El exilio, el asesinato de su hijo en la dictadura y la desaparición de su nieta marcaron su vida
El poeta y su esposa, el 20 de julio pasado en un jardín de México DF. La foto, inédita, es una de las últimas del poeta./Jaime Navarro./elpais.com |
El martes, cuando vi el rostro de Juan Gelman en el noticiero, me pregunté qué nuevo premio le habrían dado porque, en verdad, ya se los habían dado todos. Sólo en los últimos años, y sin ser exhaustivos, había ganado el Juan Rulfo (2000), el Reina Sofía (2005), el Cervantes (2007). Pero, pocos minutos después, supe que su rostro estaba ahí porque había muerto. Recuerdo vagamente —y vanamente— mi único encuentro con él, después de la entrega del premio Cervantes a José Emilio Pacheco en el paraninfo de la universidad de Alcalá de Henares. Era un día azul, muy tieso. Alguien nos presentó, diciendo que yo vivía en Buenos Aires, y él, entonces, me preguntó en qué barrio. Aún a riesgo de que pareciera invento tuve que decirle la verdad: en Villa Crespo, donde él había nacido, y, para más ay, a tres cuadras de la cancha de Atlanta, el equipo del que era fanático, que lo nombró socio ilustre en 2006 y que, en el mismo acto, le regaló un trozo de su antigua tribuna. Me preguntó, escueto, lejano, cómo estaba la cancha, mientras fumaba hasta el carozo un cigarrillo y me miraba con unos ojos que parecían, a la vez, alertas, cansados y burlones.
Hijo de un matrimonio de inmigrantes judíos ucranianos, empezó a escribir poemas de amor a los nueve, para conquistar a una vecina: "Al principio le mandaba versos de un argentino del siglo XIX, Almafuerte, pero no me hizo caso. Así que decidí probar yo mismo. Tampoco me hizo caso. Ella siguió su camino y yo me quedé con la poesía". Con la poesía y con la militancia: en 1945, con apenas 15, ingresó a la Federación Juvenil Comunista. En 1975 la organización Montoneros, a la que pertenecía desde 1973, lo envió al exterior para, entre otras cosas, denunciar los delitos contra los derechos humanos que se cometían durante el gobierno de Isabel Perón. Allí estaba cuando, en la Argentina, se produjo el golpe militar que dio comienzo a la dictadura. Y allí seguía cuando, el 24 de agosto de 1976, los militares secuestraron a su hijo, Marcelo, y su mujer embarazada. Gelman permaneció en el exilio —entre Roma, Madrid, París, Nueva York y México, donde falleció— escribiendo poesía, periodismo y buscando a su nieta (o a su nieto: no tenía forma de saberlo). En 1989, el Equipo Argentino de Antropología Forense encontró los restos de su hijo. Once años después, apareció su nieta, Macarena, criada por la familia de un policía uruguayo. Hace unos años, Luis Fondebrider, presidente del Equipo de Antropología Forense, me dijo que, cuando encontraron los restos de Marcelo Gelman, le dieron la noticia a su padre en persona, en Nueva York, donde estaban por otros asuntos. "Me resultó una figura muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a dormir en su casa. Él se quedó toda la noche despierto, leyendo el expediente, y al otro día nos hizo millones de preguntas". Pensé muchas veces en aquel hombre insomne, hospedando bajo su techo a esos muchachos jóvenes que iban a darle una noticia que era, a la vez, buena y mala. Pensé muchas veces, también, en ese mismo hombre, ya mayor, recibiendo la noticia de que su nieta había aparecido. Y me pregunté, muchas veces, qué sería, para ese hombre, esa patria que producía exilios, ausencias, desapariciones, apariciones a destiempo.
Cuando le dieron el premio Cervantes, dijo, en su discurso: "Las heridas no están aún cerradas, su único tratamiento es la verdad y luego la justicia; sólo así es posible el olvido verdadero". Ahora, mientras escribo, abro la nota del diario La Nación, de Buenos Aires, que anuncia su muerte, y veo, al pie, una leyenda: los comentarios están cerrados debido a la sensibilidad del tema. Se ha muerto un poeta, me digo: ¿cuál puede ser la sensibilidad del tema? Entonces, recuerdo que el 17 de mayo de 2013, cuando murió el dictador Jorge Rafael Videla, la nota que anunciaba su muerte tenía, al pie, la misma frase. Es probable que esa espeluznante repetición, inversa y en espejo, diga más que cien párrafos como estos.
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