La divulgación lingüística se extiende en diarios y libros de España y América. Los sabios del idioma se adentran en el terreno con humor, en la senda de Lázaro Carreter
Ilustración de Isidro Ferrer./elpais.com |
José Antonio Pascual
ha dedicado su vida a mirar dentro de las palabras. Las extiende sobre
una mesa y examina sus piezas. Primero averigua sus códigos genéticos y
luego les descubre en los zapatos todos los lugares por los que han
pasado. Tiene mirada de radiólogo y vocación de detective.
Su archivo de casos ganados daría para una historia de la
lexicografía española; también para unos cuantos diccionarios de
palabras misteriosas. Y ahora se ha animado además a ofrecer al gran
público una pequeña parte de sus pesquisas.
No es lo mismo ostentoso que ostentóreo se titula el libro que el vicedirector de la Real Academia Española
acaba de publicar con el sello de Espasa. Y ya desde esa frase se
aprecia un afán por abrir la sonrisa y acercarse al lector sin
aburrirle.
Este ensayo devuelve a Pascual al terreno divulgativo, en el que ya
hizo alguna incursión tiempo atrás, cuando colaboraba en el programa de
TVE Hablando claro (1988-1992) o cuando escribió un manual para estudiantes de bachillerato (editado por Santillana).
Tampoco el sentido del humor que se aprecia en el título constituye
una sorpresa tratándose del académico salmantino. Pascual es una persona
afable, jovial y anecdotista. Incluso se permitió titular una de sus
eruditas comunicaciones académicas de este modo: Paseo por Salamanca
y por su manera de hablar, sin que, por una vez, nos acompañen ni Elio
Antonio de Nebrija ni Miguel de Unamuno en el recorrido. (‘El camino de la lengua’. Artec. Segovia, 2004. Páginas 154-173).
Que los auténticos sabios del idioma se adentren en el terreno de la
divulgación y el humor suele despertar gratitud, porque han de afrontar
el esfuerzo de renunciar a tecnicismos y a otras oscuridades propias de
su sabiduría y acudir en su lugar al “lenguaje natural”, expresión que
el propio Pascual emplea (página 152).
El público ya supo apreciar este empeño en Fernando Lázaro Carreter
y en sus dos entregas de dardos en la palabra; y también en otros
muchos autores que han acortado con artículos o con libros el camino que
media entre su ciencia lingüística y la gente de la calle.
José Antonio Pascual, vicedirector de la Academia, acaba de publicar "No es lo mismo ostentoso que ostentóreo"
En España hallamos el precedente de Antonio de Valbuena en la segunda mitad del siglo XIX. Con el seudónimo Miguel de Escalada, Valbuena escribía en el periódico El Progreso
airadas críticas contra la Academia, en unos textos que, si dejamos
aparte sus excesos, constituían un interesante vehículo de divulgación
lingüística. Más cerca ya de nosotros, Luis Calvo, El Brocense, firmaba sus artículos en la desaparecida Hoja del Lunes de Madrid en los años setenta, y también en Abc;
y con él coincidió en el tiempo el propio Fernando Lázaro Carreter
desde Informaciones, de donde luego pasaría sucesivamente a Abc y EL PAÍS.
Siguieron su estela colaboradores ocasionales o fijos llenos de
erudición como Pancracio Celdrán (RNE), Fabián González Bachiller y José
Javier Mangado (en el diario La Rioja), Humberto Hernández (El Día, de Tenerife), Juan Aroca, Mariano de la Banda o José Antonio Millán.
El gusto por conocer mejor nuestro idioma quizás sea mayor aún en
América. Allí el público interesado lee o ha leído con devoción los
textos del colombiano Roberto Cadavid, Argos (El Espectador, El Colombiano), del académico venezolano Alexis Márquez Rodríguez (en El Nacional), de la académica peruana Marta Hildrebrandt (El Comercio), el guatemalteco Rubén Alfonso Ramírez Enríquez (Prensa Libre), el chileno Enrique Ramírez Capello (La Nación), los cubanos María Luisa García (Granma) y José Z. Tallet (diario El Mundo, ya desaparecido), el académico mexicano José Moreno de Alba (diario Unomasuno) o su compatriota Ricardo Espinosa (en varias televisiones mexicanas), y el puertorriqueño Salvador Tió (El Mundo, El Imparcial, El Universal, el Diario de Puerto Rico).
También ellos tuvieron sus precedentes, como el del prestigioso
lingüista venezolano Ángel Rosenblat, quien en los años cincuenta
publicó en El Nacional sus artículos bajo el epígrafe Buenas y malas palabras; y que luego editó en libro.
El humor que despliega José Antonio Pascual en No es lo mismo ostentoso que ostentóreo
se apreciaba también en la mayoría de estos columnistas y escritores.
Casi todos intentan a toda costa que el lector más desavisado los
entienda y se divierta con ellos, y por eso los ejemplos disparatados
acuden al texto muy a menudo para crear analogías que expliquen mejor el
error que se comenta.
Así, el colombiano Roberto Cadavid, Argos, cita una crónica
periodística donde se dice: “No faltaba ningún enser”; y en la que, por
tanto, el autor había inventado un sustantivo singular imposible
(derivado de “enseres”). Así que Argos comenta a continuación: “Tampoco
faltaría ningún víver”.
Y un día descubre el bueno de Cadavid en la prensa colombiana el
neologismo “nupcializarse”; pero, lejos de ofrecer al lector las
alternativas obvias, acude con su humor habitual a una opción, también
neológica, más apropiada a su gusto: “patimaniatarse”.
Que los sabios del idioma se adentren en el terreno de la divulgación y el humor suele despertar gratitud
Argos intentó con esa mirada irónica bucear en los significados de
las palabras, en sus orígenes o en el concepto filosófico que entrañan
muchas expresiones, como esta tan administrativa: ¿debe decirse “a la
mayor brevedad” o “a la menor brevedad”? ¿No deberíamos buscar la
brevedad menor posible? (En el español más natural, esto se resolvería
de otro modo: “cuanto antes”).
La cubana María Luisa García ofrece en Granma un estilo
didáctico, pero también se permite puntualizaciones curiosas: “¿Por qué
se escribe ‘bajamar’, todo junto, y ‘alta mar’, separado?”. (Una
contradicción semejante al chiste que contamos por acá: ¿por qué
separado se escribe todo junto, y todo junto se escribe separado?).
También José Antonio Pascual cocina un libro salpimentado de guiños.
Por ejemplo, cuando aborda las acepciones académicas de “exprimir” (que,
sorprendentemente, incluyen los significados de “expresar” y
“manifestar”). Y exclama Pascual al final de su razonamiento: “¡No sé si
me exprimo!”.
La mayoría de las críticas de estos divulgadores de ahora y de antes
estaban dirigidas a quienes tienen el lenguaje por herramienta
profesional. Lázaro acechaba especialmente a los locutores deportivos,
como gran aficionado al fútbol que era, y seguidor del Zaragoza; y Argos
se permitía corregir al mismísimo García Márquez.
Por ejemplo, en una de sus cariñosas reprimendas (“mi querido Gabo, voy
a hacerte amistosamente una ligera observación”) le recriminaba que
escribiera esta frase en El Espectador del 19 de junio de 1983:
“Tocaban de oídas el acordeón”. Y claro, apelaba Argos a que algunas
cosas se conocen de oídas, pero algunos intérpretes tocan de oído.
Sin embargo, el humor de Pascual no va contra el infractor, sino a favor del lector, para mostrarle la relatividad de las cosas.
Eso sí: repasar los comentarios de todos estos entrañables amantes de
la palabra permite apreciar cómo luego el Diccionario (edición de 2001)
les ha quitado la razón más que dársela. Pero a su vez el tiempo
corregirá al Diccionario, no tardando mucho.
El gusto por conocer mejor nuestro idioma quizás sea mayor en América. Allí el público lee con devoción a Cadavid
Si alguno de ellos criticaba el uso de “patología” (lo que venía
siendo el estudio de las enfermedades) como “conjunto de síntomas de una
enfermedad” (eso que hasta poco antes solía llamarse “síndrome”), se lo
puede encontrar ahora mismo con toda paz en el léxico de la Academia.
¿Alguien abominaba de self-service porque ya existe
“autoservicio”? Pues el Diccionario oficial da entrada al anglicismo en
la edición del año 2001, del mismo modo que ya se incrustan en sus tomos
palabras como speech, kit, spray, stock…, por más que tengamos nuestros previos “discurso”, “paquete” o “lote”, “pulverizador” y “existencias” o “reservas”.
Los divulgadores, en efecto, han ofrecido otras opciones ante la
mayoría de esos anglicismos, que veían superfluos. (Por ejemplo, el
cubano José Z. Tallet no entendía por qué se usa container, si tenemos “recipiente” y “contenedor”).
¿Pero valía la pena adoctrinar a los lectores para tanta batalla
perdida? Seguramente responderán que sí, porque si les abandona el
Diccionario les quedará siempre el refugio del estilo. El estilo es la
elección: unos términos les parecen mejores que otros, aunque todos
resulten correctos ya. Y además muchos de esos vocablos incorporados
hace 12 años acabarán arrinconados más pronto que tarde. De hecho,
algunos de ellos ya tienen el billete de salida de la docta casa (se
prevé por ejemplo la supresión de self-service, stock y speech, según el avance de la 23ª edición). Todo es relativo, pues.
Fernando Lázaro explicaba el significado de “detentar” y denunciaba
que “pocas palabras han sido tan vapuleadas en sus usos espurios como el
dichoso verbo”; (…) que nació entre juristas para referirse a algo de
lo que alguien se apropiaba ilegalmente. Datada en el siglo XVII con ese
sentido, se convirtió luego en “sinónimo desalmado de poseer, tener,
conservar, gozar de o mantener, esto es, privado del rasgo semántico
‘sin derecho’ (…)”. Y añadía el entonces director de la Academia: “Los
juristas van a quedarse sin una pieza que necesitan, y los no juristas
poseemos otras para decir mejor lo que queremos. Hay una tendencia
general a destruir matices, a mellar filos, a rematar las cosas con
rebordes gordos. Es lo fácil, lo rebañego, lo espeso, lo que gusta” (El dardo en la palabra,
página 234 y siguientes). “Detentar, el Diccionario lo garantiza,
significa ‘retener y ejercer ilegítimamente algún poder o cargo público”
(página 634).
Al otro lado del Atlántico, la peruana Martha Hildebrandt (El habla culta, página 113) explica que “detentar” equivale a “usurpar”, y recuerda que Leopoldo Alas, Clarín, ya censuraba aquel mal uso en el mismísimo Cánovas del Castillo.
Pues bien, José Antonio Pascual (página 210), tras poner en el
escaparate los nombres de ilustres de la escritura que caen también en
ese error —entre los que Cánovas se lleva otro coscorrón—, arguye que,
ante esos avales, los diccionarios no deberían resistirse numantinamente
a acoger el nuevo significado.
Ese empleo a veces caprichoso o innecesario de hablantes y escritores
(pero sobre todo de los periodistas) viene influyendo mucho en la
Academia, que —lejos de su inmovilismo analógico de otras épocas— ha
desarrollado unos fantásticos oídos informáticos que atienden con
facilidad ahora a todas las voces que antaño se habrían considerado
desviadas.
Y por ese coladero se deslizó la segunda acepción de “ignorar” (verbo
que antes solo significaba “desconocer” y que hoy equivale también a
“no hacer caso”).
El plácet de la Academia cae unas veces de un lado y otras del contrario; y siempre con argumentos razonables
Fernando Lázaro (1997: 498 y 473) y Roberto Cadavid (2004: 450)
criticaban tal uso anglicista de “ignorar”, que tiene precisos
equivalentes en español según cada situación: “desdeñar”, “despreciar”,
“desmerecer”, “hacer caso omiso”, “ningunear”, “desairar”, “soslayar”,
“pasar por alto”, “olvidar” (tercera acepción) o “no tener en cuenta”.
Pero el Diccionario abrió la puerta en 2001 a ese segundo significado
innecesario (a la vista está que el español disponía de alternativas más
eficaces) que convierte en confusa la palabra dentro de muchas
oraciones (por ejemplo, en “es mejor ignorar lo sucedido”, donde ahora
no sabemos si se nos dice que es mejor desconocerlo o mejor soslayarlo).
José Moreno de Alba, entonces director de la Academia mexicana,
lamentaba por su parte el uso de “evento” como equivalente de “acto”,
sin la connotación de inseguridad o imprevisión. Pero también se
incorporó al Diccionario el empleo anglicado que entró por América.
Y qué decir de “peatonal”, que tanto disgustaba al filólogo aragonés y
que ya se ha consagrado en la calle, nunca mejor dicho. Pero este
parece más bien un caso que se puede apoyar con la frase del divulgador
chileno Enrique Ramírez Capello: “Los neologismos de ayer son
necesidades de hoy”.
Los tiempos cambian, claro. Lázaro Carreter censuraba el empleo de
“escuchar” donde procedería “oír” (“se escuchó un tiro”), pero el actual
vicedirector, Pascual, aporta decenas de usos erróneos que firman
personas muy cultas. Y concluye: “Ejemplos como estos me animan a no
militar contra estas confusiones”.
El verbo “implementar” (es decir, “instrumentar”, “aplicar”,
“organizar”, “ejecutar”) fue censurado por Corominas, que lo calificó de
“anglicismo reciente, superfluo e intolerable”, pero la peruana Martha
Hildebrandt lo veía ya “insustituible en castellano” (página 166); y
finalmente la Academia lo ha acuñado.
La mayoría de las críticas de estos divulgadores de ahora y de antes estaban dirigidas a quienes tienen el lenguaje por herramienta profesional
El uso, en efecto, consagra los cambios oficiales en el idioma, y
deja colgados de la brocha a los otrora corregidores. Poco se puede
oponer a eso; pero tales corrientes generales no impiden que la Academia
sí obre en contra de ellas y ejerza su potestad regulatoria cuando lo
considera pertinente, como nos muestra la nueva Ortografía. En ella se
norma sobre el uso de Catar con ce cuando todo el mundo escribía Qatar; y
sobre “cuórum”, también con ce, a pesar de que esta grafía reunía hasta
entonces muy poco quórum; y se establece —paradójicamente— que un “ex
marido” ya no esté separado como siempre, sino que debe juntarse a su
“ex”.
¿Qué prima entonces para la Academia: el uso, la analogía, el mejor
sentido para la riqueza del idioma, la lógica interna de la lengua (si
es que existe)? Quién sabe. Como reza el dicho, “lo más seguro es que
depende”. Así que a menudo discrepan entre sí las recomendaciones de los
más sabios divulgadores —entre ellos algunos académicos de acá y de
allá—, y las etimologías, y el Diccionario, y los desvaríos de los
periodistas por una parte y el uso del pueblo soberano por la otra. El
plácet de la Academia cae unas veces de un lado y otras del contrario; y
siempre con argumentos razonables.
José Antonio Pascual pasea por esos vericuetos sin caer en las
trampas de las que parecen sembrados. Cree que algunos anglicismos
muestran el complejo de inferioridad de quien los emplea, pero precisa
enseguida, citando a Antonio Muñoz Molina,
que “a un idioma sano no le perjudican las palabras que vienen de
otros”. Pascual maneja la historia de los vocablos con sus azarosas
aventuras, sus usos, sus matices… Y siempre deja una puerta de salida,
con distancia respecto de sí mismo y de sus propias ideas.
En esto, el filólogo salmantino circula por nuevos senderos. En el
fondo no importará tanto de qué lado caiga la sentencia académica, sino
averiguar qué ha pasado. No se trata de tener razón, sino de tener
debate. No se busquen los errores, apréciense los esfuerzos. O, como
explica a EL PAÍS el propio Pascual ante unas sabrosas lentejas en un
restaurante del centro de Madrid: “No es ‘a ver si no te equivocas’,
sino ‘a ver si te esmeras”.
Ahí coincide con Alexis Márquez. El académico venezolano no duda en
criticar las actitudes pitiyanquis, pero censura a los puristas porque
son “inquisidores” que inculcan el miedo en los hablantes, quienes temen
equivocarse y dejan de hablar en público.
Al analizar los textos de todos estos divulgadores de la etimología y
la gramática, se observan muchas más coincidencias. Los problemas
elegidos son idénticos en muchos casos, lo cual muestra que la cohesión
del idioma español concierne tanto a los aciertos como a los errores.
Casi todos estos autores parten de que “la lengua evoluciona” (tal vez
deberíamos decir “el léxico evoluciona”, pues la gramática o la sintaxis
se mueven muy poco, y a nadie se le ha ocurrido inventar la cuarta
conjugación). Pero a menudo dan soluciones también coincidentes que se
basan en la historia del idioma, en los usos tradicionales y en la
riqueza de los propios recursos del español, aunque abominan de que se
les considere “puristas”.
Pascual, por su parte, se pronuncia sobre estas cuestiones a partir
de la historia de las palabras; y no por su gusto personal o por lo que
digan los diccionarios. “Desde la filología”, argumenta el académico
después de otra cucharada, “las cosas son más complejas que desde el
balcón del esto me gusta, esto no me gusta. He querido explicar el uso
actual por el comportamiento histórico”.
En la mañana del 21 de noviembre de 1998, 11 diccionarios diferentes
se alinean verticales en el lateral izquierdo de la mesa de trabajo de
Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias, recibiendo el sol que les
llega desde el mar. “Los tengo ahí”, bromeaba el escritor colombiano
aquel día, “para que se peleen entre ellos”.
Y vaya que si se peleaban. Pero quizás lo importante no deba ser lo
que discutan entre sí los diccionarios, sino lo que enseñen a quienes
los consultan. Y en eso reside también el propósito de la obra de
divulgación que ha escrito José Antonio Pascual: no busquemos las
sentencias del tribunal; disfrutemos, mejor, de los argumentos que
manejan las partes.
Cómo conocer mejor el idioma
» Cadavid, Roberto, Argos. Gazaperas gramaticales. Tomos 1 y 2. Intermedio. Bogotá, 2004 y 2005.
» Celdrán, Pancracio. Hablar bien no cuesta tanto. Temas de Hoy. Madrid, 2009.
» Espinosa, Ricardo. ¿Cómo dijo? Ediciones Castillo. Monterrey, 2001 (tercera edición).
» González Bachiller, Fabián; Mangado, José Javier. En román paladino. Universidad de La Rioja, 1999.
» Hernández, Humberto. Una palabra ganada. Notas lingüísticas. Altasur. La Laguna, 2002
» Hildebrandt, Martha. El habla culta (o lo que debiera serlo). Editorial Peisa. Lima, 2000.
» Lázaro Carreter, Fernando. El dardo en la palabra. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 1997. Y El nuevo dardo en la palabra. Aguilar. Madrid, 2003.
» Márquez Rodríguez, Alexis. Con la lengua. Cinco tomos. Vadell Hermanos, editores. Caracas, 1987-2002.
» Moreno de Alba, José G. Minucias del lenguaje. Fondo de Cultura Económica. México, 1995. Nuevas minucias del lenguaje. Fondo de Cultura Económica. México, 1996.
» Pascual, José Antonio. No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. Espasa. Barcelona, 2013.
» Ramírez Capello, Enrique. Palabra de hombre. Edición del autor. Santiago de Chile, 2003.
» Ramírez Enríquez, Rubén Alfonso. Expresémonos mejor. Despeñaderos del habla. Escollos del lenguaje. Librerías Artemis-Edinter. Guatemala. Reimpresión de 1996.
» Romera, José María. Juego de palabras. Gobierno de Navarra. Pamplona, 1999.
» Tallet, José Z. Evitemos gazapos y gazapitos. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1985.
» Tió, Salvador. Lengua mayor. Plaza Mayor. Puerto Rico, 1992.
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