El Doctor Ox tiene en mente es un experimento acerca de cómo influye el oxígeno sobre el comportamiento de los seres humanos, si se le suministra en dosis superiores a la que sus organismos necesitan
Leer oxigena la imaginación./elespectador.com/blogs |
Al final de esta nueva entrada en el blog reproduzco la columna
publicada por mi buen amigo Diego Aristizábal en El Colombiano, de
Medellín, el pasado jueves 28. Puede ser leída antes o después de este
texto. Ambos se complementan de una manera inesperada y extraña.
Porque al considerar el problema que en ella se trata, la lectura de
esa columna de Diego me devolvió, una vez más, a una novela de Julio
Verne que leí en mi lejanísima adolescencia y a la que he tenido que
regresar varias veces, y siempre por la misma causa.
La novela se ha traducido al español con diversos títulos, yo la conocí como El experimento del Dr. Ox, y su sinopsis puede hacerse así: el
Doctor Ox y su auxiliar Ígeno (como ven, ya la broma comienza al sumar
los nombres del científico y su ayudante) viajan a la pequeña comunidad
de Quiquendone, en Flandes, donde el Doctor ha prometido llevar la luz a
las casas del pueblo por medio de una red de tuberías de gas oxhídrico.
Pero en realidad, lo que el Doctor Ox tiene en mente es un experimento
acerca de cómo influye el oxígeno sobre el comportamiento de los seres
humanos, si se le suministra en dosis superiores a la que sus organismos
necesitan. Y el resultado no puede ser más alucinante: la
pacífica comunidad flamenca se hiperexcita belicosamente de tal manera
que está a punto de declararle la guerra a un pueblo vecino.
No les cuento más por si acaso desean conocer la novela, no quiero
privarles del placer que les producirá su lectura, y está al alcance de
sus ojos si abren el siguiente enlace: http://www.biblioteca.org.ar/libros/154095.pdf
Ocurre, pues, que yo también me he planteado, como Diego con sus
ejemplos colombianos, el porqué de la agresividad urbana, y he llegado a
pensar que quizás el experimento del Dr. Ox se esté repitiendo, sin que
las autoridades responsables se den cuenta de ello, debido a la
polución del aire en las ciudades. No el oxígeno, sino el bióxido de
carbono (letal en lugares cerrados), sería el factor determinante sobre
la conducta de los urbanitas.
Por supuesto que mi fantasía no tiene ninguna base científica, pero
quieras que no, cada vez que leo noticias acerca de temas como el que
plantea la columna de Diego Aristizábal, fatalmente se me reinstala en
la pantalla del recuerdo el experimento del Dr. Ox.
Y tiemblo. Porque díganme con la mano en el corazón: ¿sabemos en manos de quiénes estamos?
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CIUDADES DE BÁRBAROS
Por DIEGO ARISTIZÁBAL | Publicado el 28 de marzo de 2013
Algunos creen que la selva o el campo es el lugar donde hay poco
desarrollo, donde no hay progreso, donde, supuestamente, habita la
barbarie. Por eso el sueño de unos que viven en el campo es llegar algún
día a la gran ciudad, porque allí hay progreso, hay desarrollo, hay
“civilización”.
Sin embargo en la ciudad, así se avance en ciertas cosas, todavía nos
cuesta evolucionar como especie en los detalles mínimos de respeto y
por eso a diario se engendran comportamientos agresivos, cierta ira
cotidiana que puede ser violenta y fatal. Cada día es más difícil salir y
mantener la tranquilidad, la frescura que uno quisiera mientras camina o
conduce. Si vas por la acera tranquilo de repente un auto invade tu
espacio y debes correrte para no ser arrollado. Le dices algo como: “Por
favor señor, respete” y sin problema el conductor en vez de decir:
“Discúlpeme” o guardar un silencio avergonzado, responde a gritos: “¡No
sea sapo, carechimba…”.
Alguien sereno puede volverse un demonio en cuestión de segundos. Un
buen conductor rápidamente puede convertirse en un bárbaro, un
justiciero, un asesino en serie. Yo lo he pensado, pero hasta el
momento, he llegado a ser apenas el bárbaro que trata de alcanzar al
otro para que sienta vergüenza de lo que hizo. Pero no tiene caso. En la
ciudad, todos quedamos debiendo.
Hace poco, mientras hacía una fila eterna para resolver un problema
en una entidad pública, un funcionario anunció que el sistema se había
caído y que por esa razón no podrían atender a las personas que
esperábamos pacientemente. De inmediato insultos, manotazos,
señalamientos hacia la mediocre institución se hicieron sentir como un
acto natural de desahogo. Un señor optó por coger una de esas bases
metálicas usadas como separador y empezó a golpearla iracundo contra el
piso, como si su pataleta lograra que la institución cambiara de
parecer.
Por todo esto cada día es menos raro leer titulares en los diarios
serios que antes eran de exclusivo uso de la prensa sensacionalista:
“Joven asesinado por no tener 200 pesos”. “Hombre asesinado por no ceder
el turno en el baño”. “Taxista se bajó y lo cogió a correazos”. Y así
nos damos cuenta de que todos somos asesinos potenciales y estas
ciudades cada vez más agresivas nos hacen pensar que la guerra que se da
en el campo empieza en la ciudad.
Recientemente el arzobispo de Medellín, Ricardo Tobón, dijo:
“Tenemos un mal que no podemos esconder: no sabemos convivir”. Yo
comparto esa opinión. Si como especie animal, supuestamente
evolucionada, no sabemos comprendernos, entonces eso de la evolución no
nos ha servido de nada porque en el reino animal hay respeto. Al menos
yo no he visto a un grupo de leones que asesinan a una familia de
pingüinos y después de sacarles los ojos les ponen un letrero que dice:
“Por sapos”. Ni siquiera a las hienas que están tan estigmatizadas.
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