3.6.13

El nacimiento de un goce

El libro Salsa y cultura popular en Bogotá desnuda la cuna del movimiento salsero en la capital: los barrios más pobres


Así se promocionaban los bailaderos en los barrios populares./elespectador.com
Hubo un tiempo en que en Bogotá se bailó los domingos. Y un tiempo en que se zapateó hasta ver el sol. Un tiempo sin hora zanahoria, de calles populosas, donde la salsa comenzaba en el Restrepo y terminaba en el centro, en pleno amanecer, y donde la vida entera se jugaba en la pista, entre descarga y descarga. La salsa comenzó a impregnarlo todo, a cambiarlo todo.
Dos sociólogos de la Universidad Javeriana, el caleño Jefferson Jaramillo y el bogotano Nelson Gómez, han querido desentrañar ese tiempo en el que todo comenzó. El momento en que la salsa se hizo masiva en Bogotá y se convirtió en parte esencial del goce de una capital andina acostumbrada a ritmos e idiosincrasias más tranquilas, en especial entre aquellas clases sociales que no tenían acceso a los grandes salones de baile en los hoteles de Bogotá, donde la clase adinerada disfrutó del trópico durante la primera parte del siglo XX.
Y esa es, precisamente, la tesis principal del libro Salsa y cultura popular en Bogotá, editado por la Universidad Javeriana y presentado al público el pasado jueves: la salsa en la capital, lejos de ser el territorio exclusivo de la clase media o el capricho de la clase alta, fue en realidad disfrutada profundamente en los barrios pobres, fuente de un mundo entero de significados y talentos hasta ahora ausentes en las historias de la capital.
“Cuando comenzamos la investigación se tenía la noción de que la salsa había arrancado en Bogotá por las clases medias, profesionales, intelectuales, bohemias, y de lo que nos fuimos dando cuenta era que había entrado también por los sectores más populares, alrededor de maestros de obra, mecánicos, zapateros...”, asegura Jaramillo, quien hoy dirige el programa de sociología de la Javeriana en Bogotá, pero que pasó buena parte de su vida estudiando y viviendo la salsa en su Cali natal.
De su ejercicio de investigación se desprenden anécdotas sorprendentes, que poco a poco van revelando la forma en que los barrios populares se apropiaron de la salsa una vez comenzó a difundirse de forma masiva por la radio y el cine, a finales de los años sesenta.
Muchos —si no todos— dicen que el gran responsable fue Miguel Granados Arjona. El hombre que, sentado en los estudios de Radio Continental, puso a andar una tarde de 1969 un acetato de Richie Ray y Bobby Cruz, fracturándole en un minuto la cabeza a los bogotanos, sacudiéndoles sus perezas andinas con Agúzate y transformando para siempre la forma en la que los jóvenes bogotanos vivían la noche, su cuerpo y su barrio.
En las calles, los colegios, los salones comunales, las cocacolas bailables les abrieron un espacio a los niños y adolescentes que no podían beber ron pero sí zapatear, del mediodía hasta que cayera la noche, sábados y domingos. Los más grandes hacían lo mismo en los matinés, que incluso se alargaban hasta el fatídico lunes. Así era la vida en el barrio de los setenta, no había lugar a la pereza ni a arrunche dominical.
En los barrios empezaron a emerger los bares y las discotecas. Soacha no era el manojo de trancones y casas de ladrillo que es hoy, sino un lugar fronterizo y algo misterioso al que se escapaban los bogotanos, como un gringo que se vuela a Tijuana, a vivir los concursos de baile de “salsa dura”, que llegaban a durar hasta 72 horas sin parar.
“El reto era el que más aguantara bailando salsa”, narra José Ocampo, una de las cincuenta personas que entrevistaron los autores y que bailaron esa época, en salones populares como La Caseta Internacional de las Estrellas, de Soacha. “Sólo se tenía derecho a descansar, cada hora, cinco minutos para tomar agüita y gaseosita, o para tomarse un roncito o ir al baño... y luego a bailar... El que ya se sentía sonso lo iban descalificando, iba saliendo, y hubo gente que aguantó dos días. Yo me acuerdo, hermano, que hubo una, una pareja, que se aguantó los tres días...”.
Gómez y Jaramillo aseguran que con su trabajo buscaron poner en el papel una historia que había estado desperdigada en la memoria oral de la ciudad. Pero además buscaron derribar estereotipos. Por ejemplo, ese de que fue la clase media, altamente politizada y con tendencia de izquierda, la que impulsó el proceso de consolidación salsera en Bogotá. O asuntos aún más simples: que en Bogotá no se sabe bailar.
Si algo queda claro con la lectura de Salsa y cultura popular en Bogotá es que en las calles de la ciudad se bailó tan bien salsa como en Cali y Barranquilla. Con regularidad, los bailarines empíricos y profesionales convocaban a duelos o exhibiciones, mientras que muchos recuerdan haber visto en barrios como el Quiroga o el Restrepo a los bailadores en las esquinas, con sus pintas relucientes: zapatos brillados, pantalones claros, chalecos

Los territorios del goce
Gómez y Jaramillo arrancaron su investigación hace cinco años. Lo hicieron intrigados por las pesquisas de una alumna del pregrado de sociología de la Javeriana, que andaba entonces averiguando por la “neosalsa” en la ciudad: toda esa constelación de bandas jóvenes que, desde comienzos de este siglo, generaron la profana sensación de que Bogotá, de repente, le estaba quitando el protagonismo a Cali como capital de la salsa en Colombia.
“A nosotros nos llamó la atención la emergencia gigantesca de orquestas que estaban recuperando ritmos tradicionales, de músicas de los años 70, y estaban muy comprometidas con el baile y la escucha de la salsa... y creíamos que la vaina no podía ser de ahora, que ahí había unos orígenes...”. Los sociólogos lograron identificar 186 bares de salsa en toda la ciudad, componiendo a su vez una serie de zonas o “territorios del goce”, como los llaman, en torno a los cuales se conformaron experiencias del disfrute de la salsa en Bogotá.
En el “sur profundo”, como han llamado los autores a la franja que se extiende bajo la Autopista Sur, desde San Cristóbal hasta Soacha (ver infografía), la salsa es puro cuerpo: bailar era seducir, pero también demarcar territorio, y de ahí que las páginas del libro hagan mención de más de una decena de “combos” o parches, a través de los cuales se reclamaba soberanía y se ejercía el poder en la noche y en la fiesta.
Cada circuito tiene una identidad, y Jaramillo y Gómez se esmeran en darle a cada uno la suya: desde más agresivos, como los barrios proletarios Inglés o Quiroga, hasta aquellos que se convirtieron en espacios de culto para el bailador salsómano, como el Restrepo, donde todos sus zapateros se tomaban el lunes de descanso para bailotear en los más de 16 sitios de salsa y, de paso, dar cuenta, exhibir y poner a competir sus más recientes obras de calzado.
“La rumba en el barrio Santa Fe y del sur era para los mejores bailadores, la rumba de la Séptima para los trasnochadores (allí quedaban los amanecederos), la de la calle 19 para los híbridos y la de la Macarena era para los amantes de la tertulia”, aseguran los autores.
Así transcurre un texto que, pese a las exigencias obvias en el estilo de escritura sociológico, abre la ventana al lector a una ciudad viva y alegre, que llena de pasión y violencia se vuelca a la calle para vivir y protagonizar sus transformaciones. Una ciudad que siempre tiene que resolver un dilema: cuánto sufrimos y cuánto gozamos.

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