Voy a seguir el consejo del maestro Sanín Cano: la crítica debe ser afectuosa. La culpa no es del autor. Yo estoy de su lado, lo considero uno de los míos. El editor tiene un oficio que cumplir y en este caso no lo ha hecho
Portada El naufragio del Imperio, de Juan Esteban Constaín./elmalpensante.com |
La aparición reciente de un número inusitado de novelas
históricas en Colombia nos pone a pensar en si se trata del despunte de
una tradición o en su afirmación. La novela histórica tradicional suele
anclarse lejos en el pasado, donde lo único en común que el lector tiene
con su propio tiempo es el ser humano. Pero si los recuerdos son
historia, casi toda novela es histórica. Llamamos histórica, por
comodidad, a la que nos pone en contacto con personajes e instituciones
que ya no existen.
El auge de la novela histórica en Colombia no es de hoy, sino del
último cuarto de siglo. La primera y casi única del siglo XIX fue Don Álvaro
de José Caicedo y Rojas. Luego habría que esperar hasta la segunda
década del siglo XX para encontrar las novelas cortas de Emilio Cuervo
Márquez, hoy por completo olvidadas. En adelante, hasta los ochenta, se
cuentan con los dedos de la mano. Pero a partir de 1985 más o menos y
durante los noventa, se escribió en el país una buena cantidad de ellas,
y de gran calidad. El mal momento editorial y la postración económica
de entonces las ocultó al público. Autores como Germán Espinosa, Andrés
Hoyos o Próspero Morales Pradilla se habían internado en épocas
coloniales y en el período de la Emancipación, con resultados que aún
hoy no han sido debidamente juzgados (creo que lo de Espinosa fue
sobrevalorado y que su mejor novela, aunque él nunca lo supo, fue Sinfonía desde el Nuevo Mundo,
que estaba destinada a ser una telenovela, así como lo de Morales
Pradilla fue trivializado y subvalorado al amparo de otra telenovela).
No fue sino a partir de la recuperación financiera del país y de la publicación, a fines de la década, de Perder es cuestión de método de Santiago Gamboa y de Rosario Tijeras
de Jorge Franco (que a su modo era también histórica), que se disparó
el consumo de novela en Colombia y, por ende, de novela histórica. Lo
demás, ya lo sabemos. La nueva generación trajo sus propios novelistas
históricos, algunos tan profundamente especializados en el género como
Enrique Serrano y, ahora, Juan Esteban Constaín.
Quiero reivindicar la novela culta, tan de capa caída por
simple falta de lectores que no tienen la formación necesaria para
entrar en ella. Sé muy bien que cuando nos pasamos de cultos nadie nos
lee. Entré pues con entusiasmo en El naufragio del Imperio. La escena inicial recuerda a Géricault. Las referencias clásicas tempranas, Catulo el perro, Ariosto
el barco, todo eso está muy bien y resulta refrescante. El de Constaín
se anuncia como un libro muy sabio y con ecos mitológicos. El relato va
acompañado de ilustraciones con leyendas tomadas del texto, como las que
se veían en los libros de antaño.
Muy diferente sería esta reseña si el editor de este libro hubiera
tenido más cuidado. Poco a poco aparecen algunos errores en principio
apenas tipográficos: Boulounge (dos veces) por Boulogne, Malmason por Malmaison
(empiezo ya a sospechar que el editor no solamente no tiene la menor
idea del tema sino que probablemente corrigió lo que en el original
estaba bien). También intuyo problemas de un género casi desconocido
para los editores: el manejo de los silencios. Las sangrías que abre el
escritor a veces para cambiar de tema, para dejar respirar el relato,
son interpretadas como un desperdicio de centímetros que a la larga se
convertirán en una página de más, luego, en un mayor costo.
Todo va bien hasta el capítulo séptimo, que narra el encuentro de
Gerardo Bermeo, el protagonista granadino, con Bonaparte. No doy crédito
a lo que estoy leyendo. El episodio no solamente es débil sino
descalificador. Resulta que un prisionero cualquiera, un aparecido
neogranadino, recibe permiso en las puertas de Moscú para entrar en la
tienda de Napoleón (primer error), para conversar con él acerca de La
Bruyère (segundo error, muy grave) y para espetarle en la cara: «Pero
usted mismo, majestad imperial, se lo buscó» (¿me estará tomando el pelo
el narrador?). No solamente el corso invita a Bermeo a su tienda y se
deja decir mil impertinencias, sino que le permite al granadino que le
cuente toda su vida, lo mismo que a los lectores, antes de nombrarlo
duque, de convertirlo en su heredero (!), conferirle la mitad de su
tesoro privado y de ponerlo, para mayor seguridad, en manos de su hombre
de mayor confianza: Stendhal. ¡Casi nada! Durante todo este capítulo
sentí aquello que llaman «pena ajena». Ni Alejandro Dumas, cuando pagaba
a los negros que le escribían sus novelas, se atrevió a tanto.
Ni el mismo Eugenio Sue tuvo tal osadía. Lo peor es que el episodio es
gratuito y se podía obviar sin hacer mucho daño a la estructura de la
novela. Este capítulo me dejó en una mezcla entre perplejidad y
desconcierto. Desde ese momento quedé herido de muerte, la novela se
volvió una novela infantil y para mí perdió el interés que había
concitado al principio. Si la terminé, fue por puro rigor profesional.
Voy a seguir el consejo del maestro Sanín Cano: la crítica
debe ser afectuosa. La culpa no es del autor. Yo estoy de su lado, lo
considero uno de los míos. El editor tiene un oficio que cumplir y en
este caso no lo ha hecho. Si yo hubiera sido el editor le habría dicho:
«Señor Constaín: usted tiene mucho talento. Escribió un libro de relatos
históricos que me gustó mucho. Creo que va por el buen camino, aunque
todavía balbucee en ocasiones. Eso nos pasa a todos. Hasta el buen
Homero a veces dormita, como bien dice Horacio, para quedarnos en las
referencias latinas que tanto le gustan a usted. Sabe escribir, pero no
puedo dejarle pasar un error tan burdo. Su escritura es aún mucho más
madura que sus ideas. El capítulo siete es un infarto en su novela.
Quite todas esas zarandajas sobre el encuentro de su héroe con Napoleón y
le publico su novela. No le pido que su relato sea verosímil, sólo que
sea interesante. Pero, eso sí, nunca ridículo. Y ese capítulo séptimo lo
es. ¿Que no lo quiere quitar? ¿Que considera que es imprescindible para
el desarrollo de la historia? Entonces le doy una idea: conviértalo en
un sueño delirante del protagonista... Mire usted lo que hace su
admirado Pérez Reverte en circunstancia análoga a la que usted describe.
En La sombra del águila, libro al cual el suyo rinde un homenaje
explícito, un soldado español tiene a tiro de pistola a Bonaparte y
¿qué hace? Se pone muy divertido a imaginar lo que ocurriría si le
soltara un pistoletazo al “Petit Cabrón”: “¿Qué dirían los libros de
Historia?... Napoleón Bonaparte, nacido en Córcega, muerto en las murallas del Kremlin por un capitán español. Véase Capitán García... Y en la letra G: García, Roque. Capitán de
infantería. Mató a Napoleón de un pistoletazo en las murallas del
Kremlin. Eso aceleró la liberación de España, pero García no estaba allí
para disfrutar del asunto. Juzgado sumariamente por un tribunal militar
francés, fue fusilado al amanecer...”.
»Está claro que a usted se le dan dos higas la verosimilitud y
la verdad histórica. Su novela, nos queda claro, no pretende narrar lo
que ha podido pasar, sino lo que usted hubiera querido que pasara. Y eso
me parece una virtud. “Napoleónico” se ha convertido en sinónimo de
desmesurado. Su novela es napoleónica, sin duda. Pero la desmesura
también tiene sus reglas, señor Constaín. Hacer partícipes de la
historia a las grandes figuras de una época puede resultar maravilloso o
pueril. No se puede pasar de Napoleón a Rocambole y al barón de
Münchhausen por obra y gracia del verbo. O sí se puede –en literatura
nada está prohibido pero nada, tampoco, se queda sin su debido castigo– y
usted tendrá entonces que acarrear con las consecuencias: la molestia y
el rechazo de sus lectores que no le van a creer nada más de su libro.
Claro, es posible que todo el capítulo sea una gigantesca parábola, o
que se trate de una parodia del Cándido o de El ingenuo de
Voltaire. Lo creeríamos si el tono del resto del libro fuera el mismo y
supiéramos que usted nos está tomando el pelo todo el tiempo».
Como lector, no logré recuperarme del golpe propinado por el
capítulo siete. Tengo que confesarlo: ya la lectura dejó de ser
imparcial. En adelante, estos confabulados granadinos, cuya misión y
argumento de la novela es secuestrar a Napoleón de manos de los ingleses
y llevárselo a gobernar a la Nueva Granada, se comportaron como
revoltosos que no hacen más que decir impertinencias delante de
Talleyrand o de Chateaubriand, a quienes además estafan, los carean, les
imponen discursos, como si nada, y conspiran hasta con la propia madre
de Napoleón. En otro episodio, el corso le otorga permiso a uno de los
granadinos impertinentes para matarlo si lo derrota en una partida de
ajedrez.
El gran defecto de esta novela está en el manejo de los encuentros
de sus personajes con las celebridades de la época. Se encuentran con
ellos a la vuelta de cualquier esquina, se cartean con Bonaparte en
Santa Helena y hasta conversan con él. Parece que nadie lo vigilara. Los
soldados ingleses son tan ineptos como los soldados alemanes de las
películas de Hollywood.
Lo escrito, escrito está, pero no todo indeleblemente, como dice
María Zambrano. ¿Es posible devolverse y desfacer el entuerto? No sería
Constaín, aún muy joven, el primero que revisase sus obras el día que
sea famoso. Porque el libro tiene pasajes muy notables y amerita, aunque
parezca un chiste, una reedición. Es una lástima que por cuenta de su
editor no nos haya quedado espacio para hablar de ellos.
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