Alfonso tiene tres
años y a él le debo el título de esta columna. Aunque no “lea”, en
estricto sentido alfabético, es un lector sensible y con criterio, que
sabe elegir los libros justos: esos que va necesitando según lo que
siente, vive y se pregunta.
Noche tras noche, desde que tiene memoria, su
mamá se convierte en Sherezada y él, como el monarca de Las mil y una
noches, en dueño y señor de esa voz que lo lleva por mundos posibles e
imposibles. Durante un tiempo que no se reduce a un número fijo de
minutos, pues cada historia “trae” su tiempo propio, se cumple su deseo
de mantener a la madre sujeta, literalmente, entre esos mundos de
lenguaje.
Y mientras la voz amada interpreta la
partitura de caracteres negros, a veces unidos y a veces separados, que
la hacen detenerse o exclamar, los ojos de Alfonso oscilan, del libro
que ella lee, a ese “libro abierto” que es la madre, porque en su cara,
en sus ojos y en su voz se reflejan las emociones de los libros: las
emociones de ese niño, tan reciente, que lo hermanan con la madre y con
los que vivieron antes.
Son todos esos mensajes (o, mejor, esos
metamensajes sobre lectura y escritura) los que Alfonso descifra y
disfruta mientras leen juntos, porque para leer no basta con
“identificar los sonidos que corresponden a las letras del alfabeto” o
“combinar fonemas para formar palabras con y sin sentido”, según leo en
los ‘Derechos básicos de aprendizaje’, del Ministerio de Educación, en
la sección de primer grado. Más allá, y antes de eso, la lectura
propicia la exploración de un mundo-otro que tiene lugar “en el
lenguaje” y que nos permite traer lo que no está presente para operar
con símbolos: para representar lo que pensamos, lo que sentimos, lo que
somos.
Por supuesto, ninguna mamá y ningún papá dicen
a los niños “miren cómo se ensarta el hilo del pensamiento en esta
historia”, pero mientras leen y conversan sobre libros y les permiten
hojear, elegir y leer, de muchas formas, diversos géneros, para armar
sus bibliotecas, les enseñan a descubrir cómo se piensa de distinto por
escrito: cómo la simultaneidad de la lengua oral se organiza de otra
forma en el espacio de la lectura, cómo, en ausencia de un interlocutor
visible, nos valemos de signos para hablar con los que no están y para
construir, en ese diálogo, la voz propia. Pero, sobre todo, cómo leer y
escribir tienen que ver con construir sentido. Siempre.
A los tres años, Alfonso ya lo sabe y su
pregunta sobre “cómo se lee” refleja ese trabajo de “pensar en el
lenguaje”, que es crucial para acercarse a la cultura escrita y que
requiere experiencias literarias y múltiples posibilidades de lectura,
pobladas de afecto, de reconocimiento y de sentido. Sin embargo, durante
los primeros grados, el acercamiento a las convenciones de la lengua
puede hacer perder esa visión de conjunto y, por ello, resulta más
necesario que nunca ofrecer a los niños esas experiencias literarias
plenas e integradoras que suscita la lectura acompañada por adultos:
padres y maestros que respetan los distintos ritmos de acercamiento a la
lengua escrita y que siguen envolviendo, entre sus voces y entre
bibliotecas atractivas y al alcance, las prácticas lectoras de quienes
comienzan a leer.
Esos mensajes de dar de leer a los niños, de
dejarlos leer sin abrumarlos de “tareas” y sin volver utilitaria la
literatura, de reconocer sus voces, sus hipótesis, sus formas de
escribir y su deseo son los que necesitamos comunicar a las familias.
Porque formar lectores y escritores no es verificar si leen un minuto en
voz alta o si escriben usando mayúsculas en primero. Eso es lo que
hemos estado tratando de cambiar, con evidencia, libros y argumentos.
Por eso es tan importante lo que diga el Ministerio.
Yolanda Reyes
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