Un escritor que deja de publicar y se dedica a componer retratos escritos es el eje de lo nuevo de Alessandro Baricco
Alessandro Baricco, escritor italiano. Trabajó en cine, televisión y teatro/Revista Ñ |
En noviembre del año pasado, el eterno candidato al Nobel de
literatura Philip Roth produjo un pequeño cismo en las placas tectónicas
del mundo literario: anunció que dejaría de escribir. Y lo hizo, como
no podía ser de otro modo, escribiendo.
Mr Gwyn, la última novela del italiano Alessandro Baricco, autor –entre otras obras premiadas– de Seda
(un long seller que fue llevado al cine en el 2007 y lo convirtió en
una celebridad) comienza con una nota publicada en una prestigiosa
revista literaria por un escritor de gran popularidad que enumera
cincuenta y cuatro cosas que no va a hacer nunca más. Las últimas dos
son: escribir otra novela y publicar.
Que Philip Roth le aguara
el argumento, superando con hechos reales el poder de la ficción, no
constituiría un problema, si no fuera porque Baricco se encarga sólo de
diluir con grandes dosis de superficialidad y lugares comunes su propia
historia.
El escritor en cuestión se llama Mr. Gwyn, nombre que le
da título al libro. Y salvo por las afirmaciones retóricas del autor, y
de la enorme admiración que le profesa su agente literario y amigo Tom,
no hay otro dato que deje claro por qué se supone que es tan brillante y
reconocido. Las ideas que despliega son presentadas como grandiosas,
pero no pasan de apenas ingeniosas y, en rigor, poco originales: una de
ellas es escribir una guía de las mejores lavanderías de Inglaterra. La
otra, la que da pie a la trama de la novela.
Mr. Gwyn, después de
jurar sobre sí mismo que jamás volverá a publicar una novela, comienza a
sentirse irremediable y literalmente perdido. Empieza a experimentar
una especie de delirio, durante el cual conversa con una señora que
conoce un día pero después resulta que está muerta, y se desorienta en
la calle a tal punto que tiene que pedirle a su agente que lo rescate
para conducirlo de vuelta a su casa. Tom, que está postrado en una silla
de ruedas, manda a Rebeca, su secretaria, y este encuentro resultará
decisivo.
Luego de pasar por casualidad por una galería de arte,
Mr. Gwyn se detiene frente a la obra de un artista que fotografía
personas comunes y corrientes completamente desnudas. Y es ahí cuando se
le ocurre la “brillante” idea de realizar retratos. Retratos escritos.
Retratos que no constituyan una descripción física de las personas, sino
que reflejen algo de su esencia. Para ello, desplegará una puesta en
escena que incluirá un estudio medio derruido pero pintoresco, una banda
de sonido y una iluminación especial. Pero antes de poner en práctica
su nuevo negocio –porque de eso se trata– necesita probar que eso que se
propone es posible. Entonces contrata a Rebeca, para realizar su primer
retrato.
Baricco demora la mitad del libro para llegar hasta acá
y, hasta entonces, quedan esperanzas de que cumpla lo que viene
prometiendo. Pero una vez que el escritor dentro de la novela comienza
el experimento, que los pocos allegados consideran descabellado y
terriblemente excéntrico, las ideas de Baricco empiezan a chocarse, como
en un laberinto sin salida, e intentan escapar del atolladero de la
peor forma: desesperada, nerviosa e incongruente. Rebeca, que hasta
entonces era un personaje secundario, se convierte en la protagonista,
las peripecias de ambos personajes se aceleran y concluyen en un final
melodramático trillado.
Una pena: Mr Gwyn
podría, si quisiera, pertenecer a esa constelación de escribas que la
ficción creó para reflexionar sobre la relación entre creación y
escritura, mundo y conocimiento: los enormes e insaciables Bouvard y
Pecuchet de Gustave Flaubert, y el Bartleby de Melville, pero no lo
logra.
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