Rayuela 50 Aniversario
A 50 años de la publicación de Rayuela, habla Edith Aron, la persona que inspiró el personaje de la Maga y viajó en el mismo barco, el Conte Biancamano, que llevó a Cortázar por primera vez a París
Joven autor. Una imagen poco vista de Cortázar, del mismo año que publicó su monumental novela. / Revista Ñ |
Edith Aron nació en el Sarre, en la frontera alemana con Francia, en
1927. De origen judío, emigró con su madre a Buenos Aires, cuando era
una niña y sus padres se separaron. Pasada la Segunda Guerra Mundial,
decidió volver a visitar a su padre, que se había salvado de la
persecución nazi. Era 1950 y viajaba en el mismo barco, en el Conte
Biancamano, que llevaría a Cortázar por primera vez a París. Nos atiende
en su pequeño piso de Londres, donde vive envuelta de libros y
recuerdos. Tocamos el timbre y nos abre su hija. Edith Aron está
escuchando jazz y sigue el ritmo silbando. Es octogenaria pero en todo
momento se arregla el pelo y se pinta los labios. Pasamos dos días
hablando de París, de Cortázar y del azar. La siguiente transcripción es
un resumen del encuentro.
-¿Cuándo vio por primera vez a Julio Cortázar?
-En la oficina de cambio del barco.
-¿Se fijó en él?
-Sí, era un hombre alto, delgado, joven. Oí cómo hablaba con acento argentino, pero no pronunciaba bien la erre.
-¿Después, durante el trayecto, lo volvió a ver?
-Se sentaba en la misma mesa que una chica que iba en mi camarote. Ella me invitó a incorporarme, pero preferí quedarme en mi mesa. Por respeto al camarero que nos servía, que se jubilaba tras aquel viaje. Después lo vi en el salón de tercera clase, donde tocaba el piano a cuatro manos con otro chico.
-¿Y no hablaron entonces?
-No. Yo me bajé en Cannes y el barco continuó hacia Génova.
-Más tarde, tal y como relata la novela, se encontraban por azar en las calles de París.
-Sí, recuerdo vernos por casualidad tres veces. La primera yo estaba en una librería en el Boulevard Saint-Germain. Él estaba mirando el escaparate y me acordé enseguida. Es difícil olvidar una cara si has estado más de dos semanas en el mismo barco.
-Pero esa vez tampoco intercambiaron ninguna palabra.
-No, fue la segunda vez. Yo había ido a ver al cine Jeanne d'Arc, con una conocida. Al girarme, Cortázar estaba sentado justo detrás. Allí sí que hablamos, pero poco...
-Hasta que se vieron en las inmediaciones de los Jardines de Luxemburgo.
-Exacto. También por azar. Tomamos un café cerca y nos dimos cuenta que teníamos algunos amigos argentinos en común que vivían en París. Eran Sergio Castro, un joven pintor alumno de Torres García, y la escultora Alicia Penalba.
-¿Y qué hacía allí Cortázar?
-Había trabajado de traductor y se había podido costear el viaje y, antes, de profesor de literatura en escuelas del interior de Argentina. Me contaba que allí había tenido mucho tiempo para leer. En verano se fue a la Argentina, pero al año siguiente obtuvo una beca y volvió a París. Me escribió para volver a vernos.
-¿Usted le admiraba?
-Sí, claro. Era muy inteligente. Tenía 35 años. No tenía título universitario, pero parecía que lo sabía todo... incluso llevaba unos anteojos de vidrio sin necesitar gafas, para hacerse aún más el intelectual. Luego, su mujer, Aurora Bernárdez, se los hizo quitar. De alguna manera, era mi profesor. Y él sabía muy bien que llegaría a ser conocido.
-¿Le hablaba sobre lo que escribía?
-Me dio un poema llamado "Los días entre paréntesis" que hablaba del viaje en barco. Después, más adelante, paseábamos con bicicleta. Una día fuimos al Jardín des Plantes, y descubrimos esos peces tan extraños..., los axolotl. Escribió un cuento sobre ellos. También recuerdo que fuimos hasta el Parc des Sceaux y, recostados bajo un árbol, me leyó el cuento Final de juego. Me emocioné tanto que no paraba de llorar y, al verme así, él se emocionó.
-¿Se amaban?
-Entonces no éramos conscientes. Era un amor tan puro que aún lo recuerdo. Yo tenía mucho miedo al amor verdadero, supongo que era demasiado joven (23 años)... Cortázar alquiló un piso y me invitó a vivir con él... pero no me atreví. Quería dedicarme a estudiar.
-Luego se casó con Aurora Bernárdez.
-Ella llegó de Buenos Aires. Se admiraban mutuamente. Pasaron la Navidad juntos y se decidió por ella... Luego los fui a visitar varias veces. Es una mujer encantadora. Sólo fue al perderlo cuando me di cuenta de lo que sentía en realidad por él.
-¿Algunas de las escenas de la novela ocurrieron de verdad?
-Yo tenía un poco de complejo. Todo el tiempo Cortázar y De Castro hablaban sobre cosas que yo no entendía... y, como no podía intervenir en la conversación, pues pedía una ración de papas fritas... (ríe) La historia del entierro del paraguas también es cierta. Yo era una chica inocente y simple, alta y con la cintura delgada, como en la novela, y con los ojos bonitos (eso me decían)... y sí, fumaba Gitanes... pero no llevaba los zapatos rotos, ni iba despeinada. Una vez le dije que no sabía cocinar bien...
-¿Rocamadour no existía?
-No, yo no tenía ningún hijo. Él dijo que se trataba del amor por la Maga y, cuando se acaba, el niño muere.
-¿Le habló del surrealismo?
-Él me decía que había que poner poesía en la vida de la gente. Y escribió esa frase en algunos papeles que fue colocando en las puertas de las casas... Y, cuando nos encontrábamos por casualidad, me explicaba que los surrealistas le daban mucha importancia a esos encuentros, al azar...
-¿Cómo se enteró de la publicación de Rayuela?
-Cortázar, algunos años después de nuestra relación en París, me dijo que tenía ganas de escribir un libro mágico. Me envío un ejemplar, pero la dedicatoria me molestó mucho y la arranqué... decía algo así como que yo era un fantasma que lo perseguía por la Argentina... La lectura me causó mucha impresión.
-Usted parece tener una relación de amor-odio con el libro.
-Sí, porque Cortázar me traicionó. Me causó mucho daño. Yo traducía sus cuentos al alemán y de repente me dejaron de encargar sus traducciones. Muchos años después, al editarse las cartas entre él y su editor Paco Porrúa, entendí qué había pasado. Él me vetó, dijo que no estaba preparada. Me perjudicó mucho profesionalmente. Yo no soy la Maga. He escrito dos libros, he trabajado muchos años de traductora y de profesora. Hablo español, francés, alemán e inglés... Me confundió, al final, con el personaje. Aún me duele al recordarlo. No lo entiendo...
-¿Cuándo vio por primera vez a Julio Cortázar?
-En la oficina de cambio del barco.
-¿Se fijó en él?
-Sí, era un hombre alto, delgado, joven. Oí cómo hablaba con acento argentino, pero no pronunciaba bien la erre.
-¿Después, durante el trayecto, lo volvió a ver?
-Se sentaba en la misma mesa que una chica que iba en mi camarote. Ella me invitó a incorporarme, pero preferí quedarme en mi mesa. Por respeto al camarero que nos servía, que se jubilaba tras aquel viaje. Después lo vi en el salón de tercera clase, donde tocaba el piano a cuatro manos con otro chico.
-¿Y no hablaron entonces?
-No. Yo me bajé en Cannes y el barco continuó hacia Génova.
-Más tarde, tal y como relata la novela, se encontraban por azar en las calles de París.
-Sí, recuerdo vernos por casualidad tres veces. La primera yo estaba en una librería en el Boulevard Saint-Germain. Él estaba mirando el escaparate y me acordé enseguida. Es difícil olvidar una cara si has estado más de dos semanas en el mismo barco.
-Pero esa vez tampoco intercambiaron ninguna palabra.
-No, fue la segunda vez. Yo había ido a ver al cine Jeanne d'Arc, con una conocida. Al girarme, Cortázar estaba sentado justo detrás. Allí sí que hablamos, pero poco...
-Hasta que se vieron en las inmediaciones de los Jardines de Luxemburgo.
-Exacto. También por azar. Tomamos un café cerca y nos dimos cuenta que teníamos algunos amigos argentinos en común que vivían en París. Eran Sergio Castro, un joven pintor alumno de Torres García, y la escultora Alicia Penalba.
-¿Y qué hacía allí Cortázar?
-Había trabajado de traductor y se había podido costear el viaje y, antes, de profesor de literatura en escuelas del interior de Argentina. Me contaba que allí había tenido mucho tiempo para leer. En verano se fue a la Argentina, pero al año siguiente obtuvo una beca y volvió a París. Me escribió para volver a vernos.
-¿Usted le admiraba?
-Sí, claro. Era muy inteligente. Tenía 35 años. No tenía título universitario, pero parecía que lo sabía todo... incluso llevaba unos anteojos de vidrio sin necesitar gafas, para hacerse aún más el intelectual. Luego, su mujer, Aurora Bernárdez, se los hizo quitar. De alguna manera, era mi profesor. Y él sabía muy bien que llegaría a ser conocido.
-¿Le hablaba sobre lo que escribía?
-Me dio un poema llamado "Los días entre paréntesis" que hablaba del viaje en barco. Después, más adelante, paseábamos con bicicleta. Una día fuimos al Jardín des Plantes, y descubrimos esos peces tan extraños..., los axolotl. Escribió un cuento sobre ellos. También recuerdo que fuimos hasta el Parc des Sceaux y, recostados bajo un árbol, me leyó el cuento Final de juego. Me emocioné tanto que no paraba de llorar y, al verme así, él se emocionó.
-¿Se amaban?
-Entonces no éramos conscientes. Era un amor tan puro que aún lo recuerdo. Yo tenía mucho miedo al amor verdadero, supongo que era demasiado joven (23 años)... Cortázar alquiló un piso y me invitó a vivir con él... pero no me atreví. Quería dedicarme a estudiar.
-Luego se casó con Aurora Bernárdez.
-Ella llegó de Buenos Aires. Se admiraban mutuamente. Pasaron la Navidad juntos y se decidió por ella... Luego los fui a visitar varias veces. Es una mujer encantadora. Sólo fue al perderlo cuando me di cuenta de lo que sentía en realidad por él.
-¿Algunas de las escenas de la novela ocurrieron de verdad?
-Yo tenía un poco de complejo. Todo el tiempo Cortázar y De Castro hablaban sobre cosas que yo no entendía... y, como no podía intervenir en la conversación, pues pedía una ración de papas fritas... (ríe) La historia del entierro del paraguas también es cierta. Yo era una chica inocente y simple, alta y con la cintura delgada, como en la novela, y con los ojos bonitos (eso me decían)... y sí, fumaba Gitanes... pero no llevaba los zapatos rotos, ni iba despeinada. Una vez le dije que no sabía cocinar bien...
-¿Rocamadour no existía?
-No, yo no tenía ningún hijo. Él dijo que se trataba del amor por la Maga y, cuando se acaba, el niño muere.
-¿Le habló del surrealismo?
-Él me decía que había que poner poesía en la vida de la gente. Y escribió esa frase en algunos papeles que fue colocando en las puertas de las casas... Y, cuando nos encontrábamos por casualidad, me explicaba que los surrealistas le daban mucha importancia a esos encuentros, al azar...
-¿Cómo se enteró de la publicación de Rayuela?
-Cortázar, algunos años después de nuestra relación en París, me dijo que tenía ganas de escribir un libro mágico. Me envío un ejemplar, pero la dedicatoria me molestó mucho y la arranqué... decía algo así como que yo era un fantasma que lo perseguía por la Argentina... La lectura me causó mucha impresión.
-Usted parece tener una relación de amor-odio con el libro.
-Sí, porque Cortázar me traicionó. Me causó mucho daño. Yo traducía sus cuentos al alemán y de repente me dejaron de encargar sus traducciones. Muchos años después, al editarse las cartas entre él y su editor Paco Porrúa, entendí qué había pasado. Él me vetó, dijo que no estaba preparada. Me perjudicó mucho profesionalmente. Yo no soy la Maga. He escrito dos libros, he trabajado muchos años de traductora y de profesora. Hablo español, francés, alemán e inglés... Me confundió, al final, con el personaje. Aún me duele al recordarlo. No lo entiendo...
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