18.9.13

La inocencia adánica

Sesenta años de El llano en llamas 

Relaciones familiares fracturadas, egoísmos extremos, venganzas, asesinatos que responden a un impulso, adulterios, incestos, pederastia, ausencia absoluta de esperanza, son algunos de los temas que se entretejen en el volumen

Juan Rulfo firma alguno de sus libros./eluniversal.com.mx/confabulario

Los aniversarios suelen ser buen motivo para releer ciertos libros. Y cuando éstos se cuentan entre nuestros favoritos —es decir, entre aquellos cuyas páginas hemos recorrido muchas veces—, como El Llano en llamas que cumple 60 años, la celebración nos otorga una nueva perspectiva al abordarlos, pues plantea preguntas que tal vez en otras ocasiones no nos vendrían a la mente: ¿qué es lo que hace que el volumen de relatos de Juan Rulfo se mantenga vigente luego de seis décadas?: ¿los inagotables estudios críticos que sobre él aparecen en todo el orbe?, ¿la empatía que despierta en los lectores?, ¿los hallazgos técnicos y el estilo de su autor?, ¿la fuerza de sus historias?, ¿o el hecho de que el país que refleja siga siendo igual?
Cuando alguien pregunta sobre el libro de cuentos mexicano más importante del siglo xx, casi siempre me vienen a la cabeza dos títulos imprescindibles. Uno es, por supuesto, el de Rulfo; el otro es Dormir en tierra, de José Revueltas. Hay momentos en que dudo cuál es el que me gusta más. En el del duranguense encuentro una mayor perfección estructural, trazo preciso en las historias, contundencia en los finales, un estilo denso y poético que arrastra las acciones como un magma luminoso y la exposición descarnada de los aspectos oscuros de la naturaleza humana (pero ya habrá oportunidad de hablar de él a fondo el año entrante, cuando se cumpla el centenario de Revueltas). En contraste, en El Llano en llamas es evidente que varios de sus textos no podrían ser calificados de cuentos en el sentido formal estricto, sino que son descripciones profundas, como “Luvina”, o planteamientos de situaciones extraordinarias, como “Macario”, “Es que somos muy pobres” y otros. No obstante, su lectura siempre es placentera, llena de enseñanzas sobre nosotros mismos y sobre el oficio narrativo, un encuentro con un lenguaje único y, al igual que en Dormir en tierra, repleto de personajes oscuros, fatalistas, violentos, que encarnan quizá las peores cualidades de los seres humanos.
El Llano en llamas que, según algunos, encierra en sus historias una crítica no tan sutil de las iniciativas de los gobiernos emanados de la Revolución, y en especial de las de Lázaro Cárdenas —como es fácil advertir en “Nos han dado la tierra”, “El día del derrumbe”, “Paso del Norte” y “Luvina”—, es un libro anclado en la realidad mexicana, pero que en sus mejores relatos alza el vuelo para desplegar pasiones comunes a todos los hombres. “El hombre”, “Diles que no me maten”, “No oyes ladrar a los perros”, “Talpa” y el mencionado “Luvina” son narraciones que no precisan referencia histórica o geográfica para ser comprendidos por lectores de cualquier país, constituyéndose en una crítica al género humano, sin particularismos. Ese es, sin duda, el Rulfo que impacta más: el Rulfo fatalista, descendiente directo de los tres trágicos clásicos, que echa por la borda los anhelos de las buenas conciencias empeñadas en creer en la bondad de los hombres.
Relaciones familiares fracturadas, egoísmos extremos, venganzas, asesinatos que responden a un impulso, adulterios, incestos, pederastia, ausencia absoluta de esperanza, son algunos de los temas que se entretejen en el volumen. Como Chéjov al escribir sobre los labriegos rusos, Rulfo no siente compasión por los campesinos de Jalisco, modelo de sus personajes, aunque los dote de cualidades capaces de inspirar empatía en los lectores, como una inocencia adánica que los sitúa más allá de cualquier cuestionamiento moral y un lenguaje parco y redundante que, con un léxico en apariencia limitado, construye atmósferas cargadas de giros poéticos. No es extraño, así, que a pesar de que varios narradores de los relatos sean asesinos sin remordimientos, uno se identifique con ellos y con sus motivos muchas veces pueriles tan sólo por la manera en que hablan.
Y es que en El Llano en llamas casi no hay narradores externos. Acaso una de las mayores aportaciones de Rulfo a nuestra literatura haya sido que la mayor parte de sus historias sean contadas por sus protagonistas o por un testigo, en una suerte de corriente de conciencia sui generis que nos dice mucho de las lecturas del autor, entre las que sin duda se encuentra la obra de Joyce. Si, como afirma Piglia, Joyce encontró en las teorías de Freud no temas sino un lenguaje que podía renovar la narrativa universal, Rulfo lo aplicó a sus relatos mezclándolo con una manifestación cultural más autóctona: la del rito católico de la confesión. De este modo, el discurso de sus narradores pudo adquirir ese tono doloroso, expiatorio, de quien expone ante los demás sus pecados más terribles, pidiendo perdón sin pedirlo en realidad porque sabe que sus actos siempre tienen motivos de peso.
Dicen algunos comentaristas que la escritura de los relatos fue el entrenamiento que siguió Rulfo para encontrar el tono y la cadencia de “los murmullos” que serían la columna vertebral de su gran novela. Tal vez tengan razón. Pero aunque muchas otras estrategias narrativas de El Llano en llamas —el uso de fragmentos redondos, como relatos autónomos; la construcción de atmósferas desoladoras, el hallazgo de un estilo rítmico y envolvente, la sustracción del narrador, la candidez misma de los personajes— también aparezcan perfeccionadas en Pedro Páramo, llamar a este volumen “libro de aprendizaje del autor” sería como reducirlo a una simple estación de paso para llegar al verdadero destino novelístico.
Y no. El conjunto de relatos de Juan Rulfo —más allá de las opiniones y estudios críticos—, al despertar la emoción de cada lector que abre sus páginas, al mostrarle el reflejo de un país que se mantiene en lo esencial fiel a sí mismo, al estremecer otra vez en cada lectura, demuestra que por sus propios valores es una obra única —piedra angular de la narrativa corta en México—, que en sus primeros sesenta años permanece tan joven y actual como el día que salió de la imprenta.

*Fotografía: Rulfo firma algunos de sus libros, ca.1970/ARCHIVO GRÁFICO EL NACIONAL/CORTESÍA INEHRM.

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