Un episodio ocurrido en un subterráneo porteño le recuerda al autor de este artículo el cuento La otra muerte. A partir de ese hecho, reflexiona sobre la disolución momentánea de la propia subjetividad que acecha a todo lector dispuesto a entregarse de lleno al mundo de la literatura
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En uno de los subtes de Buenos Aires hay un hombre
vestido completamente de marrón: lleva zapatos marrones, pantalones de
un marrón oscuro, un buzo marrón. Es mayor; su pelo es negro y blanco y
gris. El buzo marrón tiene letras grandes (de felpa) cosidas sobre el
pecho. Esas letras (marrones) forman, en inglés, la expresión I AM REAL.
El tren se detiene (estación Callao) y me acerco un
poco. Le pregunto por la frase cosida sobre su pecho. Y el hombre
vestido de marrón, muy amable, dice que no, que el buzo no es suyo e,
indicando a la mujer sentada delante de nosotros (los dos estamos
parados), dice que el buzo pertenece a la madre de ella, su novia.
"Me lo puse nomás", dice, imitando el gesto de ponérselo. Ahora está sonriendo y dice, indicando las letras con la mano, " I am here, I am real. I am really real
. Pero por accidente. Es de la madre de mi mujer, me lo prestó, no es
mío". Casi ríe. En ese momento las puertas se abren (estación 9 de
Julio) y todos nos bajamos del tren.
Horas después, caminando por la esquina de Corrientes y
Carlos Pellegrini sentí una vibración que podría haber sido mi teléfono
en un bolsillo. Pero no era un teléfono; era un tren lleno de gente,
que volaba debajo de la acera.
La llamada telefónica, en fin, se convirtió en muy otra
cosa. Y era difícil no detenerse y sentir el paso del tren, su
trayecto, abajo, hasta que la estela de vibraciones desapareció. Era una
llamada, en cierto modo, que anunció (sin querer) la existencia
sumamente real de todas las personas sentadas y paradas en el tren
subterráneo. La frase cosida sobre el pecho de aquel hombre se había
multiplicado hasta que cada pasajero del tren percibido-pero-no-visto
comunicó su realidad enfáticamente: las palabras de felpa, diseminadas
en el mundo, en mi cerebro, se habían liberado del buzo marrón para
hacer que el suelo temblara.
Pienso ahora en el buzo vacío, tirado al suelo: las
palabras se quedan, obviamente, sin el cuerpo que antes las legitimaba y
les daba su sentido. Pero la frase cambia de sentido sin cuerpo porque,
¿quién pronuncia estas palabras? Es como un cuento, ese buzo vacío.
Tiene narrador, tiene protagonista y carece de vida propia...
Es cierto que las palabras no eran suyas, que fueron
prestadas. Pero si alguien se las prestó, yo se las robé para repetirlas
aquí pensando, oblicuamente, en un cuento de Jorge Luis Borges donde la
ruptura, el corte abrupto, la falta de coherencia crean espacio para
que la imaginación del lector entre y trabaje.
Afuera, nieva en Lowell, Massachusetts. El cielo es de
un blanco gris y brillante y, entre la pared de ladrillos de mi
departamento y la pared de ladrillos que está en frente se pueden ver
copos ligeros de nieve llevados en distintas direcciones, lentamente, de
izquierda a derecha, de arriba abajo. Es la primera nevada del año.
Ayer hablé con un grupo pequeño en la Universidad de Massachusetts
Lowell sobre un cuento que se llama "La otra muerte".
En ese cuento, el narrador de Borges sugiere que el
protagonista realmente existió, con otro nombre, en la historia
cotidiana. Ese hombre vivió una vida llena de pena, de vergüenza, por
haber huido de la batalla de Masoller en 1904. Por un milagro, en el
momento de morir, es transportado precisamente a esa batalla, donde
puede morir como un héroe. Y así es recordado por nuestra historia. Todo
esto resulta perfecto para él (se muere feliz el hombre), pero para los
que lo conocían en la porción eliminada de su vida es bastante trágico:
cada experiencia que incluye a ese hombre después del año 1904
desaparece, llevándose con ella algo de la vida de algunos de sus
compañeros. Su vecino más cercano, que lo vio morir, deja de vivir por
haber compartido demasiado con un hombre inexistente.
El pseudónimo del protagonista es creado para proteger
al lector de esa muerte. Porque si tienes la suerte de descubrir la
identidad verdadera de ese hombre (conocido hoy como un héroe que murió
en la batalla de Masoller), el cuento insinúa que es posible, aun
probable, que desaparezcas también, que mueras para que el universo siga
sin testigos de su incoherencia.
(Los copos de nieve llevados por el viento son como
fragmentos de corcho blanco flotando sobre el agua de un río; la nieve
hace que el viento sea, por el momento, visible. Se pueden ver esas
fuerzas invisibles, las espirales perezosas de viento y nieve que
serpentean al otro lado de mi ventana empujando, ligeramente, contra la
pared de ladrillos.)
Así como el hombre con el buzo marrón proclamó su
realidad con palabras de felpa en el pecho, este personaje llega al
lector con el mensaje -igualmente enfático y textual- de que es un ser
artificial, que no existe. Su falta de realidad nos protege de lo
irracional, presentándolo como un mero cuento, un problema textual.
Pero la persona que decide correr el riesgo de
descubrir la identidad verdadera del protagonista rechaza esa
protección. Encuentra, tal vez, una medalla funeraria de un héroe de
Masoller y piensa que es ése el hombre real. Y, por un instante
brevísimo, teme la muerte al ver la cara del héroe, pensando en la vida
de penas y vergüenza que, según el cuento, posibilitó ese momento de
heroísmo. Al pensar en la posibilidad de su muerte, diría que ese lector
se convierte en un personaje de ficción perdido momentáneamente en el
mundo real. Es ésa la muerte que me interesa: la muerte del yo cotidiano
condicionada por un cuento. Me pregunto si una forma de esa muerte es
necesaria, siempre, para adentrarse realmente en el espacio literario.
(La luz ha cambiado; es ahora un gris rosado y la nieve empieza a ser más pesada, empieza a caer verticalmente.)
Sé que la muerte que Borges hace posible no pertenece
exclusivamente al contexto literario. Puede ocurrir aquí, en el mundo.
Es posible que nos conquiste y libere mientras estamos sentados a
nuestras mesas, mientras leemos el diario y jugamos con la posibilidad
de ser realmente una corriente de aire o una pared de ladrillos o un
copo de nieve que entiende la gravedad como nosotros entendemos el
tiempo.
Se pueden ver unas sombras grises en la nieve. Estas
sombras son huellas dejadas por alguien que andaba a pie, hace poco, en
la dirección contraria de mi tren. (Este tren a Lowell, Massachusetts,
ha parado, casi nadie habla. Muchos, como yo, miran por las ventanas.)
La luz fuerte de la madrugada casi oscurece las
huellas. Y parece que son dos series de huellas entrelazadas: las de una
persona y las de un perro.
Estas huellas pertenecen a una persona real y a un
perro real. Sus formas admiten la posibilidad de una mujer alta llevando
ropa demasiado grande, un hombre viejo con una campera roja y azul, una
niña con una chaqueta rosada, un perro blanco con pelo largo, un perro
negro y delgado, un perro con una cara bravísima, un perro feliz con su
lengua en el aire, intentando olfatear a otros perros pero sólo
percibiendo indicios del humo de los trenes y la nieve y la grava.
Pero si bien las huellas son todos esos perros posibles
y todas esas personas posibles, son, también, vacíos: contornos que
corresponden a huellas apuradamente registradas que se mueven en la
dirección opuesta a la de un tren, un tren que, al empezar a moverse,
seguía las huellas hasta que desaparecieran entre los arbustos negros.
Es posible llenar las huellas con seres imaginados o dejarlas abiertas,
verlas como las palabras de esta frase que, vistas individualmente,
carecen de sentidos tan fijos.
En casa sigo percibiendo sólo fragmentos, rastros. Veo
un par de manos pero no la persona a quien pertenecen. Veo un bol
cerámico que dentro de su forma blanca tiene un poco de arroz blanco;
veo un vaso de leche a medio tomar. Siento el peso de las piernas debajo
de la mesa y cierta tensión en la espalda. Hay palabras que se forman
delante de mí en la pantalla de la computadora. Estos indicios, juntos,
sugieren la presencia de una persona y son también huellas.
Y esa persona, como antes, es casi invisible. Sus
contornos son oscilantes, borrosos. La evidencia no sugiere la presencia
de una chaqueta rosada o de un perro cercano de cualquier variedad
pero, con esas muy pocas excepciones, las posibilidades me parecen
numerosas, abundantes.
¿Es prestado este cuerpo? Me imagino que sí. Con la
ayuda de cuentos y buzos anuncia su realidad y su ficcionalidad con cada
paso. Te digo: I am real . Y te digo: Soy tu invención, un
personaje, un narrador artificial hecho de palabras leídas lentamente,
de izquierda a derecha, de arriba abajo. Como cae la nieve.
Estoy seguro, por lo menos, de que estas palabras son y
no son mías: como garzas volando de un lago, dejan cada lugar que las
aloja
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