La investigación por la muerte del gran poeta chileno ha generado sospechas terroríficas sobre su final. Sin embargo, la noticia verdadera es la inmortalidad de sus versos y su figura a pesar de los intentos violentos por callarlo
Pablo Neruda. El Poeta. /Revista Ñ |
El poeta tenía una llave para abrir la casa. Cuando la buscaba
en la arena traía consigo el océano, su vecino. “No había dónde
ponerlo”. Por eso, ese vecino “tan grande, desordenado y azul que no
cabía en ninguna parte” fue a quedarse “frente a mi ventana” en Isla
Negra. Hasta que él mismo se fue, tristemente, por la vereda de la
muerte donde ahora buscan la causa de su despedida.
Llenó la casa
de trampas, menos para el Océano. “El hombre en el Océano se disuelve
como un ramo de sal”. Se pertrechó adentro con botellas raras y con
mascarones terribles, con colecciones absurdas, y con su voz. Su voz era
la trampa con la que obsequiaba a los amigos desconocidos y a los
famosos; era su guitarra la voz, pero había dentro, en los poemas más
lejanos, ecos de su imposible regreso a Cautín. La trampa era para que
no conocieran su melancolía. El hombre que viajó para permanecer siempre
en el mismo lugar, su memoria, la de Cautín, la de Isla Negra.
El
océano era su lágrima innumerable; pero no lo dijo. Dijo, sobre el
océano: “Allí la semilla no se entierra ni la cáscara se corrompe: el
agua es esperma y ovario, revolución cristalina”. Desde esa ventana
miraba cómo llegaban a la casa el escritorio y la bruma. Estaba muy
lejos, por ejemplo en Tenerife, donde recaló antes de irle a dar su
respaldo a Salvador Allende, y únicamente tenía en la mente ese vaivén
del mar. Por eso caminaba como un barco viejo. Hacia Isla Negra. A
Cautín.
Cuando estás en esa casa donde ahora él es la luz secreta y
misteriosa dentro de una carpa en la que científicos dilucidan si lo
mató algo más que la tristeza, entiendes que la soledad de hombre que no
volvió a Cautín, su pueblo, estaba oculta bajo los sargazos de sus
colecciones; él simulaba mirar lo que venía en las manos innumerables
del océano (“tablones carcomidos, bolas de vidrio verde o flotadores de
corcho, fragmentos de botella ennoblecidos por el oleaje, detritus de
cangrejos, caracolas, lapas, objetos devorados, envejecidos por la
presión y la insistencia”), pero en realidad lo que aguardaba en algún
instante de ese regocijo que le procuraba el mar era la noticia de la
inmortalidad.
Esperando esa noticia se cubrió de objetos. Es
inevitable, en Isla Negra, ir olvidando tanto recodo, tanta cama marina,
tanta mesa de luces, tanta hojarasca, para buscar al fin al hombre que
ha de morir. El creía (como Rafael Alberti) que vivir eternamente
consistía en seguir hablando, conversando con el mar o con los hombres,
esperar que una dama de blanco y en volandas se lo llevara a otro sitio,
donde la conversación fluyera como el regocijo de un niño.
El lo
decía, moriré cantando. En ese libro en el que resume lo que le venía
del mar ( Una casa en la arena , Lumen, 1966, fotos de Sergio Larraín)
está pletórico, como si volviera a Los versos del Capitán , alrededor la
inmortalidad pervive; sin embargo, años más tarde, en 1973 y hasta
ahora mismo, a esa casa la convirtieron en un velero triste. Ya la proa,
la popa, el casco mismo han recibido los embates que el mismo fotógrafo
Larraín y también el fotógrafo Luis Poirot ( Retratar la ausencia ,
Comunidad de Madrid, 1987) plasmaron más tarde: Neruda yendo o viniendo
al océano, apoyado en el bastón y también en la tierra, como si aquel
barco que él fue se estuviera hundiendo ante su propia vista. Ya el
océano era una sombra de su despedida, él viajaba como hacia sí mismo,
ni rastro ya de entusiasmo en su pelea.
Murió de tristeza, se dijo
entonces, se dice ahora mientras rebuscan los científicos los restos
que hablan ante el estímulo de las agujas. Lo envenenaron, quizá; en
estos días en que la carpa luminosa sustituye al oleaje que él amó, en
medio de la superficie que llenó de ruido para escuchar mejor su
silencio, los doctores aspiran a que Neruda, ese cuerpo, les cuente de
veras qué pasó, hasta dónde entró el hacha del odio, si es que fue así,
cómo fue que aquel hombre que aspiraba a morir cantando se fuera tan
triste a esa tumba en la que ahora rebuscan su penúltima pena.
Los
miro hacer desde la distancia. Vuelvo a la casa en Isla Negra. “Cada
uno envejece a su manera y el ancla se sostiene en la soledad como en su
nave, con dignidad. Apenas si se le va notando en los brazos el hierro
deshojado.” Hasta dónde penetró la navaja no se sabe, y parece que no
importa demasiado. Certificar la crueldad con que la dictadura le tachó
la alegría es una tarea que honra a los hombres y a la ciencia, pero
aquella ignominia ya no tiene ni siquiera el remedio del olvido. “En el
invierno el viento del mar desata furia, sal, espuma de las grandes
olas, y la naturaleza aparece acongojada, víctima de una fuerza
terrible.” Acaso esta investigación calme la furia del viento del mar,
la ignominiosa noticia de que al poeta lo mataron con los hachazos
tristes del odio, y que un puñal venenoso fue el último eslabón de su
martirio.
Y si el poeta se hubiera ido andando.
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