6.9.13

Sobre héroes y hombres

El colombiano Mauricio Vargas Linares ficcionaliza en  Ahí le dejo la gloria  el encuentro entre San Martín y Bolívar


General José de San Martin
Simón Bolívar, El Libertador./revista Ñ

Terminó de leer Ahí le dejo la gloria y dijo: “Este libro lo pagó San Martín”. La ironía de Roberto Pombo, editor de El Tiempo, anticipó así la polémica que la obra despertaría en Colombia (país bolivariano, en el buen sentido de la palabra) donde no es fácil glorificar al Libertador del sur.
Aunque el texto seduciría al gran público, inquietaría a historiadores leves y parciales, para los que no se puede iluminar la imagen de un libertador sin dejar al otro a oscuras.
No faltó quien vocease que el autor, Mauricio Vargas Linares, no es un historiador sino un novelista sacrílego, que procura la fama menguando a Simón Bolívar. La crítica ya se había oído cuatro años atrás, cuando apareció su libro previo, El Mariscal que vivió de prisa , donde Antonio José de Sucre puede ser visto, según se mire, un escalón arriba del Libertador.
Ahora, el novelista parece presentar a un José de San Martín magnánimo, que se quita la gloria para regalársela a Bolívar.
No es así en el fondo. Al develar lo que pasó en Guayaquil, el autor muestra que aquel fue el encuentro de un hombre a quien le sobraba poder y otro a quien le faltaba. Cuando se va, San Martín le deja a su par la gloria de culminar la independencia sudamericana, pero lo hace porque no le queda remedio: su ejército es insuficiente para terminar con las fuerzas realistas refugiadas en las montañas, en Chile se tambalea su asociado, Bernardo O’Higgins, y desde Buenos Aires lo sabotea uno de sus tantos enemigos, Bernardino Rivadavia.
La mayor brisa de fantasía sopla cuando aparecen en escena dos espías ficticios. No hace falta mucho más: el trajinado “misterio” de Guayaquil no es tal, ni en la ficción ni en la Historia. El novelista no hace sino transmutar en diálogos aquello que los protagonistas mismos contaron en más de una carta, y apuntala la narración con el desgrane de las razones que tuvo San Martín para ir al encuentro de Bolívar. La prueba de lo que sucedió en la mistificada entrevista está en lo que sobrevino: Sucre –subalterno de Bolívar– entró en Lima, bajó a conquistar el Alto Perú (al que bautizó República de Bolívar, luego Bolivia), triunfó junto a su jefe en Junín y se convirtió en el Gran Mariscal de Ayacucho venciendo a los realistas en la última batalla de la independencia. El ejército de Bolívar, engrosado por el que dejó San Martín en Perú, hizo lo que no podría haber hecho el Libertador del sur.
Vargas Linares acicala la Historia sin dañarla. Discípulo y amigo de García Márquez, no se internó en el realismo mágico. Fue durante años un periodista consagrado a la investigación, ardua y minuciosa, y hoy es un historiador que no ha perdido el ámbito de indagar y corroborar.
Su libro exhala literatura, pero él no pone la realidad y la fantasía en un procesador, como los narradores que preparan esa papilla historiográfica en la cual no se distingue un ingrediente del otro. Su novela contiene largos párrafos de rigor histórico, y diálogos imaginarios pero verosímiles, varios de ellos originados en la correspondencia de los libertadores, y los huecos que dejó lo real son rellenados con la argamasa de lo probable.
La imaginación del autor vuela, eso sí, en las alcobas. Repasa la (no muy gloriosa) historia amatoria de Bolívar y da vida, sobre todo, al par de dos íntimas amigas ecuatorianas –mezcla de sexo, enredos y fisgoneo– que fueron las ostensibles amantes de uno y otro héroe: Manuela Sáenz de Thorne, “la Libertadora” de Bolívar; y Rosa Campusano, la “Protectora” de San Martín.
Hay en el libro, también, algunas inocentes ficciones. El autor, que va y viene en relato, imitando el flashback del cine, vuelve en un momento al joven San Martín de Cádiz, a quien hace frecuentar licenciosas casonas del barrio de San Carlos, mantener discusiones en el casino de la Camorra y pasar horas bebiendo jerez junto a periodistas ingleses en la confitería de Cosi o el café Apolo.
Lo más importante no son las anécdotas, verídicas o apócrifas, sino la caracterización de ambos protagonistas. San Martín y Bolívar aparecen tan distintos como, en la realidad, lo fue el uno del otro. Sin embargo, al correr de las páginas se comprueba que compartieron un destino. “Iluso es el que cree, decepcionado el que sabe”, dice Vargas Linares. Tanto San Martín como Bolívar tuvieron la ilusión de liberar medio continente, y lo hicieron. Ambos supieron luego de la ingratitud. Bolívar no llegó a tomar el buque que lo llevaría al exilio voluntario y murió en Santa Marta, pensando que había arado en el mar y proclamando: “La única cosa que se puede hacer en América es emigrar”. San Martín se fue y murió en Francia, un cuarto de siglo después, sin haber vuelto a pisar su tierra y diciéndole a su hija: “ C’est l’orage qui mène au port ”.
El libro de Vargas Linares no habrá sido pagado por San Martín pero no hay duda que, mientras lo escribía, el autor fue identificándose con su personaje.
La empatía se vuelve evidente cuando el novelista lo hace vivir sus últimas horas: “...los ojos casi muertos pegados a la ventana. Las cataratas habían tejido ya su velo y le impedían distinguir las espigas azules de hielo que rasgaban el vidrio [...] Las ráfagas de viento del suroeste bramaban al encajonarse en la estrechas calles de Boulogne Sur Mer [...] Podía olerlo: allí están las mujeres de los pescadores, con sus canastos de arenques, merluzas y soles, pensó antes de sorber los restos del café que el amanecer de noviembre se había apurado a enfriar”.
El héroe reconstruye frente a la ventana su propia historia, se lamenta de que allá lejos ya ni siquiera lo odien, y va a morir “convencido de haber salvaguardado sus secretos”. La salvaguarda parece no haber sido segura. Pesquisa e intuición le bastaron a un novelista para hurtar más de un secreto de aquel hombre que se dejó la gloria en Guayaquil.

Vargas Linares básico

Nació en Bogota en 1961. Escritor y periodista. A los 18 años empezó a trabajar en la redacción de El Heraldo de Barranquilla. Fue periodista visitante de los diarios Libération de París y El País de Madrid, y redactor y presentador de Radio Francia Internacional.
De vuelta en Colombia se vinculó a la revista Semana, en la que terminó siendo director así como fue director de Cambio.
Publicó La última vida del gato, Tristes tigres  y  El Mariscal que vivió de prisa.

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