Patricia
Melo
Infierno
Sol,
piojos, trapicheos, gente chévere, trapos, moscas, televisión, usureros, sol,
plástico, tempestades, trastos varios, música funk, basura y estafadores infestan el lugar. El muchacho que sube
el cerro es José Luis Reis, Reizinho. Aparte de Reizinho, nadie allí es José,
Luis, Pedro, Antonio, Joaquín, María, Sebastiana. Son Giseles, Alexis, Karinas,
Washingtons, Christians, Vans, Daianas, Keblers y Eltons, nombres sacados de
novelas, programas de televisión, del jet
set internacional, de las revistas de modas y de productos importados que
invaden las favela.
Subiendo.
Calles de tierra. Ocho años, el muchacho Reizinho. Un papalote en las manos.
Los pies descalzos. Un short naranja. Una niña actúa para la cámara de
filmación. Es habitual tropezarse con un equipo de periodistas de televisión en
la favela. La muchacha dice que sabe bailar. Y sabe. Proyecta el culo en
dirección a la cámara, se contonea, sensual.
Dos flaquitas, en la puerta del bar de Onofre, la ridiculizan. Chupan
mango. La gorda quiere rodar, dicen, mira la gorda. Se carcajean. Ella les dice comemierdas metidas en lo que no les
importa y continúa su serpenteo. Le sonríe a Reizinho. Los muchachos preguntan
al camarógrafo si pueden cantar un rap.
Pueden. El mango es lanzado lejos. Montañas de basura. Comiencen, dice el
camarógrafo. Urubúes. Perros. Prefiero ser una metamorfosis
ambulante/Prefiero ser/Que vivir en esa vieja opinión/Ambulante/Prefiero
ser/Vieja opinión formada sobre todo/Todo/Metamorfosis ambulante sobre/ Sobre
qué es el amor/Ambulante/Sobre lo que yo ni sé quién soy. Eso es de Raúl,
afirma el camarógrafo, y Reizinho sigue, apretando el paso. Durante la caminata
cerro arriba, las criadas le sonríen, pasan, niños, perros, electricistas,
adiós, agitan las manos, ladran, perras, niñeras y mecanógrafos, perros,
yeseros, chulos, porteros, ladrones de carros, niños sonríen, mozas en las
ventanas, parqueadores, asaltantes, costureras,
sonríen, traficantes de armas, el lugar está repleto, niños, lamentos,
es ruidoso, confuso, abarrotado, sucio y colorido. Reizinho atraviesa todo,
prestando especial atención a los perros que se cruzan en su camino.
Allá
en lo alto se ven muchas parabólicas y tejas Eternit. Aviones volando bajo.
Basura. Perros cagando en la hierba. Trenes. Edificios de dos pisos. Teléfonos
públicos, colas. El viento está fuerte. Reizinho se recuesta contra el muro del
mirador y prepara su papalote. Nunca entendió por qué los muchachos del cerro
Berimbau empinaban los suyos por diversión. ¿Cuál es la belleza de un papalote
en el cielo? Ninguna. Si acaso los
colores. Bonito es ver volar a un urubú. Si quisiera jugar, escogería otra
cosa, enterraría una llave en el sofá de napa verde, un trasto viejo que la
patrona de mamá les metió en la casa, brummm, simulaba el arranque y llevaba
pasajeros elegantes del Hotel Nacional, brummm, Leblon, Copacabana, Ipanema,
Barra, shoppings, compras, brummm, avenida Atlántica, playas,
perfumes, mujeres de piernas cruzadas, labios, brummm, medias negras,
blancas, tacones altos, ¿por qué
clausuraron el Hotel Nacional? Y si cerrase los ojos y, brummm, acelerase, el
carro entraría en una avenida vacía, y todo pasaría, el blanco de la arena del
mar, el azul, el verde, el gris del mar, corría, el gris del cielo, corría,
esquivaría los postes que le pusieran enfrente, brummm, esquivaría su casa, brummm,
su madre, su cama, esquivando, las palizas y las noches largas, brummm, brummm,
y si acelerase más todavía, después de muchas curvas, se encontraría al final
de un túnel, bloqueando el camino, con un hombre alto, pecho de nadador
profesional, ey tú, soy tu padre, diría el hombre, entrando en el carro. Sigue.
Seguían, amigos. Siempre imaginaba a su padre blanco, a pesar de estar harto de
ver en las dos únicas fotos de su padre negro, bien negro, que robara a su
madre. Bonito, su padre. Justo, correcto, honesto, su padre, negro, no en el
sueño. Siempre su padre le explicaba que era mentira lo que decían de él, las
historias de que salió de casa para
comprar cerveza, con una vasija en las manos, y nunca más volvió. Calumnias
asquerosas. La cirrosis era calumnia, las borracheras, las palizas, las
amantes, calumnias y más calumnias. Los encuentros con su padre no sólo
ocurrían cuando estaba en el sofá, manejando, sino también cuando daba vueltas
en la cama, insomne, y, brummm, era chofer de un taxi. Peo no le gustaba
encontrase con su padre de esa forma. Era mejor cuando lo esperaba en la puerta
de la casa. Vamos al McDonald”s. Vamos al cine. Vamos a comer rositas de maíz.
Vamos a conocer Bahía. Vamos a cazar avispas. Era fácil ser propietario de una
flota de avispas, siguiendo las instrucciones de su padre: capturarlas en días
lluviosos, en los charcos, arrancarles el aguijón, amarrarlas en fila y
mirarlas volar, esclavas. Otra cosa que su padre le enseñó, en sueños, fue a
usar la escoba como micrófono y repetir palabras que dicen en la televisión, déficit,
bonos del tesoro, mercado inmobilario, créditos bancarios, cambio. Las personas
de la televisión, casi todas, eran muy queridas por Reizinho. Pero Reizinho no
estaba allí en la punta del cerro de Berimbau para jugar. Era un observador profesional. Y le gustaba
observar, no de aquella forma, desde lo alto, el conjunto, toda la favela, las
casuchas, la multitud. Prefería los detalles. El pie de una señora, en el ómnibus,
los callos, las uñas sucias o limpias, largas, pintadas, destrozadas por la
micosis, los dedos saliéndose de las sandalias, los calcañales, nunca supo
explicar por qué las minucias, las deformidades y las desproporciones lo
atraían tanto, mujeres muy gordas, o muy delgadas, muy negras, cabellos muy
rizados, Reizinho no conseguía apartar los ojos de determinada especie de
fealdad, los pliegues de las obesas fofas, la expresión de bondad de los
mongoloides, la celulitis en las playas, el sudor en el bozo, los tetrapléjicos,
los tullidos, los locos, todos ellos atraían la mirada de Reizinho con la misma
voracidad que la belleza de Susana, la vecina. Vas acabar aplastado en plena
calle, decía Carolaine, su hermana mayor, está bueno ya de mirar, no mires a la gente,
decía ella, cuando estaban en el ómnibus, en la playa, en cualquier lugar donde
hubiese mucha gente. Más tarde, cuando se hizo amigo de Leitor, supo que en Francia
la gente aprovecha el tiempo en el transporte para leer. Leitor consideraba el
hábito de lectura de los europeos algo formidable. Imagínense, leer, leer todo
el tiempo. En el metro. En los cafés. Reizinho era incapaz de comprender tal
actitud. Siempre pensó que lo más interesante del mundo eran los hombres, las
mujeres. Más atractivos que los libros y los paisajes. Las mujeres. Siempre se
sentía desorientado espacialmente, porque jamás prestó atención a las calles,
caminos, plazas, direcciones. Nada más observaba a las personas. Las mujeres.
Los hombres. Los niños. Y los perros. Y
su trabajo era, precisamente, ése, mirar. Los marihuaneros eran los más fáciles
de reconocer, tranquilos, displicentes, bien diferentes de los cocainómanos,
que andan tensos, aunque son menos acelerados que los usuarios del crack y de drogas más pesadas, viciosos
que llegan descompuestos y enloquecidos a los tiros de droga, como si fuesen
funcionarios de la bolsa de valores. Negrito enviciado tiene vida difícil, le
había explicado Milton, el jefe de narcotráfico en el cerro de Berimbau y novio
de Susana, la vecina linda como una flor, Negrito se acuerda de la droga, decía
Milton, y ya comienza a trajinar para conseguir dinero para comprar un sobre.
Negrito roba, vende cualquier tareco que encuentra en la casa y corre para acá,
para aliviarse, es una verdadera mierda, la vida del vicioso. Y si el vicio es
por la heroína, mucho peor. Porque Negrito siente una sensación deliciosa, como
de estar bajando por la montaña rusa, la primera vez, y, después, Negrito se
droga para no estar temblando y sudando y cagando en la cama. Una mierda. Todo
ese blablablá, decía Milton, es sólo para que entiendas mi consejo: no te metas
en drogas, chiquito. Nunca. Si tú quieres ser un traficante de verdad, manténte
lejos del crack , de la hierba, del
polvo y de todo lo sabroso que vendemos aquí.
No
tenía la menor importancia si el que subía al cerro era blanco, negro, vicioso,
periodista, caritativa profesional o
intrépido aventurero, la orden era simple y clara, los traficantes debían saber
todo respecto a quién entraba en la favela. Incluso debía ser comunicada hasta
la presencia de los turistas extranjeros que pagaban en dólares para ver los desagües
de mierda y a los niños pobres. Tenemos que desconfiar incluso de los gringos,
decía Milton, puede haber un perro informante metido entre ellos, quiero saber
todo todo todo: si entró, debe ser analizado. Y si Negrito no conectaba una
cosa con la otra, advertía Milton,
Negrito se jode conmigo. Había un código para orientar el movimiento de los
papalotes en el cielo. Cuando los muchachos como Reizinho desaparecían
súbitamente de los puntos de observación y los papalotes desaparecían del
horizonte, los traficantes sabían exactamente cómo cruzar.
Aquella
mañana, Reizinho se acomodó en el mirador y después de dos tediosas horas de
trabajo, vigilando la entrada de la favela, el movimiento, los callejones, las
antenas, los tejados, las personas, el Vintáo, de la asociación de moradores,
Rosa María, la bandida, Dedé y Preta, las lavanderas, los compradores, el Negrón,
sentado en la puerta de su chabola vendiendo
cocaína, los soldados, la madre de Suzana llegando, Suzana saliendo, Suzana, Suzana, Suzana, cada día
más bonito, los niños corriendo, Suzana y su deliciosa carcajada, Reizinho
sintió un sueño profundo, Suzana, carcajada, los ojos del muchacho se cerraban
contra su voluntad. Evitando dormir, sacó del bolsillo u n papel, lo cortó en
dos partes iguales, las cuadriculó, enumeró filas y columnas, y colocó en ellas
destructores, submarinos y torpederas. Jugó a la batalla naval, haciendo el
papel de los dos jugadores, uno era él mismo, el otro, su padre. E incluso
teniendo como adversario a aquel hombre al que amaba tanto, a pesar de no
conocerlo, a pesar de las cosas horribles que su madre decía de él, borracho,
vago, canalla, mujeriego, Reizinho no conseguía dejar de hacer trampas,
hundiendo rápidamente, uno a uno, todos los buques de guerra de su padre.
Intentó con fuerza hacer trampas para el otro yo, su yo-padre, pero enseguida
descubrió que hay un primer yo dentro de nuestros yos, un yo preocupado sólo de
los propios intereses, egoísta, un yo que hace trampa, vence y no se da cuenta
de la llegada de la policía a la favela.
Cuando
Reizinho oyó los tiros, ya era tarde. De nada servía ya avisar. Carajo. Recogió
el papalote indeciso, ¿debía volver a su casa? ¿Meterse en el laberinto,
corriendo el riesgo de caer en el fuego cruzado? Acabó por ocultarse en el depósito
de agua. Escondió la cabeza y volvió a sacarla. Pa rá pa pa par á. Carajo.
Reizinho había oído decir que algunos vigilantes sabían reconocer las armas de
comabate por los disparos, AR-15 americanas, Daewoos de Corea del Sur, AK-47
rusas, armas que llegaban a soltar quince tiros por segundo y por las cuales se
pagaban hasta siete mil dólares, y que además de matar, despedazaban al
enemigo. Pero Reizinho no entendçia nada de armas. No en aquella época. Se
sumergió de nuevo, oscuridad. Salio, pa pa par á rá, oscuridad, pa pa rá pa pa
pa, todo fue muy rápido, el helicóptero se marchó, lo peor vino después, un
silencio largo, un nada, ni siquira los perros ladraban. El agua hasta la nariz.
Es la peor parte, decía Milton, no hay nada peor en la guerra que el silencio.
Puede ser la tregua, hay un buen chance de que sea una tregua, pero también hay
la posibilidad de que Negrito se lleve un tiro en la carótida, salido de la
nada, tuf y morir. Se hunde. Carajo. Silencio, silencio, silencio. No sucedió
nada más. Reizinho no consiguió salir del depósito de agua ni siquiera cuando
estuvo seguro de que la policía se había marchado. ¿Qué le diría a Milton?
¿Cómo no vio a los policías? ¿Y su madre? ¿Por qué estás todo mojado José Luis?
La voz fría de la madre, su mirada impasible, ¿dónde tú estabas metido, José
Luis? Y taf, taf, habla, imbécil, a su madre le gustaba golpearle en la cara,
niño, habla rápido, antes de que te reviente, y taf, y tap, Negrito idiota, yo
te voy a enseñar, taf, Reizinho sabía que después de la larga secuencia de
golpes su made siempe se calmaba y se embobecía frente a la televisión, era
sólo por eso que lo golpeaba, para poder quedarse en paz y ver tranquila las
novelas. ¿Qué importaba que él estuviese mal en la escuela? ¿Qué si iba bien?
¿A quién le interesaba? ¿Qué no sabía leer? ¿Escribir? ¿Para qué otra cosa
servía la escuela? Las zurras no tenían nada que ver con eso, ni con Milton,
aunque ella le soltara la misma letanía todos los días, si te juntas con
Milton, te mato, había repetido esa frase tantas veces, te mato, con tanto
énfasis, que acabó dándole la idea, y Reizinho fue a ver a Milton para pedirle
un trabajo. Todavía no se acuerda perfectamente cómo mpezó todo. Fue después de
una zurra. Cogió el papalote de un amigo y esperó a que Milton apareciese por
la casa de Suzana. Cuando los dos se besaban en la puerta, Reizinho corrió de
un lado para otro con el papalote en la mano. Milton ni siquiera lo había
visto. Ni Suzana. Entonces Reizinho tuvo una idea mejor. Se paró delante de la
pareja y comenzó a gritar y a romper el papalote, lo hizo pedazos, partió las
varillas, tiró todo al suelo, sin dejar de gritar. A Milton le gustó. Rió. Qué
chiquillo más loco. ¿Quieres trabajar para mí? Fue así. Fue idea de su madre, yo te mato, yo te mato
si te juntas con eso bandidos. Paf. Después los golpes, Reizinho sentía como si
hubiese tragado un huevo de tristeza, un huevo que se le atascaba en el
esófago, entre la garganta y el pecho, taf, golpea, él pensaba, golpra, puede
golpear, con el tiempo el huevo se rompió, tap, y Reizinho pasó a no sentir
nada más, nuna más, tap, sólo era carne siendo golpeada, golpea, pensaba, puede
golpear, no duele, carajo.
El
papalote está aquí, dijeron. Una voz familiar. Reizinho hundió la cabeza en el
agua e, inmediatamente, fue izado de los pelos. ¿Qué pasa, suertudo, dijo el Voláo, vamos a nadar? El
Voláo tenía ese apodo porque siempre se encantaba con aparatos electrónicos,
cualquier porquería que pitase y se encendiese estaba “voláo”, batidora voláo,
reloj voláo, revólver voláo, y enseguida Milton comenzó a llamarlo el Negrón
Voláo. El Voláo le dio a Reizinho tantas zambullidas, que el muchacho se
desmayó.
Cuando
despertó estaba en un cuarto sofocante, sin ventanas, un afiche del equipo
Vasco da Gama pegado en la pared. Los otros vigilantes también estaban allí,
Vavá, Loriva, Varilla y Luisón, todos
sentados en el suelo, con la ropa rota y sus ojazos asustados. Vasco da Gama.
Si un día conociese de verdad a su
padre, lo invitaría a un juego del Vasco da Gama contra el Flamengo. La
televisión encendida. Jaú y el Voláo con los ojos clavados en la pantalla. La
novela. Helena es una bandida, decían los actores, ella es capaz de todo. ¿Cómo
descubrió Helena el secreto del cofre? Es una canalla. Le tengo miedo a Helena,
mamita. Un capítulo entero diciendo eso, que Helena era una bandida. Carajo.
Reizinho cerró los ojos, su madre también debía estar viendo la novela. En
todas las casas del cerro, la televisión encendida, las voces de las actrices,
músicas románticas, y después los comerciales, compre eso, compre aquello, las
músicas, los culos, las cervezas, las promociones, los noticieros, las desgracias, Reizinho
sintió un cierto alivio con aquel sonido familiar, el audio de la televisión le
dab una sensación de paz y familia. ¿Se
despertó el bebé? Preguntó el Voláo.
Milton
entró cuando pasaban los comerciales. Apaga la televisión, dijo a Jaú.
Comemirdas, gritó, dirigiéndose a los muchachos. Comemierdas cagones. Perdimos
a melón por culpa de cinco mojones apestoso cagones de mierda maricones
imbéciles trabajando para mí. Cinco mojones apestosos y ciegos. Imbéciles. Ven
aquí, sanaco. Imbécil. Sólo matándote. Cagón. Tú primero, Reizinho. Los otros
se ponen en fila. Y yo pensando que Negrito tenía futuro, tú mismo, Reizinho,
pensé negrito conectaba con la otra. Él siempre decía eso, Milton. Una cosa con
la otra. Comemierdas. Ven acá, comemierda. Reizinho se aproximó. Milton sacó un
revólver de la cintura, apoyó el cañón del arma en la palma de la mano del
muchacho y disparó.
Patricia Melo.Escritora brasileña. Novelista, dramaturga y guionista de cine y televisión. Es considerada por la crítica de su país como la sucesora de Rubem Fonseca en la novela negra brasileña, género en que ha desarrollado casi toda su obra. Traducida ya a diversos idiomas, su obra narrativa se compone de las novelas Acqua toffana, 1994, El matador, 1995, ganadora de los premios Deux Océans, Francia, 1996, y Krim Press, Alemania, 1998. El elogio de la mentira, 1998, y más recientemente, Infierno. Es autora de la obra de teatro Dos mujeres y un cadáver. Adaptó al cine las novelas de Fonseca El caso Morel y Bufo y Spallanzani.
Sinopsis biográfica, y texto traducido por Leonardo Padura Fuentes. Tomado de Variaciones en negro. Antología de cuentos policiacos. Foto autora: internet.
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