo dos semanas
durante las que llovió mucho y una mañana nos despertamos y mi mujer
dijo: “Mira, ha dejado de llover”. Y yo me dije “Mira, por fin llegó el
título: Ha dejado de llover”. Es una frase común, pero contiene
un escenario y un ambiente, y las historias del libro hablan de un
problema que se termina. Yo creo que el título tiene que generar un
clima, una disposición apropiada para leer ese libro.
A la hora de inspirar, los textos religiosos, la poesía y los grandes clásicos parecen haber sido fuentes nutricias
Aunque algunos títulos podrían parecer antídotos contra lectores —Desgracia, La tentación del fracaso, La náusea—, los editores no los rehúyen, pero sí recelan de los que podrían sonar hostiles. A Mayra Santos-Febres le sugirieron cambiar Nuestra Señora de las Putas por un título más “acogedor”, y quedó Nuestra Señora de la Noche. A Roberto Bolaño le sugirieron que La tormenta de mierda no era buena idea y lo cambió por Los detectives salvajes.
—Una sola vez accedí a cambiar un título —dice Carmen Boullosa—. Los editores de Sexto Piso
me dijeron: “No puedes ponerle equis título porque no vamos a poder
ponerlo en ninguna librería”. Era un libro de relatos que se llamó El fantasma y el poeta. Y pienso que el título que yo quería ponerle era un despropósito: El pedo del poeta.
A la hora de inspirar títulos, los textos religiosos, la poesía y los
grandes clásicos parecen haber sido fuentes nutricias. De allí han
brotado Por quién doblan las campanas, de Hemingway (que proviene de unos versos de John Donne); El sonido y la furia, de Faulkner (que proviene de Macbeth, de Shakespeare); Suave es la noche, de Scott Fitzgerald (que proviene de Oda a un ruiseñor, de John Keats), o Plegarias atendidas, de Truman Capote
(que proviene de una frase de santa Teresa). Pero cuando ni la
inspiración ni la parodia ni los clásicos ni la mística ayudan, quedan
los amigos.
—Me gusta mucho el arte de titular —dice el español Vicente Molina Foix—. En un momento dado se dijo que yo tenía un don para titular, y el novelista Juan García Hortelano inventó lo de la Agencia Molina de Títulos. Títulos de mi agencia que recuerdo: Antifaz, la segunda novela de José María Guelbenzu; Travesía del horizonte, de Javier Marías; Teatro de operaciones, de Martínez Sarrión, y Los restos del naufragio, libro de poemas de Ricardo Franco.
En todos esos casos, excepto en el de Marías, no conocía los textos, y
tan sólo me guiaba por unas indicaciones proporcionadas por los autores.
La agencia la mantengo abierta, atendida por una sola persona, y sus
precios son simbólicos, aunque estoy considerando ofrecer mis servicios a
los grandes grupos editoriales, pues creo que el departamento de
rotulación literaria adolece de falta de inspiración.
En el año 2007, en la revista Dossier, Andrea Palet escribía
una columna —acerca de los títulos— en la que decía: “De todas formas,
el mejor título para un lector dedicado, insaciable, herido y agradecido
será siempre uno solo: Obras completas”.
Me gusta mucho el arte de titular”, dice Molina Foix. “García Hortelano inventó lo de la Agencia Molina de Títulos”
—Hay muchos discursos del fin de la novela, de la muerte del autor —dice la escritora española Mercedes Cebrián—.
Y yo pienso, ¿el título no debería haber muerto, más que todo lo demás?
En las artes visuales a menudo una obra dice “Sin título”. Los artistas
plásticos se han liberado del título. Me llama la atención que en la
literatura no haya habido más rebeldía con el tema. No me parece malo
que haya títulos, pero me sorprende esto de aferrarse tanto a ellos. A
mí también me pasa. Cuando tengo un proyecto, lo tengo que nombrar.
Inscribes a los recién nacidos en el registro, no esperas meses para ver
cómo los nombras.
En una época en que la industria mide sus taquicardias minuto a
minuto —auscultando cuáles son los libros que más venden, qué colores
llaman mejor la atención en las portadas—, el título ha sobrevivido bien
silvestre, librado al azar, a la ocurrencia del autor o de un editor
con criterio.
—No creo que sea extraño que en las editoriales no haya gente dedicada específicamente a titular —dice Elena Ramírez, de Seix Barral España—.
El editor es quien conoce el alma del libro, quien ha estado en
contacto con el autor y sabe cómo hacer que esa alma sea visible. Puede
ser que un departamento para poner títulos sirviera para el libro muy comercialote, pero no en libros de otro tipo.
A Rodrigo Hasbún no le gustan los títulos que evidencian la historia que se va a contar (El coronel no tiene quién le escriba). A Eduardo Berti le gustan los que generan preguntas: “La tercera mentira, de Agota Kristof. ¿Cuál es la mentira? ¿Y por qué es la tercera? ¿Habrá más?”. A Laura Restrepo, los títulos que tienen ojos (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Reflejos en un ojo dorado). Y a Juan Ignacio Boido, editor del suplemento cultural Radar, del periódico argentino Página/12, los que tienen cielos y jardines.
—El jardín de los Finzi-Contini. Voces en el jardín, El cielo protector…
Me parecen increíbles. La primera prueba para saber si un título es
bueno es ver si contiene su propia parodia. Los grandes títulos son como
Atila, queman el camino para cualquiera que quiera seguir sus pasos. Un
buen título es imitable. Un gran título no lo podés tocar. Después de Ulises,
de Joyce, no podés escribir Aquiles. Ya se vuelve Woody Allen, una
parodia. El siglo XX está repleto de títulos muy personales. Vos le
ponés Ulises a un libro y estás hablando con Homero. Pero le ponés Colinas como elefantes blancos
y no querés hablar con nadie: sos un cantautor, estás queriendo decir
lo tuyo. Y en esa línea de títulos de cantautores me parece que El corazón es un cazador solitario
debe ser el mejor del siglo XX. Es de una belleza y una desolación
impresionantes, tiene la palabra cazador y a su vez es contemporáneo y
urbano. Las vírgenes suicidas es precioso, uno de esos títulos
que no sabés si es contemporáneo o de Eurípides. Y me parece un hallazgo
el método que encontró Manuel Puig: Sangre de amor no correspondido,
Boquitas pintadas. Todo tiene dramatismo de diva, todo es una película
de los grandes estudios. Y después está El harpa de hierba, que
es como tocarme la muela que me duele con la lengua. Me da morbo. Roza
una belleza genial y no la atrapa porque su época no se lo permite. Es
como si yo hoy sacara un libro que se llamara El ángel de las alas de oro. No va con la época. Un título dentro de la línea eslogan que me parece genial es American Psycho: supera a Madonna en psicopatía cultural. Es como la ballena blanca de los títulos…
Y así, durante largo rato, con avidez de lector intoxicado, Boido se
sumerge en un río en el que saltan, como peces prodigiosos, los títulos
de todos los tiempos. Y es un río en el que siempre hay más, siempre hay
mejores.
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