El autor plantea que leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos
Desde siempre me recuerdo leyendo; viviendo ilegalmente, como un intruso, en las historias invisibles y los cosmos virtuales que emergen desde los 28 signos del alfabeto. Con el poder de un demiurgo la tinta se desliza, permutándose, proliferando, sobre la tersa superficie de un papel que siempre tendría que ser como una placenta para mis ensueños y confrontaciones.
No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.
No obstante, hay tiempos aciagos en que abatido por el aburrimiento no encuentro qué leer. Me aburren y abrumaban los textos que no alcanzan a procurarme ese exquisito, excepcional y maravilloso placer catártico, ese conocimiento abisal, esa abreacción que siempre busco en la lectura. De ninguna manera afirmo que no existan todavía muchas obras maestras dignas de ser leídas, que no he leído, y que podría leer. Solo afirmo que únicamente quiero leer lo que me de la gana. Lo que me satisfaga esa gana de placer y sabiduría heterodoxa, esa gana de terror sublime o de carcajada o compasión sonriente. Sólo quiero seguir la muy arbitraria, caprichosa y conspicua veleidad de mis apetencias. Sólo deseo leer lo que extáticamente agite mis númenes y fantasmas insaciables o señale mis máscaras innombrables. Cuando no encuentro qué leer, entonces, quiero y pretendo escribir la historia soñada que yo mismo ansiaría leer.
Sin ninguna culpa saboreo el mortífero sopor que me provocan el Ulises de Joyce o los textos de Antonio Lobo Antunes. Antes de hastiarme alcancé a leer algunas páginas de Los detectives salvajes. Y como sé muy bien que son reputados literatos, no me atrevo a removerlos de mi congestionada mesa de noche donde reposan, injustamente, junto a los otros libros que tal vez nunca leeré, a los que apenas pude comenzar y no supe continuar leyendo, o a los que sólo puedo leer de vez en cuando, distraídamente y entre bostezos.
De manera muy distinta, a veces, recuerdo el vulgar deleite que en alguna época me depararon las novelitas de Corín Tellado. Como olvidar la veleidosa fruición del inolvidable Salgari, de quien perseguí la continuación de una de sus historias para conocer el desenlace, insoportablemente interrumpido, al final de un libro que continuaba en otro, al que durante años y años busqué sin lograrlo encontrar hasta que un hada milagrosa tuvo la muy sesuda y suspicaz ocurrencia de regalármelo. Como olvidar esa emoción impura y exultantemente hollywoodense de los bestsellers que redactan aquellos mercenarios de la escritura, que sin ningún empacho pregonan que su negocio es vender novelas.
Pero quiero justificar y compensar también los desatinos de mi gusto. A carcajada limpia me he batido con El Quijote y El Buscón. Con gusto he padecido el terror sublime de Poe y Lovecraf, y degustado, sin cansancio ni hastío, el inigualable placer de leer a Proust. Desde el conocimiento abisal que procuran Artaud, Sade, Bataille y Castaneda, cualquiera puede arrojarse en la catársis que desatan Edipo y Segismundo. Cada vez que puedo rescato la abreacción que procuran siempre las gestas insumisas de Don Juan, Fausto y Henry Miller. Aunque las sospechosas apariencias así lo indiquen, no haré ninguna otra enumeración para no pecar de recalcitrante pedantería
André Guide no quiso, no supo, o no pudo leer a Proust. En su época de aparición casi nadie leyó a Moby Dick. Durante la edad neoclásica Shakespeare dejó de ser leído como un gran autor hasta que de nuevo lo reivindicaron los románticos. Algún lector ilustrado exaltaba a Vargas Vila en detrimento del mequetrefe de Proust. Insignes editores no han sabido leer a grandes literatos. No alcanzo a imaginar la desazón metafísica del infeliz editor que no supo leer en el Código Da Vinci las posibilidades de ventas millonarias.
Con estos ejemplos solo pretendo argüir que el acto de la lectura carece de cualquier fundamento que lo regule y legitíme objetivamente, más allá de sí mismo, o con respecto a las normas de alguna verdad superior de donde deduciría su validez.
Leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos. Los parámetros de cualquier estética determinada se absolutizan para encomiar los valores que la representan y demeritar lo que no responde a sus dictados.
Si el gran Gide no supo leer a Proust fue porque la burbuja dorada de sus propios dogmas se lo impidió. Shakespeare no encajaba en los cánones neoclásicos. Rechazaron al Código Da Vinci porque no respondía a la visión de mercado que guiaba a esa desgraciada editorial. El prestigio y los premios literarios también obedecen a esa dinámica arbitraria del juicio de lectura sesgado por el prejuicio estético o por una determinada escuela crítica o ciertas exigencias políticas o culturales. Ninguna objetividad es posible en la lectura porque nunca han existido verdaderos principios fundamentales que la sustenten. En la edad del nihilismo nos toca leer sin fundamento.
Parafraseando a Nietzsche -en la interpretación de G. Vattimo- el nihilismo es la situación en la que el hombre reconoce explícitamente la ausencia de fundamento como constitutiva de su propia condición.
Para leer sin fundamento es preciso desatar dentro de nuestra subjetividad lo que Foucault llamó una lucha transversal que deconstruya los pretendidos fundamentos culturales que nos sujetan y predeterminan como si fuesen verdades absolutas. Fundamentos que no pueden ser fundamento por que son simples construcciones o consensos relativos a una época, visión de mundo, o tendencia estética. También seria preciso enfrentar críticamente los supuestos fundamentos que podrían hallarse implícitos o expuestos en el texto leído como si fuesen la representación de alguna verdad trascendente.
Leer sin fundamento implica abrirse completamente al texto para que su otredad misteriosa, para que su alteridad interrogante relativice nuestros dogmas, rompa nuestra burbuja dorada. Por esto tengo en mi mesa de noche atestada de todos aquellos libros que no he sabido leer. Espero que su potencial influjo destruya un día las resistencias inconscientes que me sobredeterminan para lograr, por fin, leer el Ulises de Joyce.
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