13.6.13

¿Para qué sirve el editor?

Voy a seguir el consejo del maestro Sanín Cano: la crítica debe ser afectuosa. La culpa no es del autor. Yo estoy de su lado, lo considero uno de los míos. El editor tiene un oficio que cumplir y en este caso no lo ha hecho

Portada El naufragio del Imperio, de Juan Esteban Constaín./elmalpensante.com
La aparición reciente de un número inusitado de novelas históricas en Colombia nos pone a pensar en si se trata del despunte de una tradición o en su afirmación. La novela histórica tradicional suele anclarse lejos en el pasado, donde lo único en común que el lector tiene con su propio tiempo es el ser humano. Pero si los recuerdos son historia, casi toda novela es histórica. Llamamos histórica, por comodidad, a la que nos pone en contacto con personajes e instituciones que ya no existen.
El auge de la novela histórica en Colombia no es de hoy, sino del último cuarto de siglo. La primera y casi única del siglo XIX fue Don Álvaro de José Caicedo y Rojas. Luego habría que esperar hasta la segunda década del siglo XX para encontrar las novelas cortas de Emilio Cuervo Márquez, hoy por completo olvidadas. En adelante, hasta los ochenta, se cuentan con los dedos de la mano. Pero a partir de 1985 más o menos y durante los noventa, se escribió en el país una buena cantidad de ellas, y de gran calidad. El mal momento editorial y la postración económica de entonces las ocultó al público. Autores como Germán Espinosa, Andrés Hoyos o Próspero Morales Pradilla se habían internado en épocas coloniales y en el período de la Emancipación, con resultados que aún hoy no han sido debidamente juzgados (creo que lo de Espinosa fue sobrevalorado y que su mejor novela, aunque él nunca lo supo, fue Sinfonía desde el Nuevo Mundo, que estaba destinada a ser una telenovela, así como lo de Morales Pradilla fue trivializado y subvalorado al amparo de otra telenovela).
No fue sino a partir de la recuperación financiera del país y de la publicación, a fines de la década, de Perder es cuestión de método de Santiago Gamboa y de Rosario Tijeras de Jorge Franco (que a su modo era también histórica), que se disparó el consumo de novela en Colombia y, por ende, de novela histórica. Lo demás, ya lo sabemos. La nueva generación trajo sus propios novelistas históricos, algunos tan profundamente especializados en el género como Enrique Serrano y, ahora, Juan Esteban Constaín.
Quiero reivindicar la novela culta, tan de capa caída por simple falta de lectores que no tienen la formación necesaria para entrar en ella. Sé muy bien que cuando nos pasamos de cultos nadie nos lee. Entré pues con entusiasmo en El naufragio del Imperio. La escena inicial recuerda a Géricault. Las referencias clásicas tempranas, Catulo el perro, Ariosto el barco, todo eso está muy bien y resulta refrescante. El de Constaín se anuncia como un libro muy sabio y con ecos mitológicos. El relato va acompañado de ilustraciones con leyendas tomadas del texto, como las que se veían en los libros de antaño.
Muy diferente sería esta reseña si el editor de este libro hubiera tenido más cuidado. Poco a poco aparecen algunos errores en principio apenas tipográficos: Boulounge (dos veces) por Boulogne, Malmason por Malmaison (empiezo ya a sospechar que el editor no solamente no tiene la menor idea del tema sino que probablemente corrigió lo que en el original estaba bien). También intuyo problemas de un género casi desconocido para los editores: el manejo de los silencios. Las sangrías que abre el escritor a veces para cambiar de tema, para dejar respirar el relato, son interpretadas como un desperdicio de centímetros que a la larga se convertirán en una página de más, luego, en un mayor costo.
Todo va bien hasta el capítulo séptimo, que narra el encuentro de Gerardo Bermeo, el protagonista granadino, con Bonaparte. No doy crédito a lo que estoy leyendo. El episodio no solamente es débil sino descalificador. Resulta que un prisionero cualquiera, un aparecido neogranadino, recibe permiso en las puertas de Moscú para entrar en la tienda de Napoleón (primer error), para conversar con él acerca de La Bruyère (segundo error, muy grave) y para espetarle en la cara: «Pero usted mismo, majestad imperial, se lo buscó» (¿me estará tomando el pelo el narrador?). No solamente el corso invita a Bermeo a su tienda y se deja decir mil impertinencias, sino que le permite al granadino que le cuente toda su vida, lo mismo que a los lectores, antes de nombrarlo duque, de convertirlo en su heredero (!), conferirle la mitad de su tesoro privado y de ponerlo, para mayor seguridad, en manos de su hombre de mayor confianza: Stendhal. ¡Casi nada! Durante todo este capítulo sentí aquello que llaman «pena ajena». Ni Alejandro Dumas, cuando pagaba a los negros que le escribían sus novelas, se atrevió a tanto. Ni el mismo Eugenio Sue tuvo tal osadía. Lo peor es que el episodio es gratuito y se podía obviar sin hacer mucho daño a la estructura de la novela. Este capítulo me dejó en una mezcla entre perplejidad y desconcierto. Desde ese momento quedé herido de muerte, la novela se volvió una novela infantil y para mí perdió el interés que había concitado al principio. Si la terminé, fue por puro rigor profesional.
Voy a seguir el consejo del maestro Sanín Cano: la crítica debe ser afectuosa. La culpa no es del autor. Yo estoy de su lado, lo considero uno de los míos. El editor tiene un oficio que cumplir y en este caso no lo ha hecho. Si yo hubiera sido el editor le habría dicho: «Señor Constaín: usted tiene mucho talento. Escribió un libro de relatos históricos que me gustó mucho. Creo que va por el buen camino, aunque todavía balbucee en ocasiones. Eso nos pasa a todos. Hasta el buen Homero a veces dormita, como bien dice Horacio, para quedarnos en las referencias latinas que tanto le gustan a usted. Sabe escribir, pero no puedo dejarle pasar un error tan burdo. Su escritura es aún mucho más madura que sus ideas. El capítulo siete es un infarto en su novela. Quite todas esas zarandajas sobre el encuentro de su héroe con Napoleón y le publico su novela. No le pido que su relato sea verosímil, sólo que sea interesante. Pero, eso sí, nunca ridículo. Y ese capítulo séptimo lo es. ¿Que no lo quiere quitar? ¿Que considera que es imprescindible para el desarrollo de la historia? Entonces le doy una idea: conviértalo en un sueño delirante del protagonista... Mire usted lo que hace su admirado Pérez Reverte en circunstancia análoga a la que usted describe. En La sombra del águila, libro al cual el suyo rinde un homenaje explícito, un soldado español tiene a tiro de pistola a Bonaparte y ¿qué hace? Se pone muy divertido a imaginar lo que ocurriría si le soltara un pistoletazo al “Petit Cabrón”: “¿Qué dirían los libros de Historia?... Napoleón Bonaparte, nacido en Córcega, muerto en las murallas del Kremlin por un capitán español. Véase Capitán García... Y en la letra G: García, Roque. Capitán de infantería. Mató a Napoleón de un pistoletazo en las murallas del Kremlin. Eso aceleró la liberación de España, pero García no estaba allí para disfrutar del asunto. Juzgado sumariamente por un tribunal militar francés, fue fusilado al amanecer...”.
»Está claro que a usted se le dan dos higas la verosimilitud y la verdad histórica. Su novela, nos queda claro, no pretende narrar lo que ha podido pasar, sino lo que usted hubiera querido que pasara. Y eso me parece una virtud. “Napoleónico” se ha convertido en sinónimo de desmesurado. Su novela es napoleónica, sin duda. Pero la desmesura también tiene sus reglas, señor Constaín. Hacer partícipes de la historia a las grandes figuras de una época puede resultar maravilloso o pueril. No se puede pasar de Napoleón a Rocambole y al barón de Münch­hausen por obra y gracia del verbo. O sí se puede –en literatura nada está prohibido pero nada, tampoco, se queda sin su debido castigo– y usted tendrá entonces que acarrear con las consecuencias: la molestia y el rechazo de sus lectores que no le van a creer nada más de su libro. Claro, es posible que todo el capítulo sea una gigantesca parábola, o que se trate de una parodia del Cándido o de El ingenuo de Voltaire. Lo creeríamos si el tono del resto del libro fuera el mismo y supiéramos que usted nos está tomando el pelo todo el tiempo».
Como lector, no logré recuperarme del golpe propinado por el capítulo siete. Tengo que confesarlo: ya la lectura dejó de ser imparcial. En adelante, estos confabulados granadinos, cuya misión y argumento de la novela es secuestrar a Napoleón de manos de los ingleses y llevárselo a gobernar a la Nueva Granada, se comportaron como revoltosos que no hacen más que decir impertinencias delante de Talleyrand o de Chateaubriand, a quienes además estafan, los carean, les imponen discursos, como si nada, y conspiran hasta con la propia madre de Napoleón. En otro episodio, el corso le otorga permiso a uno de los granadinos impertinentes para matarlo si lo derrota en una partida de ajedrez.
El gran defecto de esta novela está en el manejo de los encuentros de sus personajes con las celebridades de la época. Se encuentran con ellos a la vuelta de cualquier esquina, se cartean con Bonaparte en Santa Helena y hasta conversan con él. Parece que nadie lo vigilara. Los soldados ingleses son tan ineptos como los soldados alemanes de las películas de Hollywood.
Lo escrito, escrito está, pero no todo indeleblemente, como dice María Zambrano. ¿Es posible devolverse y desfacer el entuerto? No sería Constaín, aún muy joven, el primero que revisase sus obras el día que sea famoso. Porque el libro tiene pasajes muy notables y amerita, aunque parezca un chiste, una reedición. Es una lástima que por cuenta de su editor no nos haya quedado espacio para hablar de ellos.

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