Dos décadas después de la muerte del narcotraficante Pablo Escobar, su legado aún inunda la política, el fútbol y el lenguaje en Colombia
Dos hombres llevan un retrato de Escobar en el aniversario de su muerte. /José Gómez./elpais.com |
El 2 de diciembre del año pasado se cumplió un curioso aniversario: los veinte años del día en que Pablo Escobar,
el narcotraficante más violento de la historia, fue muerto a tiros
sobre los tejados de Medellín. Yo recuerdo el hecho con claridad, pues
me había pasado la última década –el final de la niñez, toda la
adolescencia y la llegada a la vida adulta– en un país trastornado por
la guerra entre el Estado y los carteles de la droga, conviviendo con el
terrorismo y los tiroteos de una manera natural que, por supuesto, nada
tenía de natural. Recuerdo, por ejemplo, que aprendimos a poner cruces
de cinta adhesiva en las ventanas para que el estallido de una bomba
cercana no convirtiera las esquirlas de vidrio en armas letales;
aprendimos a adivinar las posibilidades de un tiroteo en un lugar
público minutos antes de que sucediera; a mis 16 años, yo sabía qué
hacer cada vez que en mi colegio, donde estudiaban varios hijos de
políticos, se recibía una amenaza de bomba. Sabía llegar en el menor
tiempo posible a un espacio abierto, caminar alejado de los botes de
basura donde podía estar la bomba, guiar y tranquilizar a los niños más
pequeños. Hacia el final de esa década de horror, los servicios de
inteligencia interceptaron una llamada en la que Pablo Escobar pone en
palabras su idea de la guerra contra el Estado y los ciudadanos.
“Tenemos que crear un caos muy berraco pa’ que nos llamen a paz”, dice.
“Si nos dedicamos a darles a los políticos, a quemarles las casas y
hacer una guerra civil bien berraca, entonces nos tienen que llamar al
diálogo de la paz y se nos arreglan los problemas”.
No se les arreglaron los problemas y no hubo diálogo de la paz:
Escobar murió bajo las balas del Bloque de Búsqueda, el único ejército
en la historia de Latinoamérica cuyo objetivo ha sido un solo hombre. Su
legado, como ha quedado claro más arriba, es uno de violencia y de
miedo, pero en los últimos veinte años los colombianos nos hemos
percatado poco a poco de que la vida y hechos de Escobar han tenido
otras consecuencias, más o menos aparentes. El narcotráfico penetró la
política: la corrupción y la venalidad que ahora constituyen la regla,
no la excepción, son un resultado directo de los vínculos que las mafias
establecieron en su día con la clase dirigente. El narcotráfico penetró
el fútbol: el asesinato en 1994 de Andrés Escobar, que marcó un gol en
propia puerta y semanas más tarde fue abaleado por el guardaespaldas de
un mafioso, señaló el triste epílogo de esa relación malsana. El
narcotráfico penetró el lenguaje: el prefijo narco, ese atajo
conceptual, se volvió omnipresente, y los colombianos empezamos a hablar
de narconovelas, narcoestética, narcoestados, y aun de Narcolombia.
Sea como sea, lo cierto es que los años del narcoterrorismo cambiaron la mentalidad colombiana como una revolución. En Noticia de un secuestro,
García Márquez cifró el asunto con elocuencia. “Una droga más dañina
que las mal llamadas heroicas”, escribe, “se introdujo en la cultura
nacional: el dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor
obstáculo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a
escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente
de bien”. Pero mi opinión es que todavía no hemos llegado a entender
cabalmente esa nueva moralidad, ese legado vario y dañino. Y me pregunto
si un día, a fuerza de contar ese pasado, podremos entenderlo. Veinte
años haciéndolo son ya un buen comienzo.
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