25.8.11

Jorge Franco: ser escritor no es cuestión de suerte

A Franco se le ha reconocido positivamente su sensibilidad para describir personajes femeninos, pero yo no podría estar más en desacuerdo con eso, al menos en lo que se refiere a esta novela
Portada de Santa suerte. Bogotá: Planeta, 2010.foto.fuente:revistagalactica.com

A esta novela le sobran capítulos y le falta el desarrollo de su único personaje interesante –a pesar de las evidentes extravagancias que la caracterizan y que, por eso mismo, la hacen atractiva para el lector–: Jennifer, una mujer que vive de la conmiseración-culpabilidad ajena por sus golpes y sus historias de atracos, enfermedades y otras muchas miserias. A Jennifer la acompañan en la narración sus hermanas Amanda y Leticia, cada una más patética que la otra: Amanda y su bovarismo anclado a las baladas que escucha en la radio, esperando la llamada de un hombre veinte años más joven que ella, quien después de ocho citas decidió no volver a buscarla; Leticia como una versión negativa y más bien simple de Rosario Tijeras, involucrada con empleados de matones y narcotraficantes, y echando tiros al aire en medio de sus frecuentes borracheras y pases de cocaína.

A Franco se le ha reconocido positivamente su sensibilidad para describir personajes femeninos, pero yo no podría estar más en desacuerdo con eso, al menos en lo que se refiere a esta novela. Según la mirada de Franco, las mujeres son seres que buscan el dolor y el sufrimiento sin poder evitarlo: Amanda se entierra en vida en su casa para esperar la llamada de un hombre fantasma y, al final, muere entre las llamas que ella misma ha producido, segura de que ya no vale la pena esperar más; Leticia ha decidido suicidarse y llevarse en su muerte también a su hijo Noel, un niño que llora como un gato y cuya enfermedad (nunca nombrada en la novela) es incurable. Es el castigo para estas mujeres que se dejaron llevar por la lujuria y por la búsqueda de dinero fácil: Amanda nunca había estado con un hombre y su único amante pronto desaparece; Leticia abandona el colegio y empieza a pasar de hombre en hombre hasta encontrar el que ella cree que le dará la vida que desea: rumba, dinero, apartamento propio. Ambas mujeres esperan que sea un hombre el que le dé un "giro" a su vida y ambas son castigadas por su ingenuidad, por su arrogancia o porque les importa más su falta de "suerte" que la "suerte" del país.

Lo grave para la trama es que no hay ningún personaje que sirva de contraste para estas tipologías femeninas y una buena novela o un buen libro -un buen escritor- puede construir este tipo de contrastes. Si algo ha caracterizado la literatura desde el siglo XX es su posibilidad de relatar la realidad en toda su complejidad, en todo su relativismo; si algo caracteriza a un escritor difícilmente olvidable es su capacidad para presentar realidades, representar mundos que no limitan la comprensión de la existencia sino que la amplían, la enriquecen. Con estos personajes, lo único que Franco hace es repetir los discursos de las telenovelas, las teleseries, los periódicos sensacionalistas y los programas de televisión amarillistas –incluidos los noticieros–: los pobres son ignorantes y violentos, poco afectivos; los pobres no tienen autonomía porque sus imaginarios vienen de la televisión, son incapaces de tomar decisiones responsables; los pobres creen en la divina providencia (¿se escribirá con mayúscula?) y en toda clase de factores que afectan una siempre esquiva "suerte" (la lotería, las pirámides). La suerte siempre es igual de nefasta para ellos, porque "unos nacen con estrella y otros estrellados".

A pesar de que Franco diga en sus entrevistas que lo que quiso mostrar con estos personajes es que la suerte se la labra uno mismo, lo que en realidad consiguen sus personajes es naturalizar la suerte, su suerte. Sí, es claro que la responsabilidad del destino de cada personaje se entiende a través de las decisiones que toman, pero si no hay un contraste, si no hay zonas de luz que iluminen las sombras, como lo plantea Tomás González, el destino de los personajes se lee como la moneda que cae siempre sobre el mismo lado. La posibilidad de lograr un incipiente contraste está en Jennifer y su esposo Álvaro, quien asesinó al primer hijo de ésta en medio de la depresión por haber perdido toda su fortuna y su buen nombre. Jennifer visita a Álvaro en la cárcel para entender por qué disparó contra su bebé, pero queda prendada de él cuando éste la golpea para defenderse de sus ataques (¿cuándo salió Álvaro de la cárcel si lo habían condenado a treinta años y los gemelos apenas tienen dieciséis o diecisiete años? Es algo que no resuelve la narración ni la lectura entre líneas). De ahí en adelante, su relación se resuelve en el dolor compartido, en los golpes buscados. A pesar de esto, la actuación de Jennifer también involucra otra razón: los ricos tienen siempre buen aliento.

Franco no construye empatía con sus personajes, no construye distancia entre su voz y la de las tres mujeres que presentan su historia (a través de cartas, Amanda; del relato-confesión de una vida, Leticia; y de un narrador "omnisciente", Jennifer). Franco, como organizador de lo narrado, se instaura como una conciencia que juzga negativamente el comportamiento de estos personajes, a través de la estrategia de "desaparecer" para dejarle la voz narrativa a sus personajes; así, el lector puede pensar: "Sí. Así son, así hablan, así piensan ese tipo de mujeres", "pobrecitas", "ellas se lo buscaron". De esta manera, la distancia narrativa se reduce de modo ostensible al no existir ningún otro elemento narrativo que relativice la voz de los personajes; por ende, la posibilidad del lector de construir su propio juicio sobre lo narrado permanece en el presentismo creado por el autor, en la reducción evidente de los puntos de vista y sus posibilidades de interpretación, de lectura.

El patetismo y el melodrama (las hijas sin padre, la familia que deja su pueblo para buscar una "vida mejor" en la ciudad, la madre que sólo puede rezar por el bienestar de sus hijas y que se queja pasivamente de sus constantes dolores en el pecho) se conjugan en esta novela y dan como resultado frases como: "El diablo que siempre ríe en medio del desastre", "me culpo a mí misma por meterme sin permiso en los terrenos de la felicidad, cuando ya tenía claro que para mí eran terrenos prohibidos", "las mujeres no fuimos hechas para la satisfacción", "vamos a ganarnos la vida que la vida es dura", "el presentimiento de una madre es una verdad cantada", "lo único cierto es que esta vida tiene más de infierno que de cielo", "con él aprendió que lo único cierto en la vida es el dolor. Lo demás son meras ilusiones", "en el circo de la vida yo tenía más de payaso que de equilibrista", "cuando se juega con la vida el afortunado es el que la pierde", "el llanto de mujer siempre le deja la culpa al otro", "uno cree que las cosas pueden cambiar. Y cambian… para peor", "a las feas siempre nos dejan arregladas".

Aunque la narración cansa (tantas tragedias, tantas miserias, tantos dolores juntos), no es posible afirmar que Franco no sepa hacer su trabajo –no del todo–; además de una construcción eficiente (narración en paralelo presente-pasado, efecto-causa y un hecho inicial que deja al lector expectante: el incendio de una casa de la que alguien no ha querido salir, capítulos cortos, siempre de la misma extensión y titulados de la misma manera para que el lector fácilmente identifique sobre quién se narra o quién lo hace), aunque algo burda de la trama, Franco se acerca al lenguaje con conciencia de su trabajo como escritor, con conciencia de la materia que tiene entre sus manos. Uno quisiera que esta conciencia estuviera todo el tiempo, pero es frecuente encontrar fragmentos narrativos (las descripciones en esta novela son bastante escasas y cuando aparecen se detienen en detalles aislados de la narración, francamente, gratuitos: la "flema" y la tos de un fumador, las heces humanas, el vómito, la sangre) en los que se pierde en la rapidez para despachar los hechos, para agotar la historia, con un lenguaje que repite las metáforas muertas del lenguaje cotidiano. De lo que no se puede acusar a Franco es de narrar con excesiva morbidez algunos hechos, como lo hacen otros escritores (sobre todo, aspectos sexuales) para ganar lectores adeptos; su narración elige muchas veces, en cambio, acentuar la carga melodramática de lo narrado para intensificar el ritmo de la narración y las expectativas del lector.

Esta falta de tacto para las descripciones hace que, por ejemplo, aunque Medellín sea la ciudad en la que se desarrolla la trama, el lector no logre tener ninguna imagen perdurable de esta ciudad. Medellín funciona aquí como escenario y –como el mismo Franco lo afirmó en una entrevista– la sensación que deja es que la historia puede ocurrir en cualquier ciudad colombiana. Jennifer tampoco tiene un rostro definido; no puedo recrearla en mi mente, aunque sí puedo recordar la forma en la que habla y en la que se mueve. En todo caso, no es un personaje con un rostro particular y esto le resta fuerza en la mente del lector; podría ser cualquiera de las mujeres que vemos en las calles, "bien" vestidas, inventando historias para conseguir dinero de la sosa piedad de los transeúntes.

Las estrategias de venta de las editoriales y del mercado pueden hacer su parte para posicionar a un autor entre las preferencias de compra de los lectores; también lo pueden hacer los "buenos comentarios" publicados en revistas o periódicos de circulación masiva o presentados en los segmentos de "Cultura y Espectáculos" de los noticieros, pero esto no es suficiente para hacer que un escritor perdure en la memoria de los lectores (profesionales o comunes). La "suerte" de Franco sigue anclada a ese personaje llamado Rosario Tijeras, a su adaptación al cine y a la televisión; después de ella, y de la adaptación cinematográfica de Paraíso travel y la adaptación teatral de Melodrama, la suerte de Franco corre por su propia cuenta y en Santa suerte queda el espacio para señalar fallas y algunos aciertos, pero no para consagrarlo como escritor imprescindible dentro del sistema literario.

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