El libro Salsa y cultura popular en Bogotá desnuda la cuna del movimiento salsero en la capital: los barrios más pobres
Así se promocionaban los bailaderos en los barrios populares./elespectador.com |
Hubo un tiempo en que en Bogotá se bailó
los domingos. Y un tiempo en que se zapateó hasta ver el sol. Un tiempo
sin hora zanahoria, de calles populosas, donde la salsa comenzaba en el
Restrepo y terminaba en el centro, en pleno amanecer, y donde la vida
entera se jugaba en la pista, entre descarga y descarga. La salsa
comenzó a impregnarlo todo, a cambiarlo todo.
Dos sociólogos de la
Universidad Javeriana, el caleño Jefferson Jaramillo y el bogotano
Nelson Gómez, han querido desentrañar ese tiempo en el que todo comenzó.
El momento en que la salsa se hizo masiva en Bogotá y se convirtió en
parte esencial del goce de una capital andina acostumbrada a ritmos e
idiosincrasias más tranquilas, en especial entre aquellas clases
sociales que no tenían acceso a los grandes salones de baile en los
hoteles de Bogotá, donde la clase adinerada disfrutó del trópico durante
la primera parte del siglo XX.
Y esa es, precisamente, la tesis
principal del libro Salsa y cultura popular en Bogotá, editado por la
Universidad Javeriana y presentado al público el pasado jueves: la salsa
en la capital, lejos de ser el territorio exclusivo de la clase media o
el capricho de la clase alta, fue en realidad disfrutada profundamente
en los barrios pobres, fuente de un mundo entero de significados y
talentos hasta ahora ausentes en las historias de la capital.
“Cuando
comenzamos la investigación se tenía la noción de que la salsa había
arrancado en Bogotá por las clases medias, profesionales, intelectuales,
bohemias, y de lo que nos fuimos dando cuenta era que había entrado
también por los sectores más populares, alrededor de maestros de obra,
mecánicos, zapateros...”, asegura Jaramillo, quien hoy dirige el
programa de sociología de la Javeriana en Bogotá, pero que pasó buena
parte de su vida estudiando y viviendo la salsa en su Cali natal.
De
su ejercicio de investigación se desprenden anécdotas sorprendentes,
que poco a poco van revelando la forma en que los barrios populares se
apropiaron de la salsa una vez comenzó a difundirse de forma masiva por
la radio y el cine, a finales de los años sesenta.
Muchos —si no
todos— dicen que el gran responsable fue Miguel Granados Arjona. El
hombre que, sentado en los estudios de Radio Continental, puso a andar
una tarde de 1969 un acetato de Richie Ray y Bobby Cruz, fracturándole
en un minuto la cabeza a los bogotanos, sacudiéndoles sus perezas
andinas con Agúzate y transformando para siempre la forma en la que los
jóvenes bogotanos vivían la noche, su cuerpo y su barrio.
En las calles, los colegios, los salones comunales, las cocacolas bailables les abrieron un espacio a los niños y adolescentes que no podían beber ron pero sí zapatear, del mediodía hasta que cayera la noche, sábados y domingos. Los más grandes hacían lo mismo en los matinés, que incluso se alargaban hasta el fatídico lunes. Así era la vida en el barrio de los setenta, no había lugar a la pereza ni a arrunche dominical.
En las calles, los colegios, los salones comunales, las cocacolas bailables les abrieron un espacio a los niños y adolescentes que no podían beber ron pero sí zapatear, del mediodía hasta que cayera la noche, sábados y domingos. Los más grandes hacían lo mismo en los matinés, que incluso se alargaban hasta el fatídico lunes. Así era la vida en el barrio de los setenta, no había lugar a la pereza ni a arrunche dominical.
En
los barrios empezaron a emerger los bares y las discotecas. Soacha no
era el manojo de trancones y casas de ladrillo que es hoy, sino un lugar
fronterizo y algo misterioso al que se escapaban los bogotanos, como un
gringo que se vuela a Tijuana, a vivir los concursos de baile de “salsa
dura”, que llegaban a durar hasta 72 horas sin parar.
“El reto
era el que más aguantara bailando salsa”, narra José Ocampo, una de las
cincuenta personas que entrevistaron los autores y que bailaron esa
época, en salones populares como La Caseta Internacional de las
Estrellas, de Soacha. “Sólo se tenía derecho a descansar, cada hora,
cinco minutos para tomar agüita y gaseosita, o para tomarse un roncito o
ir al baño... y luego a bailar... El que ya se sentía sonso lo iban
descalificando, iba saliendo, y hubo gente que aguantó dos días. Yo me
acuerdo, hermano, que hubo una, una pareja, que se aguantó los tres
días...”.
Gómez y Jaramillo aseguran que con su trabajo buscaron
poner en el papel una historia que había estado desperdigada en la
memoria oral de la ciudad. Pero además buscaron derribar estereotipos.
Por ejemplo, ese de que fue la clase media, altamente politizada y con
tendencia de izquierda, la que impulsó el proceso de consolidación
salsera en Bogotá. O asuntos aún más simples: que en Bogotá no se sabe
bailar.
Si algo queda claro con la lectura de Salsa y cultura
popular en Bogotá es que en las calles de la ciudad se bailó tan bien
salsa como en Cali y Barranquilla. Con regularidad, los bailarines
empíricos y profesionales convocaban a duelos o exhibiciones, mientras
que muchos recuerdan haber visto en barrios como el Quiroga o el
Restrepo a los bailadores en las esquinas, con sus pintas relucientes:
zapatos brillados, pantalones claros, chalecos
Los territorios del goce
Gómez
y Jaramillo arrancaron su investigación hace cinco años. Lo hicieron
intrigados por las pesquisas de una alumna del pregrado de sociología de
la Javeriana, que andaba entonces averiguando por la “neosalsa” en la
ciudad: toda esa constelación de bandas jóvenes que, desde comienzos de
este siglo, generaron la profana sensación de que Bogotá, de repente, le
estaba quitando el protagonismo a Cali como capital de la salsa en
Colombia.
“A nosotros nos llamó la atención la emergencia
gigantesca de orquestas que estaban recuperando ritmos tradicionales, de
músicas de los años 70, y estaban muy comprometidas con el baile y la
escucha de la salsa... y creíamos que la vaina no podía ser de ahora,
que ahí había unos orígenes...”. Los sociólogos lograron identificar 186
bares de salsa en toda la ciudad, componiendo a su vez una serie de
zonas o “territorios del goce”, como los llaman, en torno a los cuales
se conformaron experiencias del disfrute de la salsa en Bogotá.
En
el “sur profundo”, como han llamado los autores a la franja que se
extiende bajo la Autopista Sur, desde San Cristóbal hasta Soacha (ver
infografía), la salsa es puro cuerpo: bailar era seducir, pero también
demarcar territorio, y de ahí que las páginas del libro hagan mención de
más de una decena de “combos” o parches, a través de los cuales se
reclamaba soberanía y se ejercía el poder en la noche y en la fiesta.
Cada circuito tiene una identidad, y Jaramillo y Gómez se esmeran en darle a cada uno la suya: desde más agresivos, como los barrios proletarios Inglés o Quiroga, hasta aquellos que se convirtieron en espacios de culto para el bailador salsómano, como el Restrepo, donde todos sus zapateros se tomaban el lunes de descanso para bailotear en los más de 16 sitios de salsa y, de paso, dar cuenta, exhibir y poner a competir sus más recientes obras de calzado.
Cada circuito tiene una identidad, y Jaramillo y Gómez se esmeran en darle a cada uno la suya: desde más agresivos, como los barrios proletarios Inglés o Quiroga, hasta aquellos que se convirtieron en espacios de culto para el bailador salsómano, como el Restrepo, donde todos sus zapateros se tomaban el lunes de descanso para bailotear en los más de 16 sitios de salsa y, de paso, dar cuenta, exhibir y poner a competir sus más recientes obras de calzado.
“La rumba en el barrio Santa
Fe y del sur era para los mejores bailadores, la rumba de la Séptima
para los trasnochadores (allí quedaban los amanecederos), la de la calle
19 para los híbridos y la de la Macarena era para los amantes de la
tertulia”, aseguran los autores.
Así transcurre un texto que, pese a las exigencias obvias en el estilo de escritura sociológico, abre la ventana al lector a una ciudad viva y alegre, que llena de pasión y violencia se vuelca a la calle para vivir y protagonizar sus transformaciones. Una ciudad que siempre tiene que resolver un dilema: cuánto sufrimos y cuánto gozamos.
Así transcurre un texto que, pese a las exigencias obvias en el estilo de escritura sociológico, abre la ventana al lector a una ciudad viva y alegre, que llena de pasión y violencia se vuelca a la calle para vivir y protagonizar sus transformaciones. Una ciudad que siempre tiene que resolver un dilema: cuánto sufrimos y cuánto gozamos.
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