“Yo una Copa del Mundo no la cambio ni por un Premio Nobel” dijo ayer, en una entrevista
Jorge Valdano, El Filósofo del Fútbol./revista Ñ |
“El fútbol no es el primer productor de literatura, pero sí de
conversaciones”, dijo ayer Jorge Valdano, haciendo honor a su apodo de
“El filósofo”. Y lo dijo como entrevistado no en un programa de fútbol
sino en el Instituto Cervantes de Madrid, una institución cuyo objetivo
es promover y enseñar el castellano.
Se sabe: Valdano es algo así como un intelectual en el fútbol: hizo la selección y prólogo de antologías como Cuentos de fútbol y escribió Valdano Sueños de fútbol; Los cuadernos de Valdano y Apuntes del balón, entre otros. Ayer, abrió el ciclo Encuentros en el Cervantes, una actividad que en 2013 recibió a gente como John Banville, Laura Restrepo y Andrés Neuman.
En
el escenario,Valdano dejó claro que sabía por qué estaba ahí: “Yo fui
uno de los primeros jugadores que se animaron a cruzar el puente del
fútbol a la literatura”, dijo.
En la construcción de ese puente,
Valdano fue de la mano de varios escritores. “Desde que leí a (Manuel)
Vázquez Montalbán no volví a jugar igual. Entendí que cuando hablamos de
fútbol, hablamos de algo más”, contó, en un reconocimiento al español,
autor de Fútbol, una religión en busca de un Dios.
Buscando los orígenes de esta relación en su vida, dijo que lo primero que leyó sobre fútbol fue Literatura de la pelota,
un libro en el que el argentino Roberto Santoro –secuestrado en 1977
por la Dictadura– recopilaba textos de intelectuales como Ezequiel
Martínez Estrada, Manucho Mujica Láinez, Juan José Sebreli y él mismo.
Santafesino,
argentino, Valdano no podía olvidar en este recuento a Roberto
Fontanarrosa. “Fontanarrosa era uno de los escritores que mejor
insultaba”, dijo. Y leyó un cuento del rosarino, “ Viejo con árbol” , que empieza: “A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril”.
Hace
tiempo, Valdano le dijo al periodista Juan Cruz que se hizo solo, que
ni en su casa ni en su pueblo (Las Parejas) había biblioteca: “Leer –le
dijo– me proporcionaba placer. Nunca leí por el interés de sentirme más
sabio.” Ayer mostró que libros sí, pero que su corazón late con la
pelota: “Yo una Copa del Mundo no la cambio ni por un Premio Nobel”,
lanzó en pleno Cervantes. Después aplausos y autógrafos. Como siempre.
Roberto Fontanarrosa, el escritor argentino que mejor sabía insultar en un partido. |
Santafesino, argentino, Valdano no podía olvidar en este recuento sobre fútbol a Roberto Fontanarrosa. "Fontanarrosa era uno de los escritores que mejor insultaba", dijo. Y leyó este cuento del rosarino.
Viejo con árbol
A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el
terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol
bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la
principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había
aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato,
con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada
hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no
tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al
complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero
pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron
junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el
viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la
misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del
árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que
tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los
dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con
las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de
los autos.
—Ojo con la vía - alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada? ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo. ¿No vino la barra brava?
Y
se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme
debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su
postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula,
como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo
de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá, bromeó alguno.
—Por
ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba
para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto
aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y
ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su
lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por
el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las
tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el
partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando
para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al
referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante
cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una
palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que
tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con
sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano
sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a
Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el
aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo.
Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No, sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el
partido, que estaba áspero y empatado. Música dijo después, mirándolo
de nuevo.
Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El
Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a
los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para
continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio
hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire
usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que
estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un
costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz
con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La
tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que
el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la
escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea
usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por
llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras,
amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el
azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio
que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como
trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de
los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo
así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe,
observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el
cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta
elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso
es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo
veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no
se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted,
escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el
pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y
entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—...
la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido
de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la
respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los
alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí...
Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza.
Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla
insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de
ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e
implacable.
—Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el
viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero
de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una
tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el
rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente
justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró
penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente,
metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después,
desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El
Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado
repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo
calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió
hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—...Eso es el fútbol.
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