No sé yo si puede decirse de algún otro escritor con mucha influencia en los que le siguieron que su mejor obra la haya firmado otro. De Proust no se puede decir, ni de Borges, desde luego, ni de Nabokov: los proustianos, los borgianos y los nabokovianos tienen que inventar otras sendas porque sus maestros eran los peores maestros, es decir, aquellos que no permiten que los discípulos puedan ir un paso más allá
Ramón Gómez de la Serna, autor español, que abrió senderos como las gregerías./elmundo.com |
La mejor novela de Ramón Gómez de la Serna se titula 'Roque Six'. Su
único defecto es que no la escribió Gómez de la Serna, sino José López
Rubio, que luego de publicada a finales de los años 20, no volvió a
incurrir en la narrativa, se dedicó al cine en Hollywood y al teatro en España y entró en la Academia con un famoso discurso titulado La otra generación del 27, reivindicando a los humoristas, considerados escritores menores, de tan seria generación.
Como bien se sabe, Ramón era un desastre como novelista. Su necesidad
de hacer ramonismo en todo lo que hacía, de no poder quitarse de en
medio nunca, le impedía explorar nada con la suficiente sustancia
narrativa como para llegar a alguna parte que no fuera, precisamente, el
punto del que partía: el ramonismo. Por eso sus cuentos son mejores que
sus novelas, y sus microrelatos mejores que sus cuentos y sus aforismos
mejores que sus microrelatos. El propio Ramón no supo explotar -narrativamente- su descubrimiento
(él llamaba invento a la greguería, y le buscó un árbol genealógico y
rastreó greguerías en la Antigüedad, pero en realidad fue un
descubrimiento: quiero decir, la greguería ya estaba allí, y lo que
venía a decir fundamentalmente es: todo es poético, hay poesía en todas
partes, no hay otra cosa en el mundo que poesía, aplicad una lente de
aumento sobre la superficie de las cosas y veréis que las cosas dicen
cosas distintas y maravillosas). Cada vez que lo intentó, y lo intentó a
menudo, se le iba la mano: 'El doctor inverosímil', 'El incongruente',
'La nardo', 'El torero Caracho' son grandes cementerios donde quedan
muchos párrafos vivos, pero cansa pasearlos para encontrar unas cuantas
flores frescas.
Fue Gerald Brenan quien, en su Historia de la Literatura Española,
intuyó que alguien alguna vez podría sacarle mucho partido narrativo al
descubrimiento de Ramón. Poético se lo habían sacado los ultraístas y
casi todos los del 27, y luego es inexplicable buena parte de la obra de
Luis Rosales sin la presencia de Ramón. Rosales es quizá quien mejor condujo a Ramón a pozos más oscuros que los que Ramón habituaba a utilizar.
Pero ¿y narrativamente? Entre los jóvenes prosistas de los años 20
estaba Samuel Ros, y cuando reseñaron su primer libro de relatos en 'La
Gaceta Literaria', el crítico dijo: "Empezar diciendo que este libro es
ramoniano es no decir nada, porque todos los libros de los jóvenes
escritores hoy son ramonianos". Hasta ese punto llegaba su influencia, y
es fácil buscar a Ramón en cosas de entonces, más allá de Ramón. Por
ejemplo, en Pedro Salinas, un narrador mucho más cuidadoso que Ramón, en
su primer libro de relatos, 'Víspera del gozo', basta pasear la mirada
aquí y allá y encontrarse con un Ramón más estilizado, "el sol trata de
escapar de su propio fuego y se esconde en los portales y los patios
para refrescarse un poco", o cuando describe el rostro de la amada y no
puede porque sobre él se han ido acumulando capas de miradas y caricias
que se hacen de repente visible a ojos del amante ocultando los rasgos
de la muchacha. Por ejemplo, Benjamín Jarnés, 'El profesor inútil', todo
él ramoniano. Por ejemplo 'Hermes en la vía pública', de Antonio de
Obregón, la última novela de la algarabía vanguardista, con esa muchacha
de pelo corto a la que sólo enamoran los golpes de estado, asaeteada de
greguerías.
Hay en Ramón, obviamente, un punto de infantilismo que se contagió a toda la vanguardia,
pero qué remedio: su descubrimiento parte de la certeza de que hay que
mirar el mundo con ojos nuevos, que se irán ensuciando ellos solos con
el paso del tiempo. Puede llegar a resultar molesto ese infantilismo, ni
que decir tiene, sobre todo porque es difícil vehicular desde ese tono
cualquier escena dramática. Para dramas, ya tenemos a Blasco Ibáñez,
debieron pensar los jóvenes escritores de los años 20, que se entregaron
a la euforia ramoniana sin el descuido que tantas veces practicaba
Ramón para cantar el mundo y también sin su abundancia: un niño puede
decir dos o tres cosas memorables, pero si se le da cancha y no para de
hablar, de querer tener gracia ?gracia en el sentido más alto del
término- pasa a ser un incordio. Que es lo que a menudo pasa con Ramón.
No sé yo si puede decirse de algún otro escritor con mucha influencia
en los que le siguieron que su mejor obra la haya firmado otro. De
Proust no se puede decir, ni de Borges, desde luego, ni de Nabokov: los
proustianos, los borgianos y los nabokovianos tienen que inventar otras
sendas porque sus maestros eran los peores maestros, es decir, aquellos
que no permiten que los discípulos puedan ir un paso más allá. Necesitan
hacer grandes esfuerzos para tapar las voces de los maestros. Si
embargo Ramón era el maestro perfecto: abrió sendas que no exploró. Y en
esas llegó López Rubio y escribió esta joya titulada 'Roque Six',
escrita como en estado de gracia, tan moderna -al funcionar como libro
de cuentos y como novela, como relatos ligados en una narración-, tan
equilibrada y elegante. 'Roque Six' es un tipo que muere y resucita seis veces,
sin darse cuenta de cómo lo hace. Sabe que en un momento dado se muere,
pero al rato está en otro sitio, con otro nombre y otra conciencia.
Después de publicarse por vez primera, hubo de padecer un largo
silencio, a pesar del reconocimiento que aupó al escritor como autor
teatral. En los años 80 la redescubrió Gimferrer que la publicó en Seix
Barral. Ni por esas entró en el canon. Luego se hizo otra edición, y si
bien es verdad que no hay muchas novelas nuestras de los años 20 de las
que pueda decirse que se han editado tres veces, también lo es que
'Roque Six' sigue considerándose una más del pelotón de novelas
humorísticas de la época, cuando es mucho más que eso: en primer lugar,
nada más y nada menos que la mejor novela o la única novela realmente
buena que escribió uno de los escritores más personales y radiantes de
nuestra literatura, el gran Ramón. Su único defecto es que no la escribió él.
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