–Calla, calla, criatura –dijo la Duquesa–. Todo tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.
No lejos de donde se publicó por primera vez Alicia en el País de
las Maravillas, en julio de 1865, y poco tiempo después de la aparición
del libro, una jovencita lo leía ávidamente a los pies de su padre
mientras él labraba en su estudio londinense un manuscrito enteramente
diferente, un análisis que iba a cambiar el mundo. La niña se llamaba
Eleanor, aunque todos en la familia la conocían con el apodo de Tussy.
Su papá no era otro que Karl Marx y escribía Das Kapital bajo
circunstancias desfavorables: perpetuamente endeudado, una fila de
acreedores golpeando a su puerta, viviendo “únicamente gracias a la casa
de empeños”, como lo confiesa a su benefactor Federico Engels en una
carta que data de fines de julio de ese año, tal vez en los momentos
mismos en que Tussy se disponía a leer la obra maestra de Lewis Carroll.
En vista de lo mucho que Marx amaba a su pequeña Eleanor (“Tussy soy
yo”, anunció en cierta ocasión), no sería extraño si el inspirador de
la mayoría de las grandes revoluciones de los siguientes ciento
cincuenta años también hubiera leído el clásico infantil que tanto
encantó a su hija. En cuanto a los hombres y mujeres que dirigieron y
participaron y a menudo sufrieron en aquellos trastornos, es probable
que muchos de ellos gozaron de Alicia, un libro extraordinariamente
popular (entre los lectores de habla inglesa se dice que solo lo superan
la Biblia y Shakespeare). Es una lástima, por ende, que aquellos
revolucionarios y reformadores del siguiente siglo y medio hicieran caso
omiso de las lecciones escondidas en el texto que los hubieran
auxiliado en su búsqueda de paz y justicia y libertad, las intuiciones y
joyas literarias que los hubieran ayudado a evitar tantas trampas,
errores y derrotas, una pena que ignoraran las advertencias en cuanto a
aceptar invitaciones a las múltiples Meriendas de Locos, los Mad Tea
Parties, que conducirían al infierno, en vez del prometido paraíso.
La partida había llegado a tal punto de confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo no.
Había leído yo el libro de Lewis Carroll cantidad de veces –de niño y
luego a mis propios hijos y más recientemente con mi mujer Angélica,
simplemente para regocijarnos con su humor caótico–, pero volver a
descender por la madriguera del Conejo, adoptando como perspectiva
ciento cincuenta años de lucha por un mundo mejor, me resultó
sorprendentemente revelador y a menudo angustioso, topándome con una
abundancia de frases y situaciones que resonaban con mi propia
experiencia de compromiso y activismo progresista durante las últimas
cinco décadas.
¿No había gastado yo, junto a tantos luminosos compañeros,
innumerables horas fervientemente “pintando de rojo las rosas blancas”?
¿No le habíamos exclamado una y otra vez a los que querían sentarse a
nuestra mesa, “¡No hay sitio! ¡No hay sitio!”, cuando había, de hecho,
“un montón de sitio”? ¿Y no nos es familiar la siguiente escena: “Los
jugadores jugaban todos a su vez, sin esperar su turno, discutiendo sin
cesar y disputándose” entre sí? Recordando reuniones interminables con
militantes de una cadena de organizaciones de izquierda y facciones que,
como el Ratón, “se ofendían tan fácilmente”; habiendo discutido en
forma ardiente acerca de detalles minúsculos y enrarecidos, así como en
torno a teorías abstrusas y enredadas, no puedo desentenderme de la
observación de Alicia de que “las palabras del Sombrerero carecían de
todo sentido por mucho que cada una de ellas fuera reconocible.” Y
tampoco tuve problemas en identificarme con Alicia cuando musita: “Es
como para enloquecer, ver cómo estas criaturas se pelean.”
Pediría, eso sí, a quienes, como yo, se divierten ante tales
referencias, reconociendo en ellas sus propias malaventuranzas en el
País de las Consignas, que velemos por no darnos un aire de
superioridad. El mismo Lewis Carroll nos recuerda que nadie es inmune,
que todos somos corresponsables. Cuando Alicia, siempre cortés y
razonable, presume –como muchos de sus lectores– colocarse por encima
del delirio circundante, al Gato de Cheshire no le cuesta probar que
ella es tan lunática como todos los demás: “Tienes que estar loca,”
declara el irrefutable Gato, “o no habrías venido a este lugar.”
A veces esa locura generalizada se manifiesta en disparates y
tonterías inocentes pero también se encarna en forma insistente en una
violencia de pesadilla que envenena ese País de las Maravillas. “Primero
la sentencia”, comanda la Reina de Corazones, a la peor usanza de
Stalin o Mao, “¡después el veredicto!” Golpizas, juicios simulados,
amenazas de ejecución inminente, trato inhumano de dependientes y, sobre
todo, decapitaciones incesantes de quienes cometen la menor
equivocación: “Aquí todo lo arreglan cortando cabezas” observa Alicia.
“¡Lo extraño es que quede alguien con vida!” Como si Lewis Carroll
estuviese, sin percatarse de ello, previniendo a sus aficionados de los
peligros apremiantes de las dictaduras venideras, sea regentadas por los
revolucionarios del siglo XX que asaltan el cielo en nombre del pueblo o
por regímenes tratando de salvar al capitalismo y los privilegios
contra el asalto de ese pueblo sufriente y huérfano. Justificando la
carrera insana hacia el porvenir debido a la urgencia de las necesidades
impostergables del momento presente, la certidumbre de que “no hay que
perder ni un momento”, de manera que una y otra vez los izquierdistas
nos encontramos bajando impulsivamente por la madriguera más cercana,
“sin jamás considerar cómo diablos... vamos a encontrar una salida.”
–¿Puedes decirme, por favor, qué camino tengo que seguir para salir de aquí?
–Eso depende en gran parte del sitio a que quieras llegar –dijo el Gato de Cheshire.
Cabe preguntarse, entonces, ¿dónde quiero llegar con esta sombría
meditación acerca de Alicia y sus aventuras hipotéticas en el País de
las Izquierdas? ¿Es justo convertir un libro tan vivaracho y liviano en
una crítica ominosa de proyectos y métodos insurgentes? Al imitar
deprimentemente a la lúgubre Liebre de Marzo, seleccionando sólo
lamentaciones para ilustrar la contemporaneidad de Alicia, ¿acaso no
estoy desechando lo que es esencial, perdurable, gracioso, emancipador,
en la narración y personajes de Lewis Carroll?
Porque Alicia en el País de las Maravillas también puede leerse como
un texto sedicioso, desbordado de impulsos utópicos. ¿Por qué no
enfatizar la convicción de Alicia de que “son muy pocas las cosas de
veras imposibles”, un credo que ha alimentado el fuego de tantas
cruzadas sociales, como lo evidencia recientemente la lucha por los
derechos homosexuales y la ola de iniciativas y protestas ecológicas?
¿Por qué no escribir con letras mayúsculas las palabras de la Duquesa:
“Mientras más tengo yo, menos tienes tú”? un dicho que, hoy, serviría
para disparar contra los ejecutivos de empresas que cosechan salarios
millonarios mientras rechazan un alza del sueldo mínimo a los
asalariados. El libro celebra la rebelión y la desobediencia (la
cocinera le lanza sartenes a la Duquesa, la Duquesa la da sopetones a la
Reina, el Jaco se roba las tartas, Alicia se rehúsa a cooperar, los
conejillos de indias aplauden pese a ser reprimidos), mientras que las
figuras despóticas son ridiculizadas como inefectivas e incompetentes.
Lo que hay que rescatar, sobre todo, de Alicia en el País de las
Maravillas es su humor subversivo y bullicioso, el mismo descaro y
cuestionamiento cardinal de la autoridad que ha iluminado la
insurrección y resistencia y disidencia de millones a lo largo del
último siglo y medio, el hecho de imaginar una realidad paralela posible
que no obedece las reglas de una sociedad que requiere transformaciones
profundas. Es esta energía carnavalesca, esta actitud eminentemente
juguetona que tenemos que reconocer y abrazar como nuestra, una parte
crucial de nuestra identidad progresista.
Existe en la izquierda, por cierto, una tendencia a emplear un
lenguaje y estilo diametralmente opuesto: una solemnidad pesada y
ponderada, como si cargáramos con todas las tragedias del mundo. Creemos
–y con razón– que éstos son asuntos serios que requieren, en
consecuencia, un discurso también serio. El sufrimiento es inmenso, la
injusticia intolerable, la estupidez ilimitada, el planeta a punto del
apocalipsis, las depredaciones de corporaciones dedicadas a fabricar
armas e instrumentos de vigilancia contra la ciudadanía expandiéndose
hacia un futuro oscuro y distópico.
Con más razón, entonces, tendríamos que exaltar nuestra propia
liberación cada vez que sea posible, disfrutar las ocasiones en que se
fracturan las convenciones y se interrogan nuestras creencias básicas.
Con más razón reconocer el encantamiento que renace con cada pequeño
acto de esperanza y solidaridad, con razón enaltecer la desnuda alegría
que acompaña la certidumbre de que no tenemos para qué dejar el mundo
tal como lo encontramos.
–Debe de ser un baile muy precioso –dijo Alicia tímidamente.
–¿Te gustaría ver un poquito como se baila? –propuso la Falsa Tortuga.
–Claro, me gustaría muchísimo –dijo Alicia.
Durante la revolución chilena (1970-73), el pueblo de mi país marchó
inagotablemente, asistiendo a manifestaciones sin fin en defensa del
gobierno democrático de Salvador Allende. La energía de estos hermanos y
hermanas, su flexibilidad y fortaleza e inventiva, sus irrefrenables
agudezas y los ingeniosos afiches caseros, me han movido y motivado a lo
largo de la vida. Lo que también rememoro es que esos hombres y mujeres
en las calles de Santiago eran mucho más vibrantes y creativos que
aquellos hombres (en su mayoría de sexo masculino) que, arriba del
podio, peroraban durante horas, exhortando, analizando, jurando que las
masas eran invencibles. Me pregunté entonces, como lo hago ahora tantas
décadas más tarde, ¿por qué el entusiasmo y el desafío de esas
multitudes democráticas no se esparcieron atrevidamente por la sociedad,
por qué un tal contraste entre los líderes y el pueblo? Y me duele que
nuestra revolución pacífica culminara en un cataclismo, con Allende
muerto y tantos torturados, perseguidos, exiliados, tantos sueños que
llegaron a su fin, que parecían haber llegado a su fin.
El Rey en Alicia en el País de las Maravillas aconseja al Conejo
Blanco, en forma grave y lógica, cómo se ha de contar una historia:
“Empieza por el principio y sigue hasta que llegues al fin. Y allí te
detienes.”
Se equivoca.
Quienes anhelamos un mundo diferente, buscando horizontes
alternativos, sabemos que uno no se detiene cuando hayamos llegado al
fin, que no hay fin posible para nuestra ansia de justicia, que los
rebeldes nunca “desaparecen, del todo, como una vela.” Somos, más bien,
como el Gato de Cheshire. Aunque su cuerpo se haya esfumado, su sonrisa
siempre permanecerá obstinadamente tras sí, una presencia
fantasmagórica, que prueba que alguna vez ocupamos un espacio de
rebeldía y que es perfectamente posible volver a surgir algún día. En
efecto, aunque no podamos seguir, como lo comprendió Samuel Beckett, el
heredero de Lewis Carroll, tendremos, sin embargo, que seguir.
En definitiva, para quienes todavía creemos que hacen falta cambios
perentorios como única respuesta a las guerras perpetuas y la avaricia
árida de nuestra época autodestructiva, es esto lo que debemos aprender y
celebrar de Alicia en el País de las Maravillas, lo que necesitamos
para preparar los próximos ciento cincuenta años de lucha por la
justicia, el reto que nos proporciona este texto tan fantástico como
absurdo.
Después de tantos trabajos las tribulaciones que hemos sobrevivido y
las que aún nos aguardan –¿tenemos el coraje como para responder una y
otra vez a la invitación de la Falsa Tortuga: “Baila, venga, baila,
venga, baila, venga, ¡y déjate llevar!”–.
Creo que no se equivoca la Falsa Tortuga cuando canta, cuando
promete mientras baila que “existe otra orilla, sabes, al otro lado del
mar”.
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