En el reino del No abundan ¿aliados o ami-enemigos?¿profesionales o manipusurpadores? ¿dioses en las sombras o demonios?
La ruptura del silencio de Harper Lee con la publicación de Ve y pon un centinela, la novela perdida de la cual salió Matar a un ruiseñor,
no solo permite ver el corazón genuino de una obra, sino que como una
centella ilumina el territorio de los noes literarios reconvertidos en
alianzas secretas entre escritores y editores que a veces dan obras
maestras o grandes libros.
Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe con Maxwell Perkins, T. S. Eliot con Ezra Pound, Harper Lee con Tay Hohoff, Raymond Carver con Gordon Lish...
Binomios de lujo que son en sí mismos una novela: una apasionada
relación de intereses intensa convertida en un combate de seducción por
ambas partes, donde cada una defiende lo suyo y trata de convencer al
otro.
Si, como se dice, el primer soplo de inspiración lo dan los dioses y
el autor hace de Prometeo, el impulso final del libro lo dan los buenos
editores con consejos, sugerencias o reorientaciones de toda clase:
desde tocar el título hasta una coma, pasando por recorte de páginas o
escenas; y reestructuración, eliminación o potenciación de personajes,
enfoques o argumentos.
En el calor húmedo del Nueva York de 1957, diez veces le dijeron No a Harper Lee por su manuscrito de Ve y pon un centinela.
En mitad del verano, en el pequeño sello Lippincot vieron algo en esas
293 páginas… pero con algunos cambios. Ella aceptó. Tay Hohoff se puso a
trabajar con la autora de Alabama hasta que en 1960 surgió Matar a un ruiseñor, Pulitzer de 1961.
“Cuando uno lee Ve y pon un centinela una de las cosas que más llama la atención es la intensidad de los flashbacks
de Scout. Es un personaje infantil/juvenil con tal fuerza que en cierto
modo eclipsa la voz adulta que narra. Ver esto fue el mérito del editor
original”, explica María Eugenia Rivas, directora editorial de
Harper Collins Ibérica, editores de la novela inédita de Lee en español.
Tay Hohoff tomó del original un suceso ocurrido en los años 30 como una
evocación y retrato de los derechos civiles y la segregación racial y
donde la niña ve en el padre a un héroe bajo el título de Matar a un ruiseñor. Y así, entre novelista y editora, llegó a su séptimo día de creación el mundo de Maycomb.
No así el del universo carveriano, señalado ahora como de
usurpadores. Raymond Carver le dio a leer sus cuentos a su amigo y
editor Gordon Lish. Le gustaron, aunque consideró que no brillaban lo
suficiente, que detrás de ellos se ocultaba un potencial que requería,
básicamente, cuatro cosas: podarlos de adjetivos, dar menos rodeos sin
perder la intención, reducir la sentimentalidad y cambiarles el final.
El resultado fue el Carver minimalista, desolado y contundente de
títulos como ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Todo se supo después, y se sembró la duda de hasta dónde metió mano Lish y si el editor había inventado al escritor.
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El poeta T. S. Eliot (izquierda) y su amigo y editor Ezra Pound. |
Una alianza de dioses fue la pactada en La tierra baldía. Un
universo poético con un dios creador, T. S. Eliot, y otro en la sombra,
Ezra Pound, su amigo, poeta y editor. “El autor corrigió aquel
manuscrito de forma nada complaciente y Eliot quedó tan complacido que
con el tiempo (y célebre ya), autorizó la publicación de ese manuscrito
zurcido de modo minucioso por Pound. Es casi un libro de Eliot como de
Pound”, cree el escritor Andrés Trapiello.
No siempre las voces de los amigos son atendidas. Thomas Wolfe no lo hizo con Francis Scott Fitzgerald sobre su novela Del tiempo y el río
(1935), aunque al final sí, pero sin querer. “Fitzgerald le dijo que la
novela necesitaba una poda. Esto ofendió a Wolfe que se defendió
alegando que su libro era algo así como ‘o lo tomas o lo dejas”, cuenta
el crítico J. Ernesto Ayala-Dip. La duda la resolvió el mítico editor
Maxwell Perkins: pidió a Wolfe quitar un montón de páginas. Y fue un
éxito.
No fue la única intervención memorable de Perkins, un dios en la
sombra de varios universos luminosos. “Es el caso paradigmático de un
gran editor interventor”, asegura Ayala-Dip. Fue él, que había trabajado
con nombres ya famosos como Henry James o Edith Wharton, quien creyó en
un joven Fitzgerald, allá por 1920. Una relación intensa de la cual
surgieron obras como El gran Gatsby. Suyo es también alguna parte del territorio Hemingway.
Julio Verne, creador de mundos únicos, también supo lo que era eso. Lo vivió con El secreto de Wilhem Storitz,
“una novela manipulada y semiescrita por su hijo Michel, y por su
editor de toda la vida, Jules Hetzel”, recuerda Javier Aparicio,
crítico, escritor y director del Máster en Edición de la Universitat
Pompeu Fabra, de Barcelona. Y a Vladimir Nabokov el caos de su Habla memoria se lo reorganizó Victor Gollanz.
La receptividad es la clave. A veces viene de fuera de la editorial,
dice Trapiello. Se refiere a cuando “Honoré de Balzac, en una crítica
muy elogiosa de La Cartuja de Parma, de Stendhal, objetaba su
comienzo, a su juicio muy circunstanciado, recomendando una poda.
Stendhal le dio la razón: quitó los episodios que la lastraban y que hoy
podemos leer en los apéndices de la edición de La Pléiade, pero no en
el libro como tal”.
Pactos y alianzas convertidos en duelos con unas reglas donde se admiten todas las armas, menos los piropos industriales.
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