Considera que lo que pasa en el mundo es algo despiadado e
inexplicable. Lo da por sentado. Concentra la energía en lo inmediato,
en sobrevivir y en encontrar una vía hacia algo un poco mejor. Ha
observado que en la vida hay muchas circunstancias y situaciones que
ocurren y vuelven a ocurrir y que por lo tanto son, a pesar de su
extrañeza, familiares. Desde la temprana infancia le son familiares
dichos, bromas, consejos, gajes del oficio, artimañas, que hacen
referencia a esos enigmas cotidianos recurrentes de la vida. Por eso los
enfrenta con un proverbial reconocimiento de qué es lo que tiene ante
sí. Rara vez se desconcierta.
Los siguientes son algunos de los axiomas del reconocimiento proverbial que ha adquirido.
El
culo es el centro del cuerpo masculino. Es donde primero se patea al
oponente, y sobre lo que con más frecuencia se cae al derribársenos.
Las mujeres son otro ejército. Hay que estar atento sobre todo a sus ojos.
Los poderosos son siempre corpulentos y nerviosos.
Los predicadores sólo aman su propia voz.
Hay tantos discapacitados que las sillas de ruedas podrían necesitar un controlador de tráfico.
Faltan palabras para designar o explicar la diaria cuota de problemas, necesidades insatisfechas y deseo frustrado.
La mayor parte de la gente no tiene tiempo propio, pero no se da cuenta. Perseguidos, prosiguen su vida.
Uno,
al igual que ellos, no cuenta en lo más mínimo, hasta que se da un paso
al costado y se estira el cuello, momento en que los compañeros se
detienen y miran asombrados. Y en el silencio de ese asombro está toda
palabra concebible de toda lengua materna. Uno ha creado un hiato de
reconocimiento.
Las filas de los hombres y mujeres que nada o casi
nada poseen pueden ofrecer un hoyo libre exactamente del tamaño
adecuado para que se esconda un hombrecito.
El sistema digestivo suele estar más allá de nuestro control.
Un sombrero no es una protección contra el tiempo; es un indicador de rango.
Cuando se caen los pantalones de un hombre es una humillación; cuando se levantan las faldas de una mujer es una iluminación.
En un mundo despiadado un bastón puede ser un compañero.
Otros axiomas se aplican a ubicación y entornos.
Para entrar a la mayor parte de los edificios hace falta dinero, o indicios de dinero.
Las escaleras son avalanchas.
Las ventanas son para lanzar cosas o para pasar.
Los balcones son puestos desde los cuales bajar o lanzar cosas.
L a naturaleza es un escondite.
Todas las persecuciones son circulares.
Es probable que todo paso que se da sea un error, de modo que hay que darlo con estilo para distraer de la probable mierda.
Algo
así formaba parte del proverbial conocimiento de un niño de alrededor
de diez años –10, la primera vez que la edad tiene dos dígitos– que daba
vueltas por el sur de Londres, en Lambeth, a principios del siglo XX.
Buena
parte de esa infancia transcurrió en instituciones públicas, primero un
asilo y luego una escuela para niños indigentes. Hannah, su madre, por
la que sentía un profundo afecto, no estaba en condiciones de cuidarlo.
Durante parte de su vida, estuvo encerrada en un manicomio. Procedía de
un ámbito de intérpretes de music hall del sur de Londres.
Las
instituciones públicas para los indigentes, tales como los asilos y la
escuela para niños abandonados parecían –lo siguen pareciendo– cárceles
por la forma en que estaban organizadas y estructuradas. Cárceles para
perdedores. Cuando pienso en el niño de diez años y en lo que
experimentó, pienso en las pinturas actuales de cierto amigo mío.
Hasta
los cuarenta y tantos años, Michel Quanne pasó más de la mitad de su
vida en la cárcel condenado por reiterados robos menores. Mientras
estaba en la cárcel, empezó a pintar.
Sus
temas son historias de cosas que pasan en el mundo exterior libre, tal
como las ve y las imagina un prisionero. Una característica llamativa de
las pinturas es el anonimato de los lugares representados. Las figuras
imaginadas, los protagonistas, son vívidos, expresivos y vitales, pero
las esquinas, los imponentes edificios, las salidas y entradas, los
horizontes y callejones entre los cuales se encuentran las figuras, son
desolados, sin rostro, sin vida, indiferentes. En ningún lado hay rastro
alguno de toque maternal.
Vemos los lugares del mundo exterior a
través del vidrio transparente pero impenetrable y despiadado de la
ventana de una celda de la cárcel.
El
niño de diez años crece y se convierte en un adolescente, y luego en un
joven. Bajo, muy delgado, de penetrantes ojos azules. Baila y canta.
También hace mímica, para lo cual inventa elaborados diálogos entre los
rasgos de su rostro, los gestos de sus fastidiosas manos y el aire que
lo rodea, que es libre y no pertenece a lugar alguno. Como intérprete,
se convierte en un eximio carterista que extrae risas de bolso tras
bolso de confusión y desesperación. Dirige películas y las protagoniza.
Sus sets son desolados, anónimos, huérfanos.
Estimado lector, ya ha adivinado a quién me refiero, ¿verdad? Charlie Chaplin, el hombrecito, el vagabundo.
Mientras su equipo rodaba La fiebre del oro
en 1923, en el estudio se produjo una vehemente discusión sobre la
trama. Una mosca los distraía, de modo que Chaplin, furioso, pidió un
matamoscas y trató de matarla. Falló. Pasado un momento, la mosca
aterrizó en la mesa que había junto a él, a su alcance. Tomó el
matamoscas para golpearla, pero de pronto se detuvo y dejó el
matamoscas. Cuando los demás preguntaron por qué, los miró y dijo: “No
es la misma mosca.” Una década antes, Roscoe Arbuckle, uno de los
colaboradores “corpulentos” favoritos de Chaplin, afirmó que su amigo
Chaplin era “todo un genio cómico, sin duda el único de nuestra época
del que se hablará dentro de un siglo.” El siglo ha pasado, y lo que
“Fatty” Arbuckle dijo se ha hecho realidad. En el transcurso de ese
siglo el mundo experimentó un profundo cambio económico, político,
social. Con la invención de las películas sonoras y el nuevo edificio de
Hollywood, también el cine cambió. Pero las primeras películas de
Chaplin no han perdido nada de su sorpresa, como tampoco el humor, la
mordacidad ni la iluminación. Más aun, su relevancia parece más cercana,
más urgente que nunca antes: son un comentario íntimo sobre el siglo
XXI en el que vivimos.
¿Cómo es posible? Quiero proponer dos
ideas. La primera concierne a la proverbial visión del mundo de Chaplin
ya descrita, y la segunda a su genio como clown que, paradójicamente, tanto le debía a las tribulaciones de su infancia.
En
la actualidad, la tiranía económica global del capitalismo financiero
especulativo, que usa los gobiernos nacionales (y a sus políticos) como
capataces de esclavos y a los medios mundiales como distribuidores de
drogas, esa tiranía cuyo único objetivo es el lucro y la acumulación
incesante, nos impone una visión y un modelo de vida febril, precaria,
implacable e inexplicable. Esa visión de la vida está más cerca de la
visión proverbial del mundo del niño de diez años de lo que lo estaba la
vida en la época en que se filmaron las primeras películas de Chaplin.
En
los diarios de esta mañana se informa que Evo Morales, el presidente de
Bolivia, que carece de cinismo y es relativamente sincero, ha propuesto
una nueva ley que permitirá que los niños empiecen a trabajar a partir
de los diez años de edad. Casi un millón de niños bolivianos ya lo hacen
para contribuir a que sus familias tengan lo suficiente para comer. La
ley les dará algo de protección legal.
Hace unos meses, en el mar
que rodea la isla italiana de Lampedusa, cuatrocientos inmigrantes de
Africa y Medio Oriente se ahogaron en una embarcación que ni siquiera
merece ese nombre mientras trataban de ingresar a Europa de forma
clandestina con la esperanza de encontrar empleos. En todo el planeta,
trescientos millones de hombres, mujeres y niños buscan trabajo a los
efectos de contar con los medios mínimos para sobrevivir. El vagabundo
ya no es un personaje singular.
La magnitud de lo que parece
inexplicable crece día a día. La política del sufragio universal se ha
vuelto absurda porque el discurso de los políticos nacionales ya no
tiene relación alguna con lo que hacen o pueden hacer. Las decisiones
fundamentales que determinan el mundo actual están en manos de
especuladores financieros y sus agencias, que no tienen nombre ni
discurso político. Como pensaba el niño de diez años: “Faltan las
palabras para designar o explicar la diaria cuota de problemas,
necesidades insatisfechas y deseo frustrado.” El clown sabe que
la vida es cruel. El atuendo abigarrado de colores vivos del antiguo
bufón ya era un chiste sobre su habitual expresión melancólica. El clown está acostumbrado a la pérdida. La pérdida es su prólogo.
La
energía de las excentricidades de Chaplin es repetitiva y gradual. Cada
vez que cae, vuelve a ponerse en pie como un hombre nuevo. Un hombre
nuevo que es tanto el mismo hombre como un hombre diferente. Tras cada
caída, el secreto de su optimismo es su multiplicidad.
La misma
multiplicidad le permite abrazar su siguiente esperanza por más que está
habituado a que sus esperanzas se hagan trizas una y otra vez. Padece
humillación tras humillación con ecuanimidad. Incluso cuando
contraataca, lo hace con un dejo de arrepentimiento y con ecuanimidad.
Esa ecuanimidad lo hace invulnerable, invulnerable hasta el punto de
parecer inmortal. Nosotros, que percibimos esa inmortalidad en nuestro
inútil circo de acontecimientos, la reconocemos con la risa.
En el mundo de Chaplin, la risa es el apodo de la inmortalidad.
Hay
fotos de Chaplin a los ochenta y tantos años. Un día, mirándolas, la
expresión de su rostro me resultó familiar. Pero no sabía por qué. Luego
lo recordé. Lo comprobé. Su expresión es como la de Rembrandt en su
último autorretrato: Autorretrato como filósofo que ríe o como Demócrito .
“Sólo soy un pequeño cómico”, dice, y “todo lo que pido es hacer reír a la gente.”
© John Berger.
Traducción de Joaquín Ibarburu.
El breve espacio en que no estás
Comentario. La muerte de Beverly, su mujer, es la razón de este libro inclasificable y poético que firman Berger y su hijo
Como tantos otros libros de John Berger, esta pequeña joya es
muy difícil de clasificar. Es poesía en prosa, claro, y está habitada
por dibujos y fotografías que representan no sólo a Beverly, la mujer
del título sino también a lo que la rodeaba: su ropa, sus ideas, sus
libros, sus espacios. A primera vista (pero sólo a primera vista),
podría decirse que es una elegía, incluso se la llama así en un momento:
una serie de textos muy breves e imágenes de varios tipos que hablan
sobre la ausencia de un ser querido y, por supuesto, sobre su presencia
porque en toda pérdida, hay presencia. El marido de Beverly (John, el
escritor) y su hijo (Ives, el pintor) se despiden de ella sin
despedirse. Dicen que ella ya no está y que ella sigue ahí. Se la
muestran al mundo con enorme pudor, sin romper nunca la sagrada
privacidad de la familia.
John Berger siempre ha sabido decir, hacer valer las palabras que elige. En Rondó para Beverly
son muy pocas pero cada una pesa montañas y lo mismo puede decirse de
las imágenes (fotos, dibujos, pinturas, de diferentes autores) porque
este libro, además de lenguaje, es un impresionante objeto de arte.
Lo
que hacen los autores, esencialmente dos pero en realidad mucho más si
se cuenta a los fotógrafos y los escritores que se citan, no es solo
describir a Beverly sino describir también la relación que los unía a
ella y que sigue presente en cada uno de los recuerdos. Cada uno de
ellos se abre bruscamente como una ventana súbita sobre instantes que
por alguna razón, se volvieron inolvidables: el momento en que ella se
lavaba las zapatillas sucias después de una caminata, el momento en que
comía frambuesas recién sacadas del jardín y conseguía un instante de
placer en medio del dolor de la enfermedad, el momento en que ya no
podía moverse, el momento en que revisaba la escritura de John y la
comentaba, el momento en que los dos observaban las tablas pintadas de
azul del dormitorio y sentían que era “el rostro del día”, el momento en
que los dos se preguntaban por qué el banco para los niños de la
escuela era tan alto que los pies de dos adultos no llegaban al suelo.
Berger
describe a esa mujer añorada con una sola palabra: es una
“exploradora”, dice. “Explorar” es ir siempre hacia delante, hacia lo
desconocido, y esa es la dirección de este cuaderno extraordinario. Es
por eso justamente que no tiene lógica llamarlo “elegía”: a diferencia
del llanto desesperado después de una muerte, un movimiento que siempre
se inclina hacia atrás, todo aquí empuja hacia adelante. Por eso, Berger
le dice a Beverly que en la cama del dolor, con pañales y morfina y
angustia y escaras, ella estaba “incomparablemente bella” y que “esa
belleza incomparable emanaba de tu valentía”. La valentía vale más que
el espanto. Y Beverly no se rinde. Encarga anteojos cuando sabe que se
está muriendo y, aunque los anteojos llegan demasiado tarde, están ahí
para continuarla, para nombrarla. Son intensamente útiles: “La
transparencia especial de los cristales de tus anteojos colocados
delante de mis ojos se parece a la persistencia del rondó”, dice John
Berger, y los lectores ya saben que Rondó Número 2 de Beethoven es la música que la trae de vuelta. “Persistencia” es una palabra más poderosa que “muerte”. Y más impresionante.
El
libro de homenaje a esa mujer “incomparablemente bella” (escrito a dos
voces, una en bastardilla, una en romana, por un marido y un hijo), es,
entonces, un diálogo con un “tú” ausente-presente, que habla siempre
sobre el futuro, sobre el cambio. Tal vez por eso conmueve tanto. “El
acto de Devenir describía mejor tu carácter que el acto de Ser…
Convertías todo lo que podías en un vehículo del Devenir”, dice Berger.
Rondó
es un relato filosófico, poético, heterogéneo, profundo, que, en muy
pocas palabras, se atreve a mostrar una ausencia como presencia, una
pérdida como esperanza, un final como principio. Que es al mismo tiempo,
increíblemente íntimo y absolutamente general porque trata de hablar
sobre la vida humana, cualquier vida humana y sobre el amor. Como “El
cuento de la isla desconocida”, Rondó para Beverly hace arte con poco y nada y en ese acto se vuelve inolvidable. Como la mujer a quien está dedicado.
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