Lemaitre, Sund y Llobregat nos ofrecen cabezas grapadas, dientes arrancados o dedos amputados en la moda de crueldad de la novela criminal; Salem, investigación gamberra
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Un momento de la investigación de un crimen. / elpais.com |
Un asesino busca modelos de atrocidades para sus obras. ¿Dónde? En las novelas de crímenes. Pierre Lemaitre (París, 1951) imagina en Irène (título original, Travail soigné)
una serie de crímenes entre 2001 y 2003, de la periferia de París a
Glasgow, copiados de ficciones de James Ellroy, Bret Easton Ellis,
William McIlvanney, Émile Gaboriau, Sjöwall y Wahlöö. Al asesino los
periódicos lo llaman el Novelista. Su perseguidor será el comandante
Camille Verhoeven, de 40 años y 1,45 metros de estatura por culpa de una
madre fumadora: un Toulouse-Lautrec sin pelos en la cabeza, “gnomo de
la policía judicial”, funcionario prestigioso a pesar de sus
indisciplinas, marido de la bella Irène. Si el criminal rinde homenaje
sangriento a la novela policiaca, el excelente Lemaitre parte de una
operación análoga: Irène parece seguir la fórmula de Agatha Christie en Diez negritos, donde una cadena de homicidios se ajusta, uno por uno, a las desapariciones descritas en una canción.
Hay en Irène un rasgo característico que se repite en otras
novelas criminales contemporáneas: el gusto por los catálogos de
herramientas destructoras, taladradoras, sierras mecánicas, pistolas de
clavos, cuchillos, ácido clorhídrico, mecheros, cortaúñas para arrancar
labios, por ejemplo. Y también merecen registros escrupulosos los daños
producidos: descuartizamientos, perforaciones, fracturas. Una cabeza
aparece grapada en la pared por las mejillas, o encima de la cómoda con
los ojos quemados, o, en Persona, pegada al cuerpo, pero con los dientes arrancados. Irène es la primera entrega de una trilogía dedicada a Camille Verhoeven, y Persona inicia la trilogía Los rostros de Victoria Bergman, de Erik Axl Sund, seudónimo de los suecos Jerker Eriksson (1974) y Hakan Axlander Sundquist (1965). Da la coincidencia de que Verhoeven y la policía de Persona, la comisaria Jeanette Kihlberg, sufrirán al final de su primera aventura casi el mismo martillazo del destino.
Hija y nieta de policías, mujer de un pintor y madre de un hijo (hijo de una pintora era el policía de Irène),
Kihlberg investiga un misterio de adolescentes torturados hasta la
muerte con minuciosidad, inmigrantes a quienes nadie busca ni
reivindica. La trama, tensa, bien anudada, une a la comisaria con la
psicoterapeuta Sofia Zetterlund, especialista en desdoblamientos y otros
trastornos de la personalidad. Zetterlund no se puede quitar de la
cabeza a una antigua paciente, Victoria Bergman, niña de la que abusaron
su padre y otros hombres, mala quizá, porque criaturas como ella, a
quienes “los adultos les robaron la infancia”, acaban devolviendo los
golpes: “Víctimas y verdugos se confunden”. La capacidad de provocar en
el lector cierta simpatía o compasión por el demonio es lo mejor de Erik
Axl Sund, un caso literario de dos conciencias en una.
Jordi Llobregat (Valencia, 1971) exhibe en El secreto de Vesalio
una ávida imaginación de coleccionista de maravillas, feliz de volver a
juntar cuentos oídos muchas veces sobre enmascarados, sacrílegos
experimentos, científicos locos, una humanidad fantasmal que habita en
las cloacas, cajas de música con un compartimento secreto, mensajes en
tinta simpática en un manuscrito del siglo XVI, gente que vuelve de la
muerte y mata. En la Barcelona de 1888, en vísperas de la Exposición
Universal, el cadáver de un médico insigne aparece en aguas del puerto.
Jóvenes obreras se esfuman inexplicablemente y resurgen en las
alcantarillas o en las dársenas, monstruosamente asesinadas. Daniel
Amat, profesor de lenguas clásicas en Oxford e hijo del médico, se
presenta en Barcelona para aclarar las circunstancias de la muerte de su
padre. Lo anima un periodista de sucesos acabado, hambriento de una
noticia sensacional: si no la encuentra en el plazo de una semana, lo
echarán del periódico. (Por cierto, ¿en las redacciones de los
periódicos resonaban ya en 1888 máquinas de escribir?).
Pero la novela de época no renuncia a la marca de la narrativa criminal vigente: El secreto de Vesalio comparte con Irène y Persona
la insistencia en los repertorios sadianos de crueldades, y su
inspector de policía, a pesar de ser más suave que el criminal de la
historia, amputa un dedo con un cortapuros. El horror recreativo
transforma a estas novelas en realistas, pero de una realidad de
periodismo sensacionalista. Carlos Salem (Buenos Aires, 1959) se lo toma a broma: los crímenes de En el cielo no hay cerveza se ceban en tertulianos o presentadores de la televisión escandalosa. Los asesinados no son 10 como los Negritos
de Christie, sino 12 como los apóstoles de Cristo, y lucen nombres
transparentes, caricaturas de nombres reales del mundo televisivo
español. El investigador, de Lavapiés, fue joven poeta de éxito y acabó
travestido en autora de novelas erótico-sentimentales. El sospechoso,
inocente pero cargante como un niñato perpetuo, un tal Diosito, dice ser
el segundo hijo de Dios y lo es de un millonario que se cree Dios.
Salem utiliza la biografía de Diosito, “un evangelio de
cerveza-ficción”, para distorsionar el esquema de la novela negra hasta
romperlo y ofrecer una novela de costumbres gamberras.
Policiaca, criminal, sangrienta
Irène Pierre Lemaitre. Traducción de Juan Carlos Durán Romero. Alfaguara Negra. Madrid, 2015. 396 páginas. 19 euros.
Persona. Los rostros de Victoria Bergman. Erik Axl Sund. Traducción del francés de Joan Riambau. Roja & Negra Random House. Barcelona, 2015. 404 páginas. 19,90 euros.
El secreto de Vesalio. Jordi Llobregat. Destino. Barcelona, 2015. 540 páginas. 20 euros.
En el cielo no hay cerveza. Carlos Salem. Navona Negra. Barcelona, 2015. 430 páginas. 17 euros.
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