Grabado del VII Conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro, realizado por Nicolas Besanzon en el siglo XVIII.foto.fuente:elpais.comUna monfortina coordina un congreso en Nápoles sobre la Academia de los Ociosos fundada por el Conde de Lemos
Una paisana geográfica, que no cronológica, del séptimo Conde de Lemos, la estudiosa Manuela Sáez (Monforte, 1937) coordina en la ciudad italiana un congreso sobre la academia. Se celebrará entre el 28 y el 30 de septiembre y en él hablarán una decena de expertos en arte y literatura italianos del XVII. "Fernández de Castro es un personaje muy reconocido en Italia, aquí no, o no tanto como debería", considera Sáez. El noble monfortino ostentaba el virreinato de Nápoles, en aquella época parte de la Corona española, cuando decidió apoyar a Giovan Battista Manso en su proyecto de academia. "Se llamaban academias, pero eran centros de reunión para intelectuales", expone, "y allí se discutía sobre música, sobre artes, sobre literatura, incluso se hacían representaciones teatrales; aunque también sobre matemáticas, ya que asistían igualmente los hombres de ciencias". Eso sí, no todo estaba permitido: los ociosos no podían debatir ni de teología, ni de política.
Tampoco la Academia de los Ociosos, en la que participaban con asiduidad los poetas Giulio Cesare Capaccio y Giambattista Basile o el dramaturgo Giovanni Battista de la Porta, fue la única iniciativa de política cultural y educativa emprendida por el virrey y conde gallego. Entre 1608 y 1616, período de su mandato, Fernández de Castro se interesó por construir un edificio para la universidad -en la actualidad, un museo arqueológico- y pagó de su propio bolsillo fondos para la biblioteca de Nápoles y para la academia que había contribuido a conformar. "Compraba obras de arte con su dinero, sobre todo los tapices, lo más valorado entonces", señala Manuela Sáez, y los destinaba a patrimonio público.
Al Conde de Lemos, que antes, justo en el período en el que Lope de Vega había sido su mano derecha, era conocido como Marqués de Sarria, le debió el virreino italiano el saneamiento de su hacienda. "Eso lo reconoce todo el mundo", apunta Sáez. Del cargo en Nápoles pasó a presidir el Consejo Supremo de Italia -antes había hecho lo propio con el Consejo de Indias-, hasta que sus protectores, la familia Lerma, caen en desgracia. Las proverbiales intrigas palaciegas, las crónicas se refieren a la conspiración contra él del Duque de Uceda y el Conde-duque de Olivares, lo mandan de vuelta a su villa natal.
Lo que comenzó siendo un retiro voluntario, a partir de 1618, en Monforte acabó convertido en un confinamiento obligatorio. En esta época, Pedro Fernández de Castro centró su atención y sus esfuerzos en Galicia y en la defensa de sus derechos colectivos. Con los contornos que estos tenían en el siglo XVII. También depositario del marquesado de Andrade y de sus tierras en la comarca de Pontedeume, la investigadora Manuela Sáez relata que en 1619, el conde emprende "su vuelta a Galicia en 80 días". Recorre todos sus estados, compra la villa de Noia y se interesa porque el viejo Reino obtenga el voto en Cortes.
Para ello redacta dos obras de política ficción avant la lettre: Historia del diputado gallego con las demás provincias de España y El búho gallego haciendo corte con las demás aves de España. "No vio colmada esa aspiración en vida, solo un año después de su muerte", explica la coordinadora del congreso del cuarto centenario de la Academia napolitana de los Ociosos. Manuel Murguía, tal vez el historiador central del galleguismo decimonónico, explicitó las deudas históricas "del país gallego" con el noble monfortino: "Su pluma, su palabra, su influencia, sus riquezas, todo lo puso al servicio del país gallego".
Fernández de Castro murió en 1622. Fue mientras viajaba a Madrid a visitar a su madre enferma, Catalina de Zúñiga. Finalmente fue él quien, mientras la salud de su progenitora mejoraba, falleció. En la ciudad de la meseta, las especulaciones por la muerte del conde se dispararon. Una carta de Lope de Vega alimentó la polémica -escribía el poeta y dramaturgo: "Mucho hay que hablar y que no es para el papel". Siete años después, sus restos fueron trasladados al convento de Santa Clara, en su Monforte natal. Su viuda, Catalina de la Cerda y Sandoval, terminó ordenándose monja en el mismo recinto.
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