29.9.13

El cuento del domingo


Álvaro Mutis

El último rostro
El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.
-De un manuscrito anónimo de la Biblioteca
del Monasterio del Monte Athos, siglo XI. 

Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.
Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nuestra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma época.
Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delación y encerrado en el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarcó en la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.
Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las páginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una vida.
Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en España durante la ocupación de los ejércitos napoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en París y de quienes fuera íntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.
29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus órdenes.
La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente consular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera convento de monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusión de poder partir en breves días.
Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeña sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo había creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.
Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la habitación provisional de algún ayudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la silla hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du midi».
-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.
Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad de observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve talla y la enérgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono oliváceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. El mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresión de melancólica amargura, poniendo un sello de densa energía orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.
Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que honró a Bolívar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre más que por su nombre o sus títulos oficiales- me impresionó sobremanera, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el mentón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán sobre su itinerario hacia Europa.
-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que combatió con él en el desastre de Leipzig.
-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve también el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.
-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me contestó Bolívar-, son los únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lástima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón de la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con ideas políticas un tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia, olvidando que eran los más acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado. Cuántas veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.
Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:
-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.
-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez tenga razón, Carreño, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, ni cuando pasamos por Mariquita.
Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una súbita expresión de vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse a mí con renovado interés:
-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted hacer, coronel?
-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.
-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.
Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La Guaira y que, de allí, regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo hasta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que venía del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver a Santa Marta, sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exigía su estado de salud.
El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de ironía y comentó:
-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.
Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiración y algún tímido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevió a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:
-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este enfermo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.
Me conmovieron sus palabras. Le respondí:
-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su invitación.
De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento más que pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado conmigo el héroe.
Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y añeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me recuerda algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todo esto?
30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el Libertador y si podía visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticia de que el enfermo había pasado pésima noche y le había aumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir que, si al día siguiente se sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy un poco mejor y estaría encantado de gozar un rato de su compañía», explicó Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del militar y el político. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernán Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.
Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas de que tome asiento en una silla que me han traído en ese momento. No puede hablar. El edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:
-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré bien y podremos conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.
Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se excusó por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. «Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y subrayó estas palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco difícil todavía formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de mi sensación en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablarme de América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.
-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe usted que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compañeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían padecido prisión y miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españoles? ¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraño dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está allende el Atlántico.
Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se regularizó, su mirada perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.
-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -comentó señalando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de hacernos hablándolo con amigos como usted.
Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovió, naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la desorientación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nuestra frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me escuchaba con interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría el rostro.
-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas épocas de oscuridad, ya vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América, nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de conspiraciones sórdidas y en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, así somos, así nacimos...
Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al enfermo. Reconoció al instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.
Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspiró hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y hasta de coquetería:
-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los próximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francés que se nos está empolvando.
Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras. Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una vegetación espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le había salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspiradores que iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.
1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.
Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó a la victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educación y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.
El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que lo atiende -y sobre cuya preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaña en donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.
-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vaso con agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:
-¿Quién trae el correo?
-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y débil.
-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? -inquirió preocupado al ver que el edecán no se movía.
-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.
Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.
-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.
-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido-. ¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?
-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas.
Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.
-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de qué se trata.
El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En este momento entró en punta de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos a todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dándonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer, Montilla nos invitó con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitación me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y desolado.
Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté lo que pasaba. Me informó que habían asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre.
-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un padre. Por su desinterés en los honores y su modestia, tenía algo de santo y de niño que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien en compañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.
-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.
Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el cuarto con una palmatoria y una taza de té. Permaneció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato de compañía. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante. Su rostro tenía de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria helénica, los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío que se suponía amargo y sin sosiego según era la expresión de la fina boca entreabierta.
Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolor que le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la estancia en sombras, preguntó de pronto dirigiéndose a Silva:
-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?
-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.
-Y su esposa, ¿está en Colombia?
-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.
De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le habían recetado para bajar la temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí concretamente:
-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito. Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresión de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tímido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cómo debió tomarlo por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento de vida, la razón, el porqué del crimen... «Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate después de lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que él sin notarlo ni proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con los chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más humillados quizá, los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...
Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.
-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.
Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que casi le hacían perder el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por las sábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: «Berruecos... Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».
Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de un examen detenido, se limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no podía diagnosticar.
Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi decisión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses. Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña salobre. 

Álvaro Mutis Jaramillo; Bogotá, Colombia, 1923. México, 2013. Escritor y poeta colombiano. Autor destacado por la riqueza verbal de su producción y una característica combinación de lírica y narratividad, participó en sus inicios del movimiento de poetas agrupados en torno a la revista Mito. Influido por Pablo Neruda, Octavio Paz, Saint-John Perse y Walt Withman, empleó la poesía como vía de conocimiento para el acceso a universos desconocidos, a nuevos mundos donde fuese posible el amor y la buena muerte. Su álter ego es Maqroll, un aventurero sombrío y a la vez inocente, que canta a la frágil condición humana. Su obra ha sido reconocida con galardones tan prestigiosos como el Príncipe de Asturias (1997) y el Premio Cervantes (2001).

Álvaro Mutis
Hijo del abogado internacionalista Santiago Mutis Dávila y de Carolina Jaramillo, en 1925 su padre ingresó al servicio diplomático y la familia hubo de trasladarse a Bruselas, donde el jefe de familia había sido nombrado ministro consejero. En Bélgica nació, en 1928, su hermano Leopoldo, y en 1931 murió repentinamente su padre. La afligida madre retornó a Colombia y se instaló en la finca Coello (ubicada en la confluencia de los ríos Coello y Cocora, en el departamento del Tolima). La finca había pertenecido al abuelo materno, el pionero Jerónimo Jaramillo Uribe, uno de los fundadores de Armenia, y doña Carolina acababa de heredarla. Mutis permaneció en Bruselas estudiando en el colegio Saint Michel de los padres jesuitas, en el que se empapó de conocimientos históricos, muy especialmente sobre Bizancio.
La finca Coello, y en general Colombia, representaron en esos años para Mutis un sitio de vacaciones. Sin embargo, la experiencia del contacto físico con el trópico, con el clima de la tierra caliente, el aroma del café, el plátano y los árboles frutales marcarían su posterior producción literaria. Pese a que para Mutis el mundo era Europa, los reiterados viajes en barco a Colombia (en pequeños buques de carga y pasajeros, que llegaban a Buenaventura tres semanas después de zarpar, al cabo de las cuales había que desplazarse en automóvil, tren y caballo hasta el hogar materno) fueron otra experiencia fundamental en la formación del escritor. No es raro, entonces, encontrar que el personaje principal de las novelas de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero, se debata entre ciertas contradicciones, viva entre Europa y América, en mundos totalmente contrastantes, considere el Viejo Continente como la cuna de la civilización y al Nuevo Mundo como la fuerza, y que, insatisfecho con uno y otro, intente crear en sus aventuras un universo acorde con sus ideales.
Álvaro Mutis no acabó el bachillerato. Por problemas financieros de su madre, hubo de abandonar el colegio en Bruselas y se matriculó en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá. Pero no le interesaba estudiar el pensum regular; le gustaba leer libros de historia, de viajeros y de literatura, y no le preocupó aprender matemáticas y otras minucias. En 1941, con sólo dieciocho años, prefirió casarse con Mireya Durán, con quien tendría tres hijos.
Como muchos de los grandes escritores contemporáneos, cumplió un exigente periplo de lecturas formativas que se inició con Julio Verne y Emilio Salgari, pasó por Honoré de Balzac y Flaubert y por los maestros rusos (Dostoievski, Tolstoi, Chéjov) para terminar, en esa primera etapa, con Kafka, Werfel y Rilke. De los latinoamericanos también leyó mucho, pero quien más lo conmovió fue Pablo Neruda con su Residencia en la tierra. En el Colegio del Rosario tuvo como profesor de literatura a Eduardo Carranza, quien le enseñó la importancia de poetas como Juan Ramón Jiménez y los españoles de la generación del 27.
Una vez casado, y para ganarse la vida, se vinculó a la radio. Inicialmente, en 1942, trabajó en la emisora Nuevo Mundo, que con los años se convirtió en la matriz de la Cadena Radial Colombiana, Caracol. Allí reemplazó a Jorge Zalamea en la dirección del programa "Actualidad literaria". Se relacionó con el mundo intelectual y bohemio de Bogotá y conoció al crítico Casimiro Eiger, a quien Mutis agradecería el facilitarle la entrada en el mundo de las letras. Este misterioso personaje escapado de las obras de Proust ejerció cierto papel tutelar en la joven intelectualidad de entonces, similar al que cumplió Ramón Vinyes en el Grupo de Barranquilla.
Se hizo también amigo de los críticos y escritores Hernando Téllez y Eduardo Zalamea; frecuentaba los tradicionales cafés El Molino, El Asturias y El Automático, donde se acercó a dos generaciones distintas de poetas: los Nuevos y los de Piedra y Cielo. Conoció además a los hermanos Otto y León de Greiff, el primero de ellos muy importante en su formación como melómano. En 1942 fue contratado por la Radiodifusora Nacional como locutor de noticias, actividad en la que permaneció hasta 1946, cuando la Compañía Colombiana de Seguros lo nombró jefe de redacción de su revista institucional Vida; allí aparecieron sus primeros escritos: pequeños retratos literarios de Joseph Conrad, Alexander Pushkin, Antoine de Saint-Exupéry o Joachim Murat. Y también su primer poema, titulado "La creciente".
Durante esa época tuvo un acercamiento importante a los surrealistas: Saint-John Perse, traducido por Jorge Zalamea, André Breton y su Poisson salubre. Este último fue determinante en sus primeros poemas, pues quiso ser surrealista, al punto que sus versos iniciales los iba a titular "La cebra perfumada". También recibió la influencia del poeta venezolano Juan Sánchez Peláez, agregado cultural de la Embajada de Venezuela en Bogotá, quien lo llevó a un mundo mágico, a un vocabulario deslumbrante. En 1947 conoció al poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que era el embajador de Guatemala en Colombia, y a los pintores Fernando Botero y Alejandro Obregón.
El año siguiente se hizo amigo de Ernesto Volkening, quien, al igual que Casimiro Eiger, cumplió un papel importantísimo en el periplo literario de Mutis. Eiger conoció fragmentos de la obra de Mutis y lo animó a publicar algunos textos en el suplemento del periódico La Razón, que dirigía Alberto Zalamea. Por ese entonces existía el grupo de los Cuadernícolas, el cual, aunque no era homogéneo, gustaba de publicar sus versos en cuadernos. Mutis siguió la moda y, junto con Carlos Patiño Roselli y alentado por Volkening, publicó el cuaderno de poesía La balanza, con ilustraciones de Hernando Tejada, que se agotó por incineración el 9 de abril de 1948. El cuadernito recibió algunas críticas y Mutis esperó cuatro años para publicar su segundo libro: Los elementos del desastre, que por su frescura y pureza conmovió el mundo de las letras colombianas.
El trabajo consta de catorce poemas que configuran una visión apocalíptica del hombre, en los que se muestran la duda, el miedo y la destrucción, elementos que aniquilan al ser humano. Este libro contó con la lectura crítica de Volkening y con él se configuró Mutis como el principal poeta joven colombiano. Mientras se consolidaba como escritor, inició una importante carrera como relacionista público y publicista pues, desde un comienzo, comprendió que con la literatura no iba a percibir mayores ingresos. Fue director de publicidad de la Compañía Colombiana de Seguros y de Bavaria, jefe de relaciones públicas de Lansa, y, tras la quiebra de esta última compañía, pasó a ser en 1954 jefe de relaciones públicas de la Esso. Tales empleos le obligaban a viajar, con lo que conoció todo el país y parte del mundo. Muchos de sus poemas de esa época los escribió en aviones, aeropuertos y cuartos de hotel.
Los dos años que permaneció en la Esso fueron de casi total receso literario; sin embargo, Maqroll el Gaviero nació de las experiencias de Mutis en los planchones petroleros que recorrían el río Magdalena, desde Barrancabermeja hasta Barranquilla. Cabe destacar que Gaviero es el marino que desde el sitio más alto del barco vigila por todos los demás; su símbolo para el oficio de la poesía. En la Esso, Mutis manejaba importantes cantidades de dinero que la compañía destinaba a diferentes actividades: un buen porcentaje era para obras de caridad, y muy especialmente para el Secretariado Nacional de Asistencia Social (SENDAS). Pero el poeta le dio un uso distinto: lo invirtió en quijotescas empresas culturales y la compañía lo demandó, pues estaban en juego sus relaciones con la dictadura. Mutis tuvo que viajar con urgencia a México en 1956.
Era la segunda ocasión que visitaba ese país (la primera había sido en 1952) y desde entonces se convirtió en su lugar de residencia. Entró en contacto con el gran cineasta español Luis Buñuel y el productor Luis de Llano. Buñuel siempre soñó con llevar al cine la novela de Mutis La mansión de Araucaíma (1973), "relato gótico de tierra caliente". Gracias a ambos, Mutis consiguió empleo en una agencia de publicidad para la televisión. Se vinculó de lleno a la vida cultural mexicana y se hizo amigo de los escritores Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Elena Poniatowska.
No perdió los lazos con Colombia, pues esporádicamente colaboró en la revista Mito. En 1959, la prestigiosa revista publicó como separata el libro Reseña de los hospitales de ultramar, que significó la aparición en el mundo de las letras del romántico personaje de Maqroll el Gaviero, que viene a encarnar la conciencia del poeta. En 1959 se hicieron efectivas las demandas en su contra y fue recluido en la cárcel mexicana de Lecumberri durante un año y tres meses. Una nueva experiencia para su formación como escritor, pues, además de conocer la poco gratificante vida carcelaria, logró superar miedos y fantasmas. De ese período de su vida es necesario resaltar la disciplina que tuvo en devorar libros; leyó por segunda vez los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, de quien tenía un retrato en su celda. Dio forma a los relatos "Saraya", "El último rostro", "Antes que cante el gallo" y "La muerte del estratega", a algunos poemas de Los trabajos perdidos (1965), y escribió el Diario de Lecumberri (1960), resultado directo de su estadía en la cárcel, en el que narra, de manera conmovedora, la vida y muerte de "Palitos". El libro fue publicado por la Universidad Veracruzana.
Tras la cárcel, algunos años después, Mutis pasó a ser gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y luego de la Columbia Pictures (en donde permaneció hasta jubilarse en 1988), empresas que le permitieron seguir viajando por el mundo. Entre 1960 y 1973 es relativamente poco lo que hizo en literatura: en 1962 publicó cuatro textos con el seudónimo de Álvar de Mattos (diplomático portugués) en la revista Snob, dirigida por Salvador Elizondo y Emilio García Riera: "Pequeña historia de un gran negocio", "Historia y ficción de un pequeño militar sarnoso", "El general Bonaparte en Nizza" y "El incidente de Maiquetía o Isaac salvado de las jaulas". En 1964, en la Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México, dictó una serie de conferencias dedicadas a sus devociones literarias: Valéry Larbaud, Joseph Conrad y Marcel Proust. Tales conferencias serían publicadas ese mismo año en la revista de la UNAM, dirigida por Jaime García Terrés.
En 1965 se publicó su libro Los trabajos perdidos, con el que obtuvo el Premio Nacional del nadaísmo para poesía de ese año. Entonces ya era considerado el mejor poeta colombiano del momento, aunque, definitivamente, su visión de la literatura y del país era sumamente pesimista. Decía, por ejemplo, que "la literatura es para mí una servidumbre dolorosa, y no siento por ella la menor simpatía. Me abruma un poco, por ejemplo, la agobiante montaña de literatura que producimos los colombianos y que nos oculta en muchos casos la miserable realidad de nuestra situación ante el mundo". Su enfoque sobre la violencia fue descarnado y realista: "La violencia en Colombia es el resultado de las seculares represiones e inhibiciones a que se ha visto sometido el colombiano por razones históricas y sociales. Como fenómeno me parece sano y recomendable, es un despertar. Todas las civilizaciones se han basado en sacrificios humanos, en violencia, en humillación y en sangre. ¿Por qué los colombianos creímos estar libres de esta servidumbre? Tal vez por retóricos y artificiales nos creímos de veras que éramos la Suiza de América. No hay que olvidar que los suizos llenaron de sangre a Europa como soldados mercenarios antes de formar su idílica confederación".
En 1973, se publicó en España Summa de Maqroll el Gaviero (1947-1970) que contenía las obras Primeros poemas, Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Reseña de los hospitales de ultramar y Recuento de ciertas visiones. En 1977 inició la columna semanal "Rincón Reaccionario" en el periódico Uno más Uno, que después continuó en El Sol de México y en el diario Novedades. En 1978, se publicó una segunda edición de La mansión de Araucaíma, junto con los cuatro relatos escritos en la cárcel.
Sólo en 1982 volvió a aparecer un nuevo libro de poemas de Álvaro Mutis: Caravansary, que publicó el Fondo de Cultura Económica; ese año su gran amigo Gabriel García Márquez, a quien había conocido en 1950, ganó el premio Nobel de Literatura. Mutis, junto con otros amigos mutuos como Guillermo Angulo, Álvaro Castaño Castillo y Gloria Valencia de Castaño, Alfonso Fuenmayor, Gonzalo Mallarino, Alejandro Obregón, Hernán Vieco y Fernando Gómez Agudelo, fueron invitados especiales del autor de Cien años de soledad a la ceremonia de entrega del Nobel en Estocolmo. Al año siguiente se le concedió en Colombia el Premio Nacional de Poesía.
Semblanza biográfica: biografiasyvidas.com.Texto y foto:ciudadseva.com.

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