Todas las moscas son distintas. Mi preferida está en este cuento
mínimo de la gran Lydia Davis: “Al fondo del autobús, en el baño, esa
mínima pasajera ilegal, camino de Boston”.
Muy diferentes son las moscas entre sí, pero se parecen. Augusto
Monterroso, experto en ellas, solía decir: “La mosca que hoy se posó en
tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra”.
El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología
general sobre tan enmarañado universo. Finalmente abandonó el proyecto
porque tendía a lo infinito y él era un escritor de brevedades. Pero
conviene aclarar que no ignoraba que el escritor de brevedades nada
anhela más en el mundo que escribir textos interminables. Esto pude
descubrirlo el mismo día de verano en que en un bar de Barcelona conocí a
Monterroso y, en medio de la animada conversación, me contó de golpe
una historia que vi con toda claridad que desmentía su exclusiva afición
por lo breve. Erase una vez, me dijo, una cucaracha llamada Gregorio
Samsa que soñaba que era una cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba
que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio
Samsa que soñaba que era una cucaracha.
Quedé petrificado. Con el tiempo he confirmado que su obra solo en
apariencia es breve. La prueba está en que a cada nueva reedición de sus
historias la obra parece nueva. Es lo que me ha ocurrido con El Paraíso imperfecto. Antología tímida
(edición de Carlos Robles Lucena, Debolsillo), donde por suerte no hay
quien tropiece nunca con el célebre dinosaurio (a veces parece que solo
hubiera escrito ese cuento), pero sí, en cambio, con una destilación
inteligente de lo más divertido de su obra. El prólogo que escribiera
Monterroso para su Antología personal de 1975 sirve aquí de
cierre del volumen: “Como mis libros son ya antología de cuanto he
escrito, reducirlos a esta me fue fácil; y si de esta se hace
inteligentemente otra, y de esta otra, otra más, hasta convertir
aquellos en dos líneas o en ninguna será siempre por dicha en beneficio
de la literatura y del lector”.
Así pues, su tendencia a corregir y a hacerse cada vez más pequeño no
falta en esta nueva antología, tampoco su gran energía irónica:
“Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare; escribió una
novela: dijeron que se creía Proust; escribió un cuento: dijeron que se
creía Chejov; escribió una carta: dijeron que se creía Lord
Chesterfield; escribió un diario: dijeron que se creía Pavese; escribió
una despedida: dijeron que se creía Cervantes; dejó de escribir: dijeron
que se creía Rimbaud; escribió un epitafio: dijeron que se creía
difunto”.
Su hondo humor cervantino es precisamente el que falta en este país
sin humor, este país extraviado e irrecuperable, incapaz de escapar de
la lógica trágica del lugar. El humorismo, decía Monterroso, es el
realismo llevado a sus últimas consecuencias, y excepto mucha literatura
humorística, todo lo que hacemos tiene un lado muy risible; en
realidad, el hombre es el único animal experto en hacer el ridículo.
A los 10 años de su muerte, es muy bueno volver a reírse con
Monterroso y recordar su método tímido como sistema literario. Fue uno
de los grandes, aunque era pequeño, y desde luego nunca le dieron el
Cervantes, por ser tan grande. Socio involuntario del club de los
narradores latinoamericanos (Rulfo, Onetti, Pitol, Arreola, Denevi,
Wilcock, Ribeyro) que el boom no incluyó entre los suyos y que
con el tiempo se han revelado mejores que muchos de los figurones de
entonces. Se dice de Monterroso que, al igual que los verdaderos
escritores, no dejó nunca de escribir: cuando dejaba de hacerlo, decía
que lo posponía, y en estas postergaciones se le pasó la vida.
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