23.9.13

Álvaro Mutis o la desesperación optimista

Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero... 

A propósito del homenaje al creador de Maqroll el Gaviero, presentamos este perfil del poeta bogotano publicado por el diario francés Le Monde

Álvaro Mutis creador de la saga de Maqroll el Gaviero/elespectador.com

Una casa tranquila del barrio San Jerónimo, en el sur de México, más allá del parque Chapultepec y alejada de las grandes avenidas de la ciudad más contaminada del mundo. El viento mueve las hojas del bananero en el gran patio cubierto de gramilla. Ustedes cruzarán la cocina donde Carmen, la compañera de Álvaro Mutis, prepara sobre una gran cocina los platos con aromas dulces y picantes. Álvaro Mutis les ofrecerá un vaso de whisky o de tequila antes de invitarlos al cuarto donde trabaja.
Una casa tranquila del barrio San Jerónimo, en el sur de México, más allá del parque Chapultepec y alejada de las grandes avenidas de la ciudad más contaminada del mundo. El viento mueve las hojas del bananero en el gran patio cubierto de gramilla. Ustedes cruzarán la cocina donde Carmen, la compañera de Álvaro Mutis, prepara sobre una gran cocina los platos con aromas dulces y picantes. Álvaro Mutis les ofrecerá un vaso de whisky o de tequila antes de invitarlos al cuarto donde trabaja. Deben entrar evitando los gatos silenciosos, vigilantes guardianes del recinto.
Sobre el escritorio, el instrumento mágico: una modesta Smith Corona de donde salieron Maqroll el Gaviero, Abdul Bashur, Flor Estévez y miles de personajes, ilustres conquistadores y oscuras prostitutas que hechizan sus poemas y novelas desde hace cincuenta años. Cerca de la máquina de escribir hay una estatuilla representando al capitán Cuttle, personaje de Dickens particularmente querido por su propietario. Del techo cuelga un florero árabe andaluz, de un verde traslúcido patinado por los siglos. Una mesa enorme cubierta de libros: una enciclopedia de los tramp steamers, una antología de Anna Akhmatova; el Diario, de Julien Green; Los Mémoires intérieurs, de Francois Mauriac; todo Céline, una biografía de Francisco José el imperador de Austria… Detrás de la mesa, una pared completamente tapizada de biografías de monarcas, memorias de grandes personajes y donde se destaca una importante colección de objetos bizantinos. Sobre la otra pared sus viejos amigos, los poetas: Antonio Machado, que desborda de su estante, Apollinaire en edición original, Valery Larbaud, Residencia en la tierra de Neruda, la obra del surrealista argentino Enrique Molina. Sin buscar demasiado se podrían encontrar los libros fetiche del escritor, que son también aquellos que Maqroll, su héroe favorito, su doble, guarda celosamente en su bolso de marino: las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, las Memorias del Cardenal de Retz, las del príncipe de Ligne, sin olvidar las obras completas de Balzac y Simenon, las Fioretti de Francisco de Asís, Juan de la Cruz y los grandes del siglo de oro.
Después descubrirán las fotos de familia. Esa familia, más fiel que aquella a la que estamos ligados por la naturaleza, que un hombre va creando con el pasar de los años: retratos del último Zar y la Zarina, de Felipe Segundo y su hija Catalina Micaela, Proust en su lecho de muerte, Borges ciego en las ruinas de Teotihuacán, Joyce sentado en la hierba, un parche negro sobre el ojo, Conrad, Baudelaire, Valery Larbaud, Céline. Y el amigo de toda la vida, Gabo, en una foto que remonta al tiempo en que era reportero de El Espectador.
También fotos del autor, y como debe ser el gran viajero: arriba de un camello en El Cairo, en una calle de Estambul, con amigos de Bogotá o en París. Del salón vecino llega el aire de una cumbia de un lejano pueblo colombiano, saliendo de un 45 revoluciones.
Ustedes charlarán entonces hasta tarde en la noche de travesías en cargos herrumbrosos, de puertos del fin del mundo, de las bondades comparadas de los whiskys claros y los whisky ámbar, de la superioridad del watersoï de Gand sobre el de Anveres, de la profunda filosofía de los gatos que vigilan las noches del Bósforo desde Bizancio, del inamovible esplendor de Santiago de Compostela, de la grandeza de los imperios desaparecidos de Teodora y también el de Carlos Quinto. Él les hablará de “la enorme tontería del progreso” que le costó a la humanidad Auschwitz e Hiroshima. Les citará la réplica de Bonaparte, tomando posesión de los valores de Luxemburgo el primer día del Consulado, a Lanner que le decía:
“Qué triste, esto…”
“Sí, como el poder.”
Y he aquí que, a la vuelta de una historia contada con la gracia de un novelista picaresco español, este hombre, cuyos propósitos parecerían decir que está de vuelta de todo, de repente reirá fuerte como un niño y lanzará su exclamación de costumbre: “¡Ah, qué maravilla!...”
Es mejor confesarlo: jamás fui a la casa de Álvaro Mutis. Esta descripción la saqué de la biografía intelectual que Eduardo García Aguilar dedicó a Álvaro Mutis Celebraciones y otros fantasmas… y, sin embargo, escuché tanto hablar de ella, leí tantas cosas, que la casa se volvió para mí uno de esos lugares familiares que terminan por encantar la memoria con más insistencia que si la hubiéramos en verdad conocido. Ella es para mí como otros lugares, reales o imaginarios, que pueblan sus relatos; la casa de Araucaima en el corazón de las tierras calientes de la cordillera colombiana, donde se juntan el paraíso perdido de su infancia y la búsqueda sin fin de la madurez de Maqroll; o la habitación de la Shidah Caddesi en Estambul, “justo debajo de la tienda del oculista”, desde donde se ve el golpear de las olas contra las piedras de la fortaleza, esa habitación, escribe él en Los elementos del desastre, donde se lo espera a él y donde nunca irá; o también las ruinas industriales de Puerto Pollensa, en Mallorca, donde al final de tantas aventuras Maqroll fue a proteger su lucidez desencantada…

El hombre es macizo, cabellera blanca y espesa tirada hacia atrás, la palabra potente, pronto a enfrentar los elementos a condición de no olvidar su gorra de marino bretón. Él se obstina y preserva del olvido a su ancestro el sabio José Celestino Mutis, que condujo una legendaria expedición botánica en el virreinato de Nueva Granada. Mucha soberbia, un toque canalla, algo entre hidalgo y trotamundos. Un apetito, una avidez por la vida que se manifiesta en cada gesto y en cada palabra. Y la magnífica condición de dar a cada uno de sus amigos la impresión de que es su mejor amigo. Le encanta el contacto físico con sus lectores, sus fanáticos que forman un verdadero “club Mutis”, que todos, y siempre, le formulan la misma pregunta: “¿Maqroll el Gaviero es usted?”. Maqroll el Gaviero es el doble de Álvaro Mutis como la sombra puede ser el doble de la luz.
El escritor ejerció extraños oficios para un poeta: representante de compañías petroleras y luego de los grandes estudios de Hollywood, y entre otros trabajos también dio su voz al doblaje al castellano de Los Intocables. En cuanto a Maqroll, aparece desde los primeros poemas, al comienzo sin ser nombrado, como narrador de aventuras improbables, como ese “Vigía” fechado en 1948 donde lo vemos manejando un tren de vagones amarillo canario, que rueda una vez al año, y transporta en varios meses su pasajeros desde las altas planicies heladas hasta las tierras calientes, a través de cafetales y bosques de eucaliptos. “Improbable”… palabra que regresa seguido bajo la pluma de Álvaro Mutis. Es el curso de toda una vida y su desorden irresistible que ello conlleva. El orden sólo existe en los dos extremos: en el recuerdo de la infancia perdida y en la aceptación de la muerte que vuelve todo “irremediablemente” (otra palabra recurrente) ilusorio. Maqroll navega desde una a la otra, perdiéndose en el mar, en los pantanos de los estuarios, en los tugurios de los puertos, en el fondo de las minas que lo envuelven como un útero, para allí extraer algunas razones de sobrevivir a la espera del último encuentro:
“Cada poema un pájaro que huye
Del sitio señalado por la plaga…
cada poema un paso hacia la muerte…
cada poema un estruendo
de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas…
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.”
Los niños se inventan amigos imaginarios para conversar y jugar con ellos: Borges contó que los suyos se llamaban Kilo y Moulin. Habitualmente, esos personajes desaparecen con “la edad de la razón”. Por suerte para sus lectores, Álvaro Mutis no alcanzó jamás la edad de la razón. Es una suerte que su compañero de sueños sea fundamentalmente razonable, por su filosofía de la existencia, por su humilde sumisión a los designios de un destino siempre imprevisible, de donde él destila un orgullo soberano. De poema en poema, durante cuarenta años, y luego a partir de los años 80 de novela en novela (cada novela parte de imágenes poéticas para engarzarlas con el hilo de la narración), Maqroll se volvió tan real que, sostiene su autor, ha terminado por escapar a su control: quizás es para hacerlo entrar en razones que últimamente hizo irrumpir en primer plano el personaje de Abdul Bashur “soñador de navíos”, álter ego de Maqroll como Maqroll lo es de Álvaro Mutis, y que urde “golpes bajos” y extraños tráficos entre tapices y armas, con una astucia oriental y que cada vez hace naufragar con corazón demasiado generoso.
Y para confundir las pistas de forma definitiva, he aquí que Álvaro Mutis se dejó crecer un bigote que le da un aire ligeramente levantino, al extremo que algunos de sus amigos comenzaron a llamarlo Abdul.
A veces le comentó a Álvaro Mutis que, de tanto desesperar del mundo y de tanto soñar la belleza de un orden ideal y maravilloso él da prueba, por ello mismo y en el núcleo del más negro pesimismo, de una singular forma de optimismo, persistiendo en creer contra viento y marea en la existencia, en un tiempo y un espacio desconocidos de los hombres y esperado por todos, de esa belleza y de ese orden. Como Maqroll “alimentado por la savia de su desdicha”, como todos los grandes vencidos que él evoca Álvaro Mutis aprendió a no perder ninguna de las minúsculas felicidades del cotidiano.
En su relato de la muerte de Pouchkine, él evoca la última visión del poeta en su lecho de agonía: la piel límpida y fresca de la mujer amada que le recuerda los orígenes de su infancia y su tierra natal, “su tierra de milagros, de hazañas, de bosque infinitos de iglesias de cúpulas doradas”. Pouchkine, Alar l’Yllyrien de la “Muerte del estratega”, Bolívar de “Ultimo rostro”, Maximiliano, todo esos vencidos irremediables, soberbios en su desamparo, conocen, como Maqroll el Gaviero, esos instantes de “vertiginosa lucidez”. ¿Habría entonces que imaginar un Maqroll feliz? Con su risa olímpica Álvaro Mutis despacha la pregunta.

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