Escribir es llegar al final de algo, concluir algo, lo que sea, un cuento, un poema, un artículo, una novela de 500 páginas
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Antonio Muñoz Molina, autor español reflexiona sobre el oficio de escribir./elpais.com |
En el calor extremo me acuerdo de otro julio de hace 30 años justos,
cuando di por terminada por primera vez una novela y la envié al editor
que había mostrado interés en leerla. Terminar la novela había sido una experiencia tan desconcertante como encontrarse escribiéndola,
sintiendo una cierta seguridad de que no quedaría interrumpida como
otras veces, paralizada por la duda y el desánimo, por las obligaciones
inapelables del trabajo o la vida familiar. Había sido una novela de
veranos. En el de seis años antes yo me había dedicado plenamente a ella
por primera vez, en las vacaciones tras el final de la carrera, muy
empapado en sus materiales, pero incapaz de encontrar una forma que los
abarcara y les diera un orden narrativo. Fue el primero de varios
veranos de mucho calor y escritura incesante. Me había impuesto a mí
mismo un término esperanzado pero insensato: dar fin a la novela hacia
principios de octubre, que era cuando tenía que incorporarme al
ejército. Temía que si no la dejaba terminada la novela no sobreviviría a
la interrupción de 14 meses que se abría como un foso delante de mí, se
disgregaría sin remedio en el túnel disciplinario del servicio militar y
en la gran incertidumbre de la vida futura.
Contaba las páginas que llevaba escritas y los días de verano y de
libertad que me quedaban. Cuanto más escribía, más perdido me hallaba.
La historia proliferaba en personajes y complicaciones de la trama. Cada
nueva invención que la enriquecía agravaba su desorden. Ahora que lo
pienso, los veranos han sido muy fértiles para mi trabajo en las
novelas. Unas veces para escribirlas y otras para leer las que más
beneficiosas me han sido, las grandes lecturas fundamentales para mi
educación. Por primera vez, en el verano de 1979, escribí
disciplinadamente, día tras días, sin distraerme en nada más, adoptando
hábitos que favorecían el trabajo al añadirle un orden exterior. En una
mesa de madera, en el portal fresco de una casa de Úbeda, usando a
rachas una máquina de escribir o una pluma, desde la media tarde a la
caída de la noche, bebiendo café con hielo, indiferente al calor, tan
embebido en lo que hacía que hasta se me olvidaba la sombra colgada
sobre mí, cada vez más cercana. El ejército no era solo una incomodidad, sino una amenaza. Los atentados terroristas se multiplicaban a diario,
cada vez más sangrientos, y con ellos la posibilidad de un estado de
excepción, de un golpe militar. Ir destinado al País Vasco sería
encontrarse en el corazón del peligro y del miedo, el miedo idéntico a
los pistoleros y a los militares golpistas. Solo escribir me aliviaba.
El trabajo ha sido siempre la mejor terapia para mí. Las preocupaciones
más graves y las obsesiones más dañinas han quedado brevemente en
suspenso gracias al ensimismamiento de la literatura.
La noche de verano en que terminé la novela estaba solo. No tenía teléfono. No podía llamar a nadie para decírselo
Volví del todo a la novela cuatro veranos después. Ahora tenía un
tono, una voz concreta y al mismo tiempo velada que la contaba, un
principio seguro. Había descubierto lo que he vuelto a comprobar con
cada novela que he escrito, que una primera frase se parece a un milagro
y a una iluminación, y que sin ella no hay nada, por mucha historia que
uno lleve en la cabeza, por muchos borradores que haya acumulado. Ahora
no se alzaba delante de mí un término sombrío, pero tampoco contaba con
el lujo ilimitado del tiempo. Al cabo de un mes tendría que dejar el
refugio de aquella casa de umbrías frescas de Úbeda, tan propicia de
nuevo para el oficio de escribir. Ahora trabajaba en una oficina, y
volvería a ella al final de las vacaciones. Era preciso aprovechar cada
día, no perder el estado de espíritu del que brotaba la novela, el
caudal que casi se extinguió cuatro veranos antes. Y siempre estaba el
miedo a que la vuelta a la oficina malograra esa concentración tan
difícil, tan quebradiza que cualquier distracción puede disiparla. Te
atrapan de nuevo las obligaciones exteriores, las urgencias, los
sobresaltos, las llamadas de teléfono. La novela aplazada se aleja y se
convierte en un remordimiento, en la sospecha de una imposibilidad de la
que nadie más que uno mismo es culpable. La novela es como el “recóndito tesoro” que añora el viejo pirata ciego del soneto de Borges,
con una diferencia. Por muchos años que pasen, las monedas de oro
permanecerán inalterables en el cofre sepultado en la arena. El tesoro
de la novela inacabada puede desaparecer sin rastro si se tarda
demasiado en exhumarlo.
Escribía a rachas a lo largo del año, pero fue en la isla del mes de
vacaciones y de la casa en penumbra donde se hizo la novela, en dos
veranos seguidos. Era una tarea tan completa que se bastaba a sí misma.
Solo muy vagamente pensaba en lo que sucedería una vez que la novela
estuviera terminada. Llevaba tanto tiempo viviendo de un modo u otro con
ella que me costaba imaginarme libre de su cercanía obsesiva. Menos aún
imaginaba la novela publicada, un libro como cualquier otro en un
escaparate o en una mesa de novedades, mío y ajeno, exterior a mí. Pero
la publicación de la novela no era mucho más quimérica que su final, que
parecía alejarse según yo continuaba escribiendo.
Por primera vez, en el verano de 1979, escribí disciplinadamente, día tras días, sin distraerme en nada más
Cuando vino fue desconcertante, un estupor y casi una decepción, más
que el golpe de alegría y de alivio que había previsto desde hacía años.
Escribes una frase y resulta que es la última, pero no sucede nada a tu
alrededor, ni dentro de ti. La noche de principio de verano en que
terminé la novela estaba solo. No tenía teléfono. No podía llamar a
nadie para decirle que había terminado. Saqué el último folio de la
máquina y lo puse junto a los otros. Contuve el impulso de volver al
principio, abrumado de antemano por todos los errores y descuidos que
encontraría, todo el trabajo de corrección que tendría por delante. Yo
no era ya el mismo que cuando escribía las primeras páginas, dos veranos
antes. Entre el principio y el final, el aprendizaje de escribir una
novela completa me había cambiado. Escribir es llegar al final de algo, concluir algo, lo que sea, un cuento, un poema, un artículo, una novela de 500 páginas.
Yo pensaba que aquella novela me había costado tanto porque era la
primera que escribía; que el oficio iría facilitando las cosas,
limitando las inseguridades, la posibilidad de la equivocación y el
fracaso. Al cabo de 30 años, después de escribir novelas que llegaron al
final y otras que quedaron interrumpidas, tentativas obstinadas que se
me deshicieron en nada, comprendo y acepto que no hay progreso en este
trabajo. El aprendizaje necesario para escribir una novela se vuelve
irrelevante una vez terminada. Para la próxima, si es que llega, habrá
que aprender cosas completamente distintas, insospechadas antes de
empezarla. Es verano otra vez. Hace mucho calor. A pesar de la pereza el
cuerpo me pide una novela. No tengo ni idea sobre cómo dar forma a las
cosas entre recordadas e inventadas que me vienen a la imaginación.
Treinta años no es nada.
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