27.9.13

Mutis, el hombre

Se fue Mutis, dejándonos a Maqroll el Gaviero...

Ricardo Bada cuenta dos de sus anécdotas con el escritor colombiano y recupera desde el recuerdo su lado humano

Mutis y Bada se encontraron en Madrid y en París. Las anécdotas que cuenta suceden en restaurantes de las ciudades europeas./elespectador.com

Hay al menos tres Álvaros Mutis: el poeta, el novelista y el ser humano. Hablen otros del poeta y del novelista. A mí me gustaría más hablar del ser humano, del amigo entrañable con quien he compartido tantas horas de deliciosa plática y de quien tanto, tanto aprendí. Aquel que siempre me llamaba Baden Powell, a no ser que la cosa se pusiera de un color serio, como él decía, pues entonces me llamaba Baden Baden. Aquel que se reía —pero no negaba— cuando yo afirmaba en público, ¡cuántas veces lo he dicho!, que su poema El viaje es ese cubito de caldo concentrado que diluido en el agua bendita de una prosa irrepetible dio lugar a Cien años de soledad.
De Álvaro, el hombre, el amigo, conservo en la memoria docenas de anécdotas increíbles, de las que quiero compartirles dos.
En la Residencia de Estudiantes en Madrid, la famosa, la de García Lorca, Dalí, Buñuel y tutti quanti, es un lujo “espiritual” alojarse (funciona casi como hotel, aunque tan sólo para artistas, intelectuales, científicos, de paso por los madriles, y además no aceptan a todo el mundo). Pero ocurre también que la pensión es completa, o sea, desayuno, almuerzo y cena... y la cocina no está (al menos entonces, cuando se sitúa mi anécdota) a la altura de la fama de la casa.
Claro que cuando te alojas en ella, y a menos que te inviten, es un contradiós lo de ir a comer fuera, porque estás pagando pensión completa; pero al mismo tiempo es un contradiós tener que conformarse con la comida medianita de su cocina cuando en Madrid, en casi cualquier tasca, se puede comer de chuparse los dedos, y en todo caso mejor que en la Residencia.
El caso es que una vez, allá por 1990, llegamos mi esposa y yo a Madrid, con nuestro hijo, y nos enteramos de que Gonzalo Rojas y Álvaro Mutis estaban ahí, los dos además en la Residencia. Los llamé, y Gonzalo nos invitó a almorzar... en ella, muy contento además de que fuésemos con nuestro hijo, pues él y Hilda estaban con Catalina, su nieta, que es alemana y de la edad de nuestro Ricardo junior. Sabiendo de antemano que no íbamos a comer nada extraordinario, ¡¡¡y eso en Madrid!!!, acudimos sobre todo por el placer de compartir unas horas con Carmen (la maravillosa mujer de Álvaro), Hilda (también extraordinaria) y los dos viejos divinos. Y en efecto, Catalina y nuestro junior congeniaron enseguida y platicaron todo el tiempo en alemán, y nosotros sufrimos con estoica resignación el almuerzo del día, que esa vez no fue mediano, sino menos que mediano.
Una vez terminado el segundo plato, casi sin consultarnos, nos pusimos de pie como para irnos a la cafetería a bajar el mal condumio con un buen whisky, pero Gonzalo acertó a percibir algo que yo, ahora que soy abuelo, también percibiría (entonces no), y es que Catalina parecía esperar algo más. Y le preguntó solícito: “Catalina, preciosura, ¿quieres algo más?”, a lo que Catalina respondió: “Sí, abuelo, quiero helado”. Y la respuesta vino de Álvaro, con su voz inconfundible de narrador de Los intocables, que se oyó no sólo en todo el comedor, yo creo que hasta varias cuadras más allá, en el Paseo de la Castellana: “¿Helado? ¡El último que pidió helado aquí fue García Lorca y lo fusilaron! ¡Vámonos!”. Y salimos del comedor en medio de un silencio que ensordecía.
Algunos años más tarde llegué solo a París, de paso no sé a dónde; me enteré de que los Mutis estaban ahí y los llamé al hotel Saintes-Péres, donde siempre los alojaba la editorial francesa de Álvaro. Los agarré desayunando y me conminaron a acudir inmediatamente para acompañarlos a comprar ropa jean. La ropa jean era una de las preferidas de Álvaro, y había descubierto que en la rue de Rennes había, en los andenes, numerosos tenderetes donde se vendía aquella ropa. Así es que ni cortos ni perezosos tomamos el metro hasta Montparnasse, y una vez en la calle encaminamos nuestros pasos a la de Rennes, que desciende derechita hasta el boulevard Saint-Germain y el Sena.
Fue una gozada asistir al espectáculo de Álvaro regateando con todos los vendedores —en su mayoría tunecinos, marroquíes, argelinos— y haciendo un uso descarado de su dominio del francés y de la psicología levantina. Carmen y yo nos quedábamos siempre aparte, un poco alejados del espectáculo, para gozarlo mejor, y yo me preguntaba cuántos rasgos de Maqroll habrá sacado su creador de esos enfrentamientos dialécticos con el mundo mediterráneo.
Alrededor del mediodía llegamos por fin, y sin haber comprado nada, a la esquina de la rue de Rennes con Saint-Germain, y Álvaro dijo: “Tengo hambre. ¿Dónde vamos a almorzar, Baden Powell?”. Y como cuando Álvaro tenía hambre siempre era un caso de emergencia inmediata y urgente, miré a mi alrededor y elegí lo más cercano: “Vamos a Lipp”. Álvaro miró a Carmen y le preguntó: “¿Vamos a Lipp, Carmen?”, y Carmen dijo que sí. Entramos en Lipp, a dos pasos de distancia de donde estábamos, y tuvimos suerte porque los franceses empiezan a sentir hambre más tarde que Álvaro, de manera que conseguimos una buena mesa en el piso bajo.
“Aquí vendría bien uno de aquellos intermedios líricos con que don Pío Baroja mechaba sus novelas: “¡La Lipp, la vieja Lipp, tan alsaciana y tan francesa, a la que los envidiosos llaman ‘sucursal de la Cámara de Diputados’! ¡La Lipp, la vieja Lipp, cuyas paredes guardan el sonido de las voces de Gide, St.-Exupéry, Malraux, Camus, Sartre! ¡La Lipp, la vieja Lipp, la reina de la braserías parisinas, en el fondo de cuyos espejos se sigue retocando el pelo Juliette Greco!”).
Lo cierto es que almorzamos comm’il faut, y estábamos ya en la fase del trou normand (los franceses llaman “el agujero normando” a la copa de Calvados al concluir una buena comida), cuando Álvaro, sentado a mi lado y frente a su esposa, comenzó a desarrollar algo así como un discurso que, conforme avanzaba, me iba asombrando más y más, y no sólo a mí, también a su destinataria: “Carmen, yo soy un poeta que empezó joven y desde los primeros poemas recibí el elogio de Octavio Paz, conseguí bastante fama como lírico, y luego, al jubilarme, me dediqué a escribir novelas, y también conseguí bastante fama como narrador, y no sólo eso, me nombraron comendador de la Orden del Águila Azteca, en México, y me concedieron la Orden al Mérito, de Francia, me otorgaron el Premio Nacional de Poesía de Colombia y el doctorado honoris causa por la Universidad del Valle, y he ganado los premios Xavier Villaurrutia y el Médicis Étranger, y el Nonino, y el Roger Caillois, y el Grinzane-Cavour, y ostento la Gran Cruz de la Orden de Boyacá y la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio”.
Aquí hizo una pausa, tomó un sorbo de Calvados, y continuó: “Y este señor que está sentado a mi lado es un pinche periodista español que se gana la vida en una oscura emisora alemana que dizque transmite en español. Pero este señor, cuando le pregunto que dónde vamos a almorzar, de la manera más natural del mundo me responde ‘Vamos a Lipp’... ¡un lugar donde nunca me atreví a entrar por respeto a su historia y a la sagrada memoria de quienes han comido aquí!”. Ahora hizo otra pausa, más breve, sólo para que se entendiera a cabalidad la conclusión de su razonamiento, formulada staccato: “Eso, Carmen, es Europa”.

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