16.8.11

Villoro: "Ningún libro quiere ser escrito"

"Recuerdo la imagen extraordinaria de Defoe: uno de los primeros detalles que Crusoe advierte al caer al agua son dos zapatos que no hacen juego." Así define el escritor mexicano el naufragio de sus lecturas y experiencias. También habla de humor, violencia y política
Juan Villoro, autor de Dios es redondo.foto.fuente: Revista Ñ

Podríamos aceptar, como decía Schopenhauer, que desde un punto de vista general, la vida de cada individuo es un espectáculo trágico, pero que desde uno particular se convierte en un sainete. Es decir: las vicisitudes y los tormentos, las molestias incesantes, los ataques de pánico y la realidad conspirando contra nuestra propia existencia son verdaderos pasos de comedia. Detalles por los que todos terminamos convertidos en actores secundarios de una sitcom . George Costanza, el amigo gordo, feo y fracasado de Jerry Seinfeld es el personaje más divertido de la serie justamente porque todo, siempre, le sale mal; porque vive con los padres y no tiene trabajo, porque cada mujer con la que logra una cita se da cuenta del terrible error de la naturaleza que George representa. Juan Villoro podría ser el guionista detrás de George. Podría ser Larry David. Por ejemplo, si en este momento le propusiéramos al escritor mexicano ensayar su autorretrato, la mirada irónica lograría imponerse ante la egomanía. Puesto en este incordio, Villoro explica que el problema es que todos los autorretratos salen desenfocados. "No describes lo que eres sino lo que quieres ser. Entonces me hubiera gustado ser un autor ruso, plasmar emociones volcánicas en una novela, sobrevivir a Siberia, tener personajes que fueran terroristas mesiánicos, campesinos iluminados, mujeres frágiles que lo resisten todo, pero dediqué demasiado esfuerzo a tener cara de ruso y me quedé sin energías de aprender el idioma. De manera inevitable, me convertí en un lugar común de Coyoacán, el barrio donde vivo".

Sabemos que el humor es algo subjetivo. Que la situación y el estilo son las fuentes principales de la comicidad. Ambas dependen a su vez del timing y el timing , en literatura, no es otra cosa que el orden de las palabras. Convertirse en un "lugar común de Coyoacán" después de haber deseado ser un "autor ruso" no puede generar otra cosa más que una estruendosa carcajada. El humor trabaja sobre los cimientos de la vulnerabilidad y la fragilidad humana, con los errores y los miedos de cada persona y alguien, para ser gracioso, primero debe ensayar frente al espejo. ¿Cuál es la imagen que tiene Juan Villoro de un tal Juan Villoro? "El problema es que vivo conmigo mismo. Trabajo por mi cuenta, eso significa que todos los días deseo despedirme y todos los días me vuelvo a contratar. Me gustaría caer en gozosos estados de irresponsabilidad pero no puedo hacerlo. Una amiga me dijo: 'Estás demasiado tenso: déjate ir'. Le hice caso, pero me 'dejé ir' al dentista, el colmo de la tensión. La vida me parece tolerable gracias a los demás." El humor, se sabe, es uno de los atributos de la inteligencia.


La risa como nervio

Hijo del filósofo mexicano Luis Villoro, uno de los intectuales más destacados de su país, Juan Villoro enfrentó la herencia con sinceridad: confiesa que fue un lector tardío y en vez de Letras estudió Sociología por un "prurito vitalista". Surgió en la escena literaria con los relatos de La noche navegable (1980), Tiempo transcurrido (1983) y Albercas (1985), que exhibían una picaresca neocostumbrista desde la perspectiva adolescente. Melómano empedernido y cronista meticuloso, en los años noventa, según el ensayista José Carlos Castañeda, formó parte de una generación de escritores mexicanos que convirtieron a la risa en el nervio central de la mirada literaria. Narradores como Enrique Serna o Francisco Hinojosa trabajaron con el humor para revelar la ambigüedad moral del mundo y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás. Ese humor que termina provocando un extraño placer: el que proviene de la certeza de que no hay certeza. No por nada Villoro sigue escribiendo periodismo, aunque sea un oficio peligroso en un país escandalizado por la violencia reverberante del narcotráfico.

El escritor chileno Rafael Gumucio, otra pluma irónica, considera que toda la obra de Villoro puede leerse como una liberación ante la moral de los padres, esos que separan lo vulgar y lo pedestre, lo moral y lo inmoral. Su trabajo ha sido, justamente, el de "internarse con la más exigente preparación intelectual en los territorios que se le suponen vedados por banales al escritor". Para Gumucio, todo lo que ha escrito Villoro se basa en la idea de que nada es banal, de que nada está ausente de sentido profundo, de que todo conduce, de alguna u otra manera, a las preguntas importantes, que son importantes porque no le tienen miedo a ninguna nimiedad. Si hace falta algún ejemplo, ahí tenemos la línea del protagonista en el cuento "Campeón ligero" del libro La casa pierde : "Hay que saber ocultar el respeto que uno le tiene a la cultura".


El caballero andante

Villoro considera que el escritor "debería desconfiar de lo que hace", porque la única prueba válida para juzgar que un texto suyo es aceptable es que de pronto le parezca escrito por otro. "Cuando el resultado funciona, te rebasa. La originalidad siempre es ajena." El autor de novelas como El disparo de argón y El testigo tiene la capacidad de construir con el detalle analogías existenciales. Por ejemplo: que un psicoanalista use una rosca inflable en su asiento es un dato revelador para la historia. Significa que tiene hemorroides y entonces alguien que sufre de manera íntima podrá ayudar a otro a confesar sus horrores. Al igual que los grandes narradores, Villoro puede analizar el fútbol ( Dios es redondo ) y encontrar en el circo y el negocio una esencia oculta perdida hace tiempo para convertir el deporte en mitología. También es habitual encontrar en sus personajes la reflexión trascendente sobre la identidad. Es el eje que recorre los cuentos de Los culpables: protagonistas angustiados por no entender quiénes son. Ahí están el futbolista que prioriza sus traumas o el mariachi que aspira a dejar de ser mariachi. En sus textos hay una metafísica de lo real. Es la característica de los filósofos o de los poetas. Tal como Villoro analizó en un ensayo sobre Nabokov, podríamos pensar su narrativa como poesía inadvertida, donde el ritmo opera sin hacerse evidente y los detalles "riman" en una red de misteriosas concordancias. Sus historias son el corte de difusión de un álbum clásico. Uno quiere escucharlas una y otra vez. Son textos que parecen tener estribillo, y sus frases, que logran un uso borgeano del adjetivo sin llegar a ser circunspecto, gozan de la arquitectura del hit. Tienen la capacidad de la hipnosis y por tanto acceden a los rincones ocultos del inconsciente colectivo.

"Mi condición habitual es el jet-lag", dice el protagonista del cuento "Patrón de espera". "Me he acostumbrado al desfase en la percepción, las cosas que veo cuando debería estar dormido". Villoro podría ser el dueño de esta línea. Entre México D.F., Barcelona y París, esta entrevista se planteó por mail, se confeccionó entre la fiebre de una parte y los trasbordos de la otra hasta llegar a Buenos Aires para participar de un taller sobre periodismo narrativo de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano que se realizó en Proa, al estreno de una obra teatral de su autoría dirigida por Javier Daulte ( Filosofía de vida ) y la presentación de algunos de sus libros ahora reeditados ( Materia dispuesta y La casa pierde ). Tan cordial y mexicano llega a ser Villoro que no sabe (o no puede) rechazar la infinidad de invitaciones que le hacen para abrir conferencias, brindar entrevistas públicas, participar de congresos de literatura infantil, mantener las charlas más extravagantes (sobre fútbol, sobre narcotráfico, sobre el ser mexicano) en singulares escenarios de la cultura latinoamericana o europea. Según Gumucio: "Villoro es un artista en el arte de cumplir". Ambos se conocieron mientras vivían en Barcelona y cada dos semanas se reunían en el restaurante Bauma a destrozar con la vista al análisis pormenorizado. "Primero lo hace con él mismo, algo que resulta bastante elegante de su parte", confiesa Gumucio, para quien la aceptación constante de invitaciones es una suerte de método, la esperanza de que donde menos se lo espera, en las invitaciones más extrañas, en los encuentros menos deseados, se producirá de pronto la síntesis, el milagro.

La tentación del viaje es ser otro en otras circunstancias: cada viaje es reconstruirse, reinventarse. Y si hay algo que te caracteriza es que vives de viaje. ¿Cómo te modificaron?
-Para mí, los viajes son como la estrella de Belén. Cuando llega la oportunidad de hacer uno sin que me lo haya propuesto, sigo esa estrella. Planeo pocos viajes en plan turístico y detesto las visitas relámpago. Prefiero los viajes largos. No consulto guías ni mapas; tampoco uso cámara ni celular, y es posible que no me entere de muchas cosas. Pero siempre hay gente que sabe lo que necesitas. Hace poco coincidí en Corea del Sur con Martín Caparrós, que es un viajero más curtido que yo. El apenas llevaba unas horas en la ciudad y ya estaba perfectamente orientado; conocía nombres, coordenadas, la historia de un río recién recuperado (que además ya había visto). En cambio, yo no sabía en qué bolsillo había dejado mis anteojos para ver de lejos. Pero no importaba: ¿para qué voy a orientarme si Caparrós ya se orientó? Dos temas opuestos deciden mis viajes: la sorpresa y la constancia. De golpe me intereso en cosas que no me interesaban (esto se puede referir al lugar en sí o a un cambio de conducta). Al mismo tiempo, lo que ya estaba haciendo, pensando o leyendo prosigue bajo otra luz. El desenlace de una historia puede estar en un sitio distinto.

En el ensayo "Lichtenberg en las islas del Nuevo Mundo" mencionas la condición de náufrago y se me ocurrió pensar al ensayista como un náufrago de sus lecturas. Es decir, a Juan Villoro en medio del océano, rodeado por los restos de un naufragio intelectual. ¿Es un delirio?
-Nada define mejor mi escritorio que el naufragio. Recuerdo la imagen extraordinaria de Defoe: uno de los primeros detalles que Crusoe advierte al caer al agua son dos zapatos que no hacen juego. Eso define un naufragio: las cosas dejan de rimar entre sí. Veo mis papeles en el escritorio y en el suelo y son como zapatos de distintas personas. La imagen, por supuesto, se extiende a lo que leo y recuerdo. El consuelo es que así se sobrevive.

Hay hombres que viven en condición de náufragos. Pienso en Baudelaire y en Kerouac: dos formas distintas de naufragar. ¿La única manera de escribir es en ese estado?
-Escribir es estar incómodo. A veces te conviene un naufragio real, a veces un naufragio mental. Te rebelas contra algo para superarlo por escrito. A veces, los escritores agregan molestias a su trabajo para seguir alertas. Schiller colocaba frutas en el cajón de su escritorio para que el olor a podrido lo incomodara lo suficiente para seguir trabajando. Las dificultades son un aliciente. Además, al escribir no sólo te opones a un mundo insuficiente, sino que los materiales se oponen a ti: ningún libro quiere ser escrito. Es lo interesante del asunto. El texto no está ahí para que lo descubras sino para resistirse. Escribí una novela sobre este tema: El libro salvaje . Es la historia de un libro outsider , que no quiere tener ningún lector. Pertenece a lo que se llama "literatura juvenil", lo cual quiere decir que puede ser leída por cualquiera que haya tenido 13 años.

Julio Valdivieso, el protagonista de tu novela "El testigo", también termina siendo un náufrago: se escapa al desierto. Y esa es siempre una frontera. ¿Piensas que la literatura latinoamericana, necesariamente, es fronteriza?
-Hay muchos tipos de escritores latinoamericanos y no creo en las tendencias nacionales.Lolita no es una "road novel" norteamericana ni rusa, sino nabokoviana. La idea de frontera, por supuesto, es un gran estímulo literario, no sólo como idea espacial sino como transgresión de un límite.

El testigo explora el sentido de pertenencia. Julio Valdivieso pasa 24 años lejos de su país. Al volver, descubre que el lugar es otro y que él también es otro. Más que un protagonista es un testigo de su propia vida; busca integrarse, sin saber muy bien lo que eso significa. En su último rito de paso cruza una frontera decisiva hacia el origen, o hacia la mujer y el territorio que para él representan eso. Me interesaba explorar la noción de pertenecer a un sitio en un sentido sensorial y cognoscitivo, sin pasar por las referencias a la identidad nacional. ¿Hasta dónde podemos redescubrir lo propio? Hacia ahí se dirige la novela.

Entonces podríamos considerar la periferia, estimulante.
-La ventaja de la periferia es que permite ver el centro. Maupassant se opuso a la construcción de la Torre Eiffel, que le parecía un adefesio moderno. Un día lo sorprendieron comiendo en el restaurante mirador de la Torre y se explicó de esta manera: "Es el único sitio desde el que no se ve la Torre Eiffel". Lo mismo pasa con el centro: lo entiende mejor quien tiene perspectiva para verlo. Nadie consagra mejor la primavera que un ruso.

Estudiaste nueve años en el Colegio Alexander von Humboldt de México D. F. y casi todas tus materias se dictaban en alemán. El alemán fue tu primera lengua escrita pero en tu familia nadie más hablaba ese idioma. ¿Qué aprendiste de esa época en la que fuiste un extranjero en tu propia tierra?
-La mayor lección fue que nada me gusta tanto como el español. Estudiar en una lengua impuesta, de enorme dificultad, convirtió mi idioma en una liberación. Con el tiempo, aprendería a admirar el alemán, pero en principio lo recibí como un castigo. Me costó años enterarme de que se podía estudiar en mi propio idioma. En mi primera infancia pensé que ir a la escuela consistía en aprender un lenguaje raro, sin uso aparente. Cuando supe que la educación en español era posible inicié una campaña para cambiarme de colegio. Lo logré después de nueve años en el alemán.

Tus ensayos brindan la imagen de un hombre que ha leído toda su vida. ¿Es la única semejanza de Villoro con Don Quijote?
-Soy un lector tardío y disperso, pero ansioso, lo cual significa que busco relaciones intempestivas entre muy distintos textos. Comencé a leer en serio a los quince años, más tarde que otras personas, y no he seguido una disciplina muy precisa. Por un prurito vitalista, no quise estudiar Letras. Me pareció que un amor apasionado se podía convertir en un matrimonio por conveniencia del que sólo me libraría pagando pensión alimenticia. Estudié Sociología y me interesé lo suficiente en la contracultura para dedicarle más tiempo a los discos que a los libros durante varios años. Todo esto me descalifica como erudito. Lo importante del Quijote, como ha señalado Piglia, no es que haya leído mucho sino la forma en que lo hace: es el último lector de una tradición; entiende las novelas de caballería como nadie más lo hace. En ese sentido es un modelo. En mis ensayos no pretendo abrumar con lo leído sino sugerir que se puede leer de otra manera.

Tanto en tus crónicas como en tus cuentos, el uso del detalle es revelador. ¿Crees que la ficción necesita de este elemento para construir un verosímil?
-Las cosas existen porque les da la gana, pero creemos en ellas por un detalle. El tribunal de la verdad depende de minucias. Lolita no es una abstracción: es una niña a la que un patinador descuidado dejó una cicatriz en el tobillo. ¿Cómo no creer en algo tan exacto? Es cierto que los ojos de Madame Bovary cambian de color. Lo importante es que son precisos de distintos modos. El sentido de la literatura puede depender de grandes emociones o grandes ideas, pero creemos en ellas por significativas bagatelas.

En sus cuadernos, Lichtenberg anotaba sus reflexiones "con el rigor y la franqueza de quien no escribe para ser leído". ¿Crees que escribía diferente el Villoro inédito al Villoro de hoy?
-Todo autor que publica presupone un público. También quien lleva un diario puede hacerlo en forma implícita, suponiendo que lo leerán después. En De eso se trata dedico un ensayo a ese tema. Nunca he llevado un diario pero me intriga que otros lo hagan. El caso de Lichtenberg es peculiar porque no era un escritor sino un físico que al modo de un tendero llevaba un "libro de saldos", donde anotaba las sumas y las restas de su vida. En ese sentido, no presuponía un público; carecía de conciencia de cómo sería percibido. Sin embargo, reflexionaba mucho sobre la lectura. Uno de sus más conocidos aforismos es: "Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él, no puede ver reflejado a un apóstol". Al leer, incorporamos al texto lo que llevamos dentro. Nunca he escrito al margen de la posibilidad de ser leído, pero estoy seguro de que el mejor lector es un perfecto desconocido, alguien que nunca sabrás quién es y sólo se comunica contigo a través del texto, sin saber nada más de ti. Ese tipo de lectura, que tiene algo de "póstuma", es la más generosa: no buscas al autor de izquierdas, de éxito, de culto o que te simpatizó en la televisión, sino que te quedas con el texto. En el plano opuesto al diario están las cartas: escribes para un lector que conoces perfectamente y al que sabes qué le interesa. Esa forma privada de la literatura me gustaba mucho. A veces escribo mails como cartas, pero tengo que pedir disculpas por la extensión.

-¿Recuerdas el momento en el que descubriste, siendo un escritor en formación, qué fisura transgredir para abrir una nueva veta en la literatura mexicana?
-Los autores mexicanos que más he leído y comentado son Juan Rulfo, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol en prosa, y Ramón López Velarde en poesía. Cada autor elige una zona de la tradición desde la que trabaja mejor. Me gustaría pensar que la alucinada densidad de Rulfo, el humor irreverente de Ibargüengoitia, la mezcla de géneros de Pitol y la reinvención sensorial de los detalles cotidianos de López Velarde tienen que ver con un reciclaje del canon.

En "La obra maestra desconocida", Balzac reflexiona sobre el trabajo del artista en la figura de Frenhofer y plantea que el arte no debe copiar la naturaleza sino expresarla. Este maestro rehace la pintura de un joven con tres pinceladas y así "le da vida" a la obra. ¿Cuáles son las tres pinceladas que el escritor y el cronista necesita para darle vida a un texto?
-La realidad del texto no está en la "realidad". Lo que nos convence por escrito no es lo que resulta fiel a la abigarrada cotidianidad, sino lo que ahí causa un sentido especial. Frenhofer debe reproducir un pie con colores; por tanto, debe ser fiel a la lógica de sus materiales. De nada le serviría ir con un podólogo. En los ensayos de teatro, los actores suelen hacer preguntas al dramaturgo para encontrar a su personaje. En mi experiencia, no ayuda mucho aportar información concreta sobre el oficio del personaje. Si representan a un abogado, es inútil que estudien Derecho romano. Si ese abogado está desesperado por ganar un juicio y se embarca en un desbocado monólogo final, es más fácil pensar en él como un ciclista borracho que va en picada. Es el misterio del arte: un abogado lleno de angustia que se entiende a sí mismo como un ciclista borracho, convence... y gana el juicio.

Hace tiempo que se viene discutiendo sobre la coyuntura que marca a una generación. Un acontecimiento histórico sin el cual sea imposible escribir. ¿Es imprescindible la existencia de una coyuntura?
-Me gusta que la historia se enmarque en la Historia. Materia dispuesta es una antinovela de formación ubicada entre dos terremotos, el de 1957, que tiró el Angel de la Independencia y el de 1985, que devastó la ciudad de México. Casi todo lo que escribo alude de manera directa o tangencial al proceso histórico que circunda la trama. No lo considero un mandato general, pero a mí me interesa aludir a un contexto. Siempre me han cautivado los objetos distantes que pintan los paisajistas. A lo lejos, bajo las patas de un caballo encabritado, se ve un castillo diminuto. El cuadro no sería el mismo sin ese punto de fuga. Ese castillo difuso no protagoniza el lienzo, pero revela que hay algo a lo lejos. Para mí, ese punto de fuga es la Historia.

En "8.8 El miedo en el espejo" la imposibilidad de narrar el terremoto (que vives en Chile) convierte a tu escritura en un collage, en esquirlas. ¿Podríamos decir que tu vida literaria y personal está perseguida por estos temblores?
-En el 8.8 digo que "los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma". Los terremotos han estado presentes en toda mi vida, pero mi relación con ellos ha cambiado. En la infancia los confundía con los pasos de mi padre y tenían algo arrullador; eran divertidos. Poco a poco entendí su peligrosidad hasta llegar al sismo de 1985, que arrasó la ciudad de México y donde uno de mis mejores amigos murió haciendo guardia en el Hospital General (a él está dedicada Materia dispuesta ). Ese impacto fue tan contundente que no me atreví a escribir de él en forma directa. Tal vez por pudor o porque me pareció oportunista narrar algo que nos dolía tanto, eso quedó como una mancha, una sombra que aparecería en algunas historias sin llegar a definirlas. El terremoto de Santiago fue mucho más fuerte desde el punto de vista telúrico. Esa sacudida mayúscula me obligó a regresar al terremoto anterior. 25 años después pude encararla. En este caso la receta médica decía: "Agítese después de usarse".

Hace algunas semanas, Rossana Reguillo dio un seminario en Buenos Aires que tenía como título "Cuando morir no es suficiente", a partir de un trabajo que está haciendo sobre el narcotráfico. Trató de explicar una situación compleja en la que, según la investigadora, no hay sistema lingüístico que soporte el horror que se está viviendo en el país. ¿Cómo se escribe sobre el narcotráfico y cómo se escribe con el narcotráfico a cuestas?
-Rossana es una de las personas que mejor entiende el problema desde un punto de vista cultural. Uno de los errores del gobierno es que ha centrado la lucha contra el narcotráfico en el aspecto militar. En su trabajo de campo, Reguillo ha probado que para muchos sicarios la mejor opción de vida es el narco. No hay otra alternativa social, política, deportiva, cultural o religiosa que les dé ese sentido de pertenencia, esas emociones, esa integración y autoestima, por no hablar de dinero. Al mismo tiempo, la escala del horror se ha convertido en algo difícil de describir. ¿Cómo relatar eso sin banalizarlo ni contribuir al espanto? También las palabras están heridas de muerte: para sobreponernos a lo innombrable, comenzamos a usar el lenguaje del crimen. Los locutores de televisión dicen que alguien fue "levantado" en vez de decir que fue secuestrado. Tenemos un doble desafío: criticar el horror y crear un espacio que no sea horror. No se puede combatir el mal sin prefigurar al mismo tiempo una esperanza. Volvemos a un tema anterior: la crónica no puede ser sólo un espejo de lo que sucede, debe reelaborarlo para que tenga sentido. La imagen de un decapitado no informa, en el sentido de que no establece un contexto ni una explicación de lo sucedido. El desafío consiste en buscar esa articulación de sentido, y en abrir una ventana a lo que no es espanto. No hay nada más transgresor en este momento que sentirse bien. Debemos contribuir a esa ilusión literaria.

Y en este sentido, a partir de la situación de Javier Sicilia, ¿cómo se vive con la "violencia performativa" del Estado que intenta combatir al narcotráfico con la misma estrategia comunicacional que tienen los narcos?
-El movimiento de Sicilia es muy importante porque se trata de una voz ciudadana y la gente está cansada de los políticos de todos los partidos. Necesitamos transitar de una política representativa a una participativa. Sicilia ha contribuido a esa ciudadanización de la cosa pública. Es una persona de una ética intachable. Obviamente, eso no basta para transformar el país. El movimiento que él encabeza debe precisar sus objetivos y, sobre todo, debe reconocer a sus seguidores. No puede sumar a "todo" México, debe distinguir con quienes puede marchar para buscar un cambio. Hay un momento en que un líder descubre con extrañeza que lo siguen personas con las que no contaba y que le piden precisar la ruta y en cierta medida rebasarla. Javier se encuentra en ese momento crucial.


El filósofo declara

Estrenada el año pasado en México con el título El filósofo declara, Filosofía de vida surge de una obsesión del padre de Villoro, que en una ocasión se irritó porque un colega suyo había "declarado" algo. Protestó: "Un filósofo no declara, razona". Sin embargo, piensa ahora el hijo, hay momentos en los que incluso un profesional del pensamiento es llamado a declarar ante un tribunal. "Para ello debe ser responsable, cómplice o testigo de un crimen. ¿Qué clase de delito resulta específicamente filosófico? El de una muerte por argumentación." Ese fue el disparador de una obra que transcurre durante una noche en la que El Profesor (interpretado por Alfredo Alcón) y su mujer Clara aguardan la llegada de Bermúdez, quien intentará convencer al Profesor de que acepte la invitación de integrar la Academia de Filosofía que Bermúdez preside. La traición recorre una pieza que exhibe una maquinaria conceptual efectiva y articula una crítica punzante sobre la relación que los intelectuales mexicanos establecen con el poder.

Como dramaturgo, ¿trabajas más como un cuentista, como un guionista o piensas que el código teatral se diferencia radicalmente de estos géneros?
-Espero que escribir en otros géneros me haya servido para aportar la mirada del que viene de otra parte, pero sobre todo para entender lo que no es teatro. No me interesa escribir el teatro de un cuentista ni adaptar ahí tramas novelescas, sino explorar lo que sucede cuando el diálogo se convierte en la única forma de la acción.

¿Cómo fue el proceso para que la filosofía sea atravesada por la comedia?
-Mi padre es filósofo. De niño, los únicos adultos que conocí eran filósofos. Fue una educación extraña. Escuché muchos disparates de gente inteligente y fui testigo de neurosis bastante elaboradas. Al cabo de los años ese idiotismo de la razón me pareció cómico. La capacidad de argumentar con perfecta lógica rumbo al delirio es algo fascinante. Filosofía de vida no se basa en nadie en particular; es una invención muy desaforada, pero si imaginas a un niño de 6 años en el escenario, entiendes el ambiente de mi infancia.

-En "Filosofía de vida", el Profesor dice en un momento "Cometí el error de ser filósofo en un país donde la mente se corrige a trompadas". Aunque fue escrita en México, ¿ésta es una virtud continental?
-Es la clásica dicotomía entre civilización y barbarie, un tema muy latinoamericano. Las élites ilustradas han querido actuar conforme a una lógica superior y han atribuido parte de sus derrotas a una patria corrompida que no los merece. Ese límite también ha sido una forma del confort: "No soy Wittgenstein porque esto no es Cambridge". Filosofía de vida explora esa tensión.

México tiene la particularidad de que la mayoría de sus intelectuales trabajan para el Estado. ¿Cómo afecta esta característica a la independencia de pensamiento?
-En la versión argentina de Filosofía de vida , preparada con mucho cuidado por Javier Daulte, suprimimos algunas alusiones a la relación entre los intelectuales y el poder, que es algo específico del caso mexicano. Mi obra es muy crítica del pensador que pretende ser independiente y en el fondo es un bestseller de Estado. Más allá del tema de la obra, la participación de los intelectuales en la gestión pública ha tenido luces y sombras. Entender la administración como un proceso civilizatorio, es decir, como parte de La Obra, permitió a Alfonso Reyes, José Vasconcelos, José Gorostiza, Salvador Novo, Jaime García Terrés y muchos otros crear instituciones culturales que no hay en otros sitios, definir una política exterior progresista, aumentar los niveles de educación en un país con enormes desigualdades. El efecto secundario de esto fue la creación del intelectual burócrata, cuya importancia "cultural" deriva de sus puestos y el manejo de los dineros públicos. No se puede juzgar en bloque a una comunidad, cada autor elige una forma única de salvarse o condenarse, y en México no han faltado autores independientes, que viven exclusivamente de su teclado.

A muchos de tus cuentos (por nombrar dos: "Los culpables" y "Amigos mexicanos") los recorre la traición. También aparece en "Filosofía de vida". ¿Qué encuentras allí?
-Filosofía de vida se desmarca de eso en el sentido de que no alude a la identidad mexicana sino al problema del intelectual y su contexto en cualquier país: ¿Debe ser una cabeza sin mundo, consagrada a la reflexión sin dejarse influir por las bajezas de la vida real? Uno de los personajes cree en esa posibilidad, pero en forma muy problemática. Los cuentos que mencionas hacen una sátira de la identidad entendida como algo unívoco. ¿Qué tan mexicanos somos los mexicanos? ¿Es posible despertarse un día sintiéndose más mexicano que otro? A pesar de que cierta retórica oficial insiste en que eso es posible, tengo mis dudas. Esos cuentos tienen que ver con la identidad como lucrativa representación y simulacro de supervivencia.

¿Con los años, tu idea de México se acerca más a lo horrible o a lo buñuelesco?
-Pertenezco a una generación que fue muy optimista. El país no era una maravilla pero "estaba cambiando": el horizonte sería mejor. Después de la represión de Tlatelolco, en 1968, hubo una política compensatoria de oportunidades para la clase media y liberación cultural. Llegaron profesores latinoamericanos que huían de diversas dictaduras, surgieron nuevas universidades, nuevos periódicos y revistas. Había petróleo, la democratización avanzaba y creíamos en una utopía: cuando tuviéramos elecciones confiables, la voluntad popular elegiría al mejor. En 2000 la democracia llegó con una sorpresa de la que no nos hemos repuesto: el peor puede ganar limpiamente. Hoy México es un país con más de 40 mil muertos en los últimos cuatro años. Nada se ha devaluado tanto como las expectativas. Es algo muy grave. Cuando no puedes creer en lo intangible, la crisis en verdad es real.

Sin culpa no hay historia, dices en un cuento. ¿Qué significa la culpa para Juan Villoro?
-Literatura.

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