Después de años sin noticias suyas, Jeanette Winterson reaparece con una biografía sentimental y descarnada. ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?no es sólo el ingenioso título del libro, sino la frase que le lanzó su madre adoptiva al enterarse de su noviazgo lésbico. Parte de su historia familiar y su increíble ascenso literario son narrados aquí con sencillez y sentimiento
En el
Reino Unido, Jeanette Winterson no es sólo una escritora: es una
celebridad. En los 80 irrumpió en la escena literaria y cultural como
un fenómeno: una mujer de clase trabajadora, norteña –creció, muy pobre,
hija adoptiva, en un pueblo industrial de Manchester; su casa no tenía
calefacción ni cuarto de baño–, lesbiana, graduada en Oxford, ecléctica
en sus influencias, bocona, apasionada. A los 25 años, Winterson publicó
Fruta prohibida, su primera novela, que ganó el premio Whitbread –que
se otorga a los mejores debuts– y cinco años más tarde fue adaptada por
la BBC. Sus romances eran muy públicos; en la tradición intrusiva de la
prensa tabloide británica, llegó a tener fotógrafos fuera de su casa,
esperando la entrada de alguna nueva amante. Los escritores consagrados
expresaban su admiración profusamente: Edmund White elogió su segunda
novela, La pasión; Gore Vidal dijo que Winterson era “la escritora joven
más interesante que haya leído en veinte años”; Muriel Spark la llamó
“una voz fresca que además tiene cerebro”. En aquella primera novela,
Fruta prohibida, Winterson tomaba elementos de su experiencia como hija
adoptiva de una fanática religiosa pentecostal y el cataclismo que
sobrevenía cuando, en ese ambiente, se enamoraba de otra chica. En 1989,
cuando publicó Sexing the Cherry, ubicada en un Londres del siglo XVII
con elementos fantásticos, alguien la comparó hasta con Gabriel García
Márquez.
Pero, en los ’90, Jeanette Winterson, según ella misma lo cuenta,
perdió la cabeza. Se encerró en su elegante casa en Highgate, en
Londres, y su literatura empezó a cambiar. Eligió un lenguaje poético
que combinaba metafísica, mito –siempre la fascinó el mito artúrico–,
ciencia, teoría queer; para algunos, los textos de los noventa eran
valiosos en su riesgo y experimentación, para otros, sencillamente
autoindulgentes.
El nuevo siglo la encontró en un mejor lugar: dejó la casa bunker de
Londres, se mudó al campo –con sus autos antiguos y su colección de
arte: Winterson es una mujer rica– y se reencontró con su voz, siempre
influida por el modernismo y por la teoría queer (sus personajes suelen
no tener género específico), pero en novelas más amables. Y, finalmente,
en 2011, publicó su memoir ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser
normal?, donde narra, básicamente, dos momentos de su vida: la vida con
su madre adoptiva hasta que dejó la casa familiar, a los 16 años, y, en
un gran salto temporal, su crisis emocional de los ’90, su nueva
relación con la crítica, psicoanalista y feminista Susie Orbach y el
reencuentro con su familia biológica, especialmente con su madre, Ann.
¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?. Jeanette Winterson Lumen 245 páginas
Lo más impactante de ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? es
el estilo. Es Jeanette Winterson en su versión más sencilla, clara
–cándida, inclusive–. Para una mujer que escribió novelas donde usaba la
física cuántica para contar un triángulo amoroso (Gut Symmetries,
1997), es un libro asombrosamente límpido. La descripción de la señora
Winterson abre las memorias: “Mi madre era una depresiva extravagante;
una mujer que guardaba un revólver en el cajón de los trapos y las balas
en el abrillantador. Una mujer que permanecía toda la noche en vela
preparando tartas para no tener que dormir en la misma cama que mi
padre. Una mujer con prolapso, problemas de tiroides, insuficiencias
cardíacas, una pierna ulcerada que nunca sanaba”. Winterson cuenta,
además, cómo esta mujer, que en realidad quería adoptar un niño, gritaba
que el demonio la había llevado a la cuna equivocada cuando le dieron a
esta niña, a la que nunca le dio las llaves de la casa –solía dejarla
en la calle– y a la que, en la adolescencia, sometió a un exorcismo.
Pero más allá de esta infancia en el norte de Inglaterra –que
Winterson cuenta sin rastros estilísticos góticos o dickensianos, un
gran acierto– lo notable de la primera parte de ¿Por qué ser feliz
cuando puedes ser normal? –frase pronunciada por la madre, cuando ella
le anuncia el amor por su novia– es la descripción de la vida en el
norte de Inglaterra en los años ’60 y ’70. Su pueblo, Accrington, es un
sitio desolado, y sin embargo está claro que Winterson lo ama, que es su
lugar de pertenencia, parte de su identidad, y su orgullo. “Mi padre
adoptivo –escribe– trabajaba diez horas diarias de un tirón siempre que
podía, se ahorraba el billete de autobús recorriendo en bicicleta seis
millas para ir y otras seis para volver y nunca tuvo suficiente dinero
para comer carne más de dos días por semana ni para permitirse algo más
exótico que una semana al año en la costa. No le iba mejor ni peor que a
ninguno de sus conocidos. Eramos la clase trabajadora. Eramos la masa
delante de la fábrica.”
Todos los despertares de Winterson están en esta primera parte,
mientras tiene que esconderse de esa madre terrible. La conciencia de
clase; el despertar literario cuando, en la biblioteca pública, lee el
estante de literatura inglesa de la A a la Z y se conmueve hasta las
lágrimas cuando se encuentra con la poesía de T. S. Eliot; al feminismo,
cuando ve la ausencia de autoras en ese estante y cuando conoce la vida
de su profesora de literatura, una mujer que lee a Shakespeare mientras
plancha la ropa de sus hijos.
Después de su llegada y la beca en Oxford –una auténtica escapada,
un autosalvataje– Winterson se saltea los años de fama para centrarse en
cómo el trauma infantil, la pérdida, la herida, la alejaron de la
literatura y la llevaron a conductas suicidas disparadas por una
separación. Y cómo esa crisis se terminó –mejor dicho: se alivió– con el
reencuentro con la madre biológica, con la literatura y con el amor.
Pero ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? no tiene un final
feliz. La mujer que sale del relato de su vida sigue luchando con su
escritura, sigue confusa sobre lo que siente por su madre –que la dio en
adopción cuando tenía 17 años: incluso pelean a los gritos, ella le
reprocha, hasta defiende a la señora Winterson; después de todo “era un
monstruo, pero era mi monstruo” y fue quien, al desampararla y volverla
tan determinada y extraña, la impulsó a ser escritora–, todavía no sabe
si su nueva y sana relación es una excepción a la regla.
La última línea del libro es “No tengo idea de lo que va a pasar a
partir de ahora”. Esa honestidad, después de páginas que, incluso, se
permiten la valentía de cierto sentimentalismo y hasta alguna
pontificación, son parte del impulso de Winterson hacia la honestidad a
riesgo de la exposición; otro riesgo en su arriesgada, valiosa, obra
literaria.
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