Si
uno se dispone a hablar de un país fracturado, de un tiempo fracturado
hasta la extenuación, forzosamente le saldrán escritos en los que la
fractura se puede llegar a convertir en la belleza de un estilo
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Diarios de la Revolución de 1917, de Marina Tsvietáieva. |
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Marina Tsvietáieva. /Max Voloshin 1911 /WikiMedia Commons./revistadeletras.net |
Eso es
lo que sucede con la lectura de Diarios de la revolución de 1917 de la poeta Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 – Yelábuga –Tartaristán-, 1941). En algún momento, da la impresión, gracias también a la traducción de Selma Ancira,
de estar sobre todo preocupada por la formulación de frases. Pero
Tsvietáieva siempre estaba componiendo un poema, en el que la desgracia,
la conciencia de formar parte de los humillados y ofendidos, estaba
siempre presente. Antes del infortunio del exilio y de la pobreza
extrema que la empujó a resguardar a su hija pequeña en un orfanato,
donde moriría de hambre, Tsvietáieva sobrevivió a los años de
revolución, escribiendo retazos que forman algo que definiremos como
diario, por ser la fórmula más cómoda de encajar este libro en algún
género. Aunque si existiera en los libros de texto, en los manuales de
literatura, el género al que pertenece bien podría ser catalogado como
estupor.
Hay
frescura en la escritura que aparenta ser espontánea, pero también
elaborada desde el sótano del sentimiento. Y al mismo tiempo, hay
violencia. Una violencia idéntica a la del hombre que lleva años
tratando de completar un puzle de miles de piezas al que le faltan
cientos de ellas. Un enfado y un desgarro. El que se corresponde a la
época que le toca vivir, ese tiempo de bisagra mal engrasada que chirría
cargándonos de acidez la cabeza. Hay saltos temporales y
desencadenamientos, porque existe la necesidad y la obligación del
movimiento en lo retratado. Y lo retratado es algo así como canjear el
mal por el mal, o la impresión de que se le están escurriendo las cosas
de entre las manos constantemente. Como si pretendiera apresar el
conjunto, mientras que habita en la periferia, que es el peor sitio para
estar en tiempo de lucha. De ahí el puntillismo en el detalle, la
dificultad de encontrar su sitio en el mundo habitado por un aura
surrealista. En el surrealismo de Tsvietáieva cabe lo grotesco, pero
también la sinrazón voluntaria, lo miserable y hasta lo ultrajante, y lo
más caprichoso de la gente que se rige por un olfato que solo atiende a
las veleidades.
Obviando lo político, de los diarios se destilan las consecuencias que la Revolución
tuvo entre la población civil, comenzando por el día en que decide
regresar de Crimea a un Moscú devastado por el hambre. Acaso sea el
hambre lo que le obliga a ese estilo escueto, casi telegráfico, fugaz y
en ocasiones aforístico, sin análisis. Meras presentaciones que, gracias
a la poesía que destilan, transmiten una intimidad quebrada, un
temperamento que brega por mantener la consistencia. Porque ese espíritu
es una denuncia del terror, de la indefensión, algo que está a su
alcance por la buena educación que pudo recibir durante la infancia,
antes de pasar al mundo de los desahuciados. Su orgullo la ayuda a
mantenerse siempre independiente, hasta el punto de que no existe nada
semejante a la autocompasión ni al deseo de venganza. Llega al extremo
de ser una suerte de poeta sin lírica. En este caso,
bastan los hechos, aunque obligue al lector a poner en su lectura lo
mejor de sí mismo, porque no se recrea en estampas. Sus palabras no
forman imágenes, forman palabras. En ese sentido son un golpe directo a
la sien del lector, al que le cuesta componer la idea de que exista
alguien con tanta capacidad de observación y tan consciente de la
lucidez que supone conocer la materia con la que está trabajando.
Tsvietáieva propone acompañarla en un viaje sin cartografía ni cámara de fotos, pero colmado de sensaciones. Un viaje sin Dios
pero con espíritu. En el que la gente sabe rezar cuando hay que rezar.
Otra cosa es que sea preciso inventarse las oraciones. O la religión,
para luego esconderla. Aunque, en realidad, lo que estén deseando sea
tener una pistola y disparar. En definitiva, uno llega a ignorar si debe
conmoverse o no ante lo que está leyendo. Lo cual es un fenómeno que
conmueve hasta la estupefacción.
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