Las dos autoras produjeron parte de su obra becadas en Yaddo, la
residencia para artistas en una finca de 400 hectáreas, de la que John Cheever
dijo que albergaba más actividad artística que cualquier otro lugar en
el mundo
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Flannery O’Connor,escritora estadounidense. |
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Carson McCullers, autora estadounidense./revistadeletras.net |
1.
Flannery O’Connor y Carson McCullers se odiaban. O al menos lo que en el mundo literario se conoce como tal: mientras la una –Flannery– andaba diciendo que El reloj sin manecillas
era la peor novela que se haya escrito jamás, la otra –Carson– decía
que su contrincante parece haber leído atentamente Frankie y la boda
para aprender la lección y recitarla en el cuento El templo del Espíritu Santo.
Las dos autoras crecieron a 200 km de distancia en ese sur
norteamericano cuyos ejes –racismo, religión, campo– han generado un
plano tridimensional listo para albergar lo grotesco y delicado de
ambas. Las dos autoras produjeron parte de su obra becadas en Yaddo, la
residencia para artistas en una finca de 400 hectáreas, de la que John Cheever
dijo que albergaba más actividad artística que cualquier otro lugar en
el mundo. Las dos autoras padecían un contacto con la realidad más
cercano de lo común.
2.
Un personaje de McCullers está sentado en una cafetería estilo Edward Hooper,
de esas que abren toda la noche y reciben el día con las luces aún
encendidas. Está sentado en el lugar donde presumiblemente bebió algunas
cervezas. Afuera llovía y se aclaraba poco a poco cuando de repente
entra un niño de doce años que reparte periódicos. El hombre le llama,
le dice que le quiere, le invita a tomar algo. Le muestra la foto de una
mujer que lo abandonó hace mucho tiempo. Pero no lo hace por lamentarse
sino simplemente como preludio a lo que de verdad quiere contarle esa
mañana. Porque ya está amaneciendo, dejan de caer las gotas y se termina
el silencio: le quiere explicar la ciencia del amor.
“Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor? Un árbol. Una roca. Una nube”. Ese es el título del cuento: Un árbol, una roca, una nube.
Separadas por puntos seguidos, porque el hombre lo hace separadamente,
los ama separadamente. El problema, dice, es que siempre hacemos las
cosas al revés: siempre empezamos por el final. Después de meditarlo con
profundidad, tras el abandono de su esposa por otro -porque siempre es
por otro- había comenzado con precaución. Cogía cualquier cosa de la
calle y se la llevaba a la casa. Se concentraba en ella. La amaba. Ahora
puede mirar una luz hermosa dentro mientras externamente ve una calle
llena de gente. Cualquier cosa. Cualquier persona.
Un personaje de O’Connor, por su parte,
escapa de la finca en la cual acaba de quemar el cuerpo muerto, aunque
todavía tibio, de su tío abuelo. Tiene un poco más de doce años y lleva
toda la vida sin ir a la escuela para no confundir su mente. Solamente
ha estado al amparo de un familiar que se cree profeta: le ha enseñado
un cristianismo que a veces de tan grotesco parece real. Es inevitable
recordar también a la familia Glass, de J. D. Salinger,
que empezaba a aparecer en estos años sesenta y tampoco recibían la
educación acostumbrada sino una puramente espiritual. El chico, con las
llamas a sus espaldas, sale a la calle y busca que alguien lo lleve a la
ciudad. Lo recoge un comerciante. Se ven, al fondo, las luces
eléctricas que encienden el paisaje a medianoche.
“Hijo, ¿sabes cuál es la mejor táctica
para vender tubos de cobre? El amor. Es la única táctica que da buenos
resultados el noventa y cinco por ciento de las veces. No le puedes
vender tubos de cobre a alguien que no ames”.
Algo así le decía el vendedor al
adolescente recién conocido que tenía al lado. El chico de O’Connor olía
a alcohol: había encontrado los depósitos de su tío abuelo profeta
aprovechando su repentino fallecimiento mientras desayunaban. El
comerciante seguía diciendo que primero tenía que saber la salud de la
esposa de su potencial comprador, cómo estaban los hijos, los
fallecimientos cercanos, etc. Todo lo anotaba en su libreta. Si no, el
negocio no funcionaba.
3.
Flannery O’Connor había conocido a Maryat Lee en Georgia. Esta última la
había visitado por recomendación de una amiga en común y allí nació la
amistad cuyo testimonio es una abundante correspondencia. Años después
sería la precursora del eco-teatro u obras montadas en las calles de
Harlem con actores y –muchas veces– guiones improvisados. Se trataba de
una licenciada en interpretación con una tesis doctoral sobre los
orígenes del arte dramático en la religión. Aunque conversaron mucho en
los alrededores de Andalusia –la granja en la que vivía O’Connor– ambas
eran polos opuestos: mientras la una era una dama sureña de vestido que
vivía con su madre, la otra andaba de pantalones, botas y gorro, siempre
con una bolsa de cervezas, y vivía sola en un departamento que tenía la
bañera en la cocina (fue parcialmente retratada en el escritor
neoyorkino protagonista del cuento El escalofrío interminable publicado en Harper’s Bazaar).
En 1957 Maryat se casa con un
australiano y se va de luna de miel a Japón. Allí, a finales de mayo, le
escribe una carta de cuatro páginas a su amiga del sur de Estados
Unidos en la que, aparte de contarle que se acaba de enamorar de un
crítico de cine, le dice que también la quiere a ella, aunque solo en
los setenta dirá abiertamente que –como McCullers– es bisexual. O’Connor
responde:
“Todo ha de diluirse con el tiempo y la
materia, incluso ese amor tuyo que debe llegar a muchos de nosotros para
que pueda llegar. Es la gracia y es la sangre de Cristo, y, después de
verte la primera vez pensé que estabas llena de ambos y que no sabías
que hacer con ello, o tal vez qué era siquiera. Aunque ames a Faulkes, a
Ritche, a mí, a Ammet, al hermano de Emmet y a su novia equitativa e
individualmente, al final has de volcarlo en alguna parte”.
(Carta 9 de junio de 1957).
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