Piedad Bonnett publica un hermosísimo y desgarrador testimonio sobre
la muerte de su hijo Daniel. Ella habló sobre los tres
estigmas que atraviesan la obra: enfermedad mental, suicidio y fracaso
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Piedad Bonnett publica un hermoso y desgarrador testitomio sobre lamuerte de su hijo Daniel./revistaarcadia.com
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Desde el momento en que su hijo menor, de
veintiocho años, murió en Nueva York el 14 de mayo de 2011, Piedad
Bonnett acordó con su familia que no ocultarían la circunstancia del
deceso: “Daniel no ha muerto plácidamente en su cama, adormecido con
calmantes, como todos soñamos morir –escribe en su libro Lo que no tiene nombre,
que Alfaguara lanza el 8 de marzo– sino que ha saltado desde el techo
de un edificio de cinco pisos para ir a estrellarse sobre el asfalto.
Sus amigos, nuestra familia, las mujeres que lo quisieron, necesitan una
explicación de esta tragedia brutal, intempestiva, aparentemente
absurda, y sin duda agradecerán la verdad desnuda”. Y por eso decidió
pronunciarse también sobre la esquizofrenia, enfermedad que, en palabras
de Bonnett, “precipitó el suicidio”.
Daniel, artista plástico, estaba cursando una maestría en la Universidad de Columbia. Lo que no tiene nombre
narra cómo llegó la enfermedad a abatirlo, a pesar de las múltiples
batallas que libró junto con su familia, y se vuelve así el desgarrador
intento de una escritora por comprender, como madre y como intelectual,
la red de eventos previos a la muerte de su hijo. Pero el libro también
es una reflexión sobre la escritura como forma de hacer el duelo y un
recorrido por el duelo mismo de su autora.
Bonnett escribe: “Siento de pronto que Daniel se me escapa, que lo he
perdido, que de momento no me duele. Me asusto, siento culpa. ¿Es que
acaso he empezado a olvidarlo? ¿Es que ingresa ya al pasado, que empieza
a desdibujarse? Entonces cierro los ojos y lo convoco con
desesperación, lo hago nacer entre la bruma de la memoria, lo hago
realidad de carne y hueso”.
En una conversación con María Jimena Duzán usted decía que el
dolor de madre ante la muerte de un hijo no tiene nombre. Luego de
escribir este testimonio, ¿sigue pensando lo mismo?
Sigo pensando que hay realidades para las que no hay palabras, lo cual
no quiere decir que no sea legítimo intentar verbalizarlas. Pero para
contestar mejor su pregunta, quisiera usar lo que en una entrevista
reciente dijo el escritor israelí David Grossman, quien después de
perder a su hijo Uri en la guerra, hizo su duelo escribiendo Más allá del tiempo:
“Descubrí que la muerte es hermética, no la puedes penetrar ni
entender, pero creo que la escritura es la única forma en la que al
menos la podemos rasguñar”.
¿Cómo entiende una persona que ha dedicado toda su vida al
trabajo con las palabras que hay realidades a las que el lenguaje no
puede llegar?
Siempre hay y habrá una brecha entre las palabras y las cosas, como lo
plantea Foucault. Cada vez que el poeta escribe poesía, por ejemplo,
batalla contra esa insuficiencia de las palabras. A veces, claro, se
logra iluminar con ellas, así sea fugazmente, la realidad, que siempre
es ambigua, misteriosa y compleja, y que a menudo nos escamotea su
sentido.
¿Cuándo empezó a escribir Lo que no tiene nombre? ¿Cuánto tiempo le tomó terminarlo?
Un mes después de la muerte de Daniel, mi marido y yo nos fuimos a
Italia, tratando de distraer un poco la pena. Durante el viaje releí el
libro que el inglés A. Álvarez escribió sobre el suicidio y tomé
abundantes notas en mis libretas sobre mis recuerdos, mis pensamientos y
reflexiones sobre la vida de Daniel, sin saber muy bien para qué. Luego
alguien me habló del libro que Joan Didion escribió sobre la muerte de
su marido y su propio duelo. Al leerlo, sentí la necesidad de hacer algo
semejante. Mientras escribía, leí muchos otros libros: el de Michael
Greenberg, sobre el momento en que su hija de quince años enloquece; el
de Peter Handke, sobre el suicidio de su madre; el de Mary Jo Bang,
sobre la muerte de su hijo por sobredosis; el de Jean Améry, un filósofo
austriaco, sobre el derecho al suicidio. Leí también mucho sobre la
enfermedad mental. Escribir Lo que no tiene nombre me llevó, contando las muchas reescrituras, más o menos quince meses.
Comentaba que escribir este libro no era una forma de hacer
el duelo pero que, sin embargo, la escritura le permitía recordar, hacer
las paces con muchas cosas, comprender. ¿Con qué quería hacer las paces
exactamente?
Con la vida, que a menudo nos parece tan injusta, para no ir a caer en la amargura o en la desesperación.
¿Y cómo entiende ahora Lo que no tiene nombre? Si no es una forma de duelo, ¿qué es?
Escribir este libro sí fue, ahora lo comprendo, otra forma de hacer el
duelo. Pero, por supuesto, es más que eso. Lo que hago no es ficción,
pero es literatura: una narración sobre una lucha y una derrota, que
entraña una reflexión sobre la muerte, el duelo y eso que a veces
llamamos destino. Pero es también un texto que quiere hacer abrir los
ojos sobre muchas realidades que esta sociedad soslaya o deforma: la
enfermedad mental –esa gran desconocida–, el suicidio, las prácticas
médicas, la idea del éxito y el fracaso.
Hablemos entonces de esos estigmas, empezando con la
enfermedad mental. Hay mucha ignorancia y temor alrededor de la
esquizofrenia. Para el neurólogo Frederick Plum, esa enfermedad es “el
cementerio de los neuropatólogos”, queriendo decir con esto que nadie ha
entendido ni podrá entender del todo sus causas.
Mi experiencia, que nace no solo de vivir con Daniel sino también de
lecturas y de conocimiento de otros casos, me permite decir que, ante
todo, se trata de una enfermedad física. Eso la gente parece olvidarlo.
Algunas personas tienen diabetes o lupus, otras esquizofrenia. La
esquizofrenia nace de una deficiencia grave del funcionamiento cerebral,
de una disfunción de los sistemas de neurotransmisores que implica
cambios de comportamiento que asociamos con la locura. Pero además, hay
múltiples grados y variantes de la enfermedad. Cada enfermo es distinto.
Daniel era un muchacho completamente funcional, que estudió una
carrera, tuvo un trabajo, hizo amigos, amó y fue amado. Tuvo siempre
perfecta consciencia de la gravedad de su mal y, por tanto, cargaba un
gran dolor.
La esquizofrenia suele presentarse hacia el final de la
adolescencia o al principio de la adultez. El paciente, entonces,
descubre que es habitado, invadido por otro. Y los padres tienen que
aceptar que el hijo que conocían ya no es el mismo. Pero yo me pregunto
si es posible disociar la enfermedad del ser. ¿La enfermedad oscurece,
elimina al individuo? O, por el contrario, y al ser una realidad
esencial y permanente de quien la padece, ¿es parte de su identidad?
La
enfermedad puede poner máscaras. Y puede llegar a desdibujar por
completo al individuo que alguna vez fue sano. Pero hay casos de casos.
En Daniel permaneció siempre una personalidad reconocible, con sentido
del humor, enorme sensibilidad y gran capacidad intelectual y crítica.
Y, por supuesto, hay un porcentaje de enfermos como él. Es célebre el
caso de John Forbes Nash, premio Nobel de Economía en 1994, quien
aprendió a vivir con sus alucinaciones. Y también el de Elyn Saks,
profesora de Leyes de la Universidad de Southern California, quien
recientemente publicó un libro sobre cómo ha podido controlar su
enfermedad y hacer una vida que incluye amor y trabajo.
Lo que no tiene nombre muestra que la escasa simpatía por parte de los médicos fue una constante en su experiencia…
Daniel tuvo durante cuatro años un excelente psiquiatra, con quien
estamos muy agradecidos: él hizo de la suya la mejor de las vidas
posibles para sus circunstancias. Pero en todos esos años de lucha nos
encontramos también con mucha incompetencia, insensibilidad, ambición
económica y frialdad. Es algo que muestro muy concretamente en el libro.
Escribe: “No puedo dejar de asociar el convencimiento del enfermo de que
el mundo le habla, con la pretensión de los poetas de poder ‘leer’ las
señales del mundo para luego ‘traducirlas’ en ritmos y en imágenes. Y me
duelo del horrible parloteo del universo en los oídos de mi hijo y de
saber que lo que para mí ha sido siempre un gozoso ejercicio de
inmersión en la realidad, al agigantarse en su cabeza era para él
tortura infernal, fuente de miedo”. La esquizofrenia, entonces, está
en un terreno de dolor y terror, atravesado, además, por la vergüenza y
la culpa…
Pero para mí, el dolor comienza cuando debemos aceptar que el mal
existe, que es para siempre, y que comienza, muy probablemente, una
despedida. Eso lo sabe la familia y a veces el enfermo, que teme perder
lo que considera su verdadero yo, y el dolor es inmenso. Por el estigma
social, él siente vergüenza de su enfermedad y la oculta; si la confiesa
probablemente pierda el trabajo, los amigos, el amor. Y ese secreto
debe ser respetado: eso fue lo que hicimos. En cuanto a la culpa, creo
que no existe para la familia cuando se ha dado apoyo, amor,
solidaridad. Yo no tengo culpa. Si acaso, algo así como una culpa
cósmica, la que nace de ver cómo sufre alguien a quien se trajo a la
vida. Pero el enfermo que tiene una buena dosis de lucidez sí suele
sentir culpa, porque los tratamientos son costosos, porque sus crisis
crean dolor en los que lo quieren, porque su mal es a veces
incapacitante.
Dice en el libro que a su hija Renata le gusta pensar que
Daniel no se arrojó del edificio sino que voló para liberarse de su
sufrimiento. La pregunta es por el conflicto entre alivio y duelo.
Lo que puedo decirle es que si Daniel escogió la muerte es porque para
él, en ese momento, significó un alivio. Y en esa medida aceptamos y
respetamos su suicidio. Lo cual no quiere decir que no haya un dolor
infinito frente a su muerte. El dilema que usted plantea y que plantea
la vida es en verdad atroz: ver que la vida de Daniel estaba atravesada
por el sufrimiento nos llenaba de dolor, como nos llena de dolor haberlo
perdido. Yo nunca perdí la esperanza de que él pudiera tener una vida
que, aunque dura, tuviera muchos momentos felices, como la que tuvo
durante algunos años, y habría dado lo que fuera por ayudarle a
conseguirla.
¿Cambiaron la enfermedad y el suicidio su visión del mundo, de la vida y de la muerte?
Después de la muerte de Daniel, mucha gente me ha abierto su corazón y
he descubierto que la enfermedad mental y el suicidio están más cerca de
nosotros de lo que pensamos, pero de manera oculta. Pero no puedo decir
que mi visión del mundo o de la muerte haya cambiado mucho. La
experiencia sí, porque no ha habido muchas muertes cercanas o
definitivas en mi vida. Ahora encuentro que no hay una realidad más
extraña y perturbadora que la muerte.
Para el psiquiatra y escritor Andrew Solomon, el sufrimiento
que trae la esquizofrenia es incesante y singularmente infructífero,
tanto para el paciente como para su familia. ¿Está de acuerdo?
No. Tal vez en los casos más dramáticos, donde hay una enajenación
total, sea así. Pero muchos artistas esquizofrénicos han encontrado en
el arte una tabla de salvación y en sus visiones un camino revelador.
Para las familias, la enfermedad puede ser también un motivo de unión,
de sensibilización, de comprensión más amplia de la existencia.
Este sufrimiento incesante, que no da frutos, me hace pensar en
El mito de Sísifo, el ensayo de Albert Camus, y el planteamiento del
suicidio como único problema filosófico que importa. En ese libro, Camus
habla del suicidio como obra de arte. ¿Puede hoy, luego de la muerte de
Daniel, verlo así?
No. La frase de Camus es demasiado literaria. El suicidio es una
decisión dolorosa que nace de no encontrar alternativas. No es un
performance, aunque a veces, desde afuera, parezca así.
Ese ensayo también presenta el suicidio como una confesión. Para
Camus, matarse significa “confesar que la vida es demasiado para uno o
que uno no la entiende”. O confesar que no vale la pena la molestia. A.
Álvarez, por su parte, habla del suicidio, también como una confesión,
pero específicamente como una confesión de fracaso. ¿Qué opinión le
merecen ambas aproximaciones al suicidio?
Como dice Camus, un suicidio es la más desgarradora de las confesiones.
Muchas veces, además, una confesión silenciosa: de impotencia, de
cansancio, de rendición. En mi concepto, un suicidio es muchas veces una
salida honrosa. Puede ser, también, una confesión de fracaso ante una
batalla perdida. Pero jamás un fracaso en el sentido convencional en que
esta sociedad entiende el término. Se suele esperar que la gente
transite por los mismos caminos, y el que no lo hace –o no se casa o no
tiene hijos o no va tras una meta profesional o no construye un
patrimonio– es, a los ojos de muchos, un fracasado.
Durante la escritura, ¿tuvo miedo de lo que usted misma llama “impudor confesional”?
Claro que sí. El impudor confesional me parece que abochorna al lector.
Me pregunté siempre, como Doris Lessing en sus memorias, “cuánta verdad
contar” para no caer en la truculencia o el impudor y, sobre todo, para
no maltratar la memoria de Daniel ni la sensibilidad de mi familia. Y
siempre consciente de que la literatura lo que hace es pasar las
confesiones por la criba del lenguaje, convirtiéndolas en arte, en
experiencia universal.
¿Para usted este libro es más confesión o testimonio?
Es un testimonio literario que entraña unas confesiones dolorosas sin las cuales el libro no podría existir.
“Y escribo, escribo, escribo este libro, tratando de
cambiar mi relación con el Daniel que ha muerto, por otro, un Daniel
reencontrado en paz”. ¿Pudo hacerlo?
Parte de escribir este libro fue revivir un proceso doloroso de años.
Ese ejercicio me permitió alcanzar serenidad, convivir con su memoria de
una manera menos dolorida. Creo que la escritura permite exorcizar,
sublimar, sanar.
Daniel pintaba. Menciona en el libro un autorretrato que
hizo cuando tenía veinte años “y el sufrimiento comenzaba a arrasarlo:
allí se ve con el brazo derecho cruzado sobre el pecho, los ojos entre
tristes y enojados, y un rictus desesperanzado en la boca”. ¿Cómo se
influyeron ambos, madre e hijo, como artistas?
En el terreno de lo intelectual tuvimos siempre una comunicación muy
fluida e intensa. Fui yo la que, muy tempranamente, descubrí su talento
para la pintura y el dibujo, y lo impulsé a tomar clases. Luego, en su
época universitaria, teníamos largos diálogos sobre aspectos teóricos
del arte, textos literarios o problemas prácticos que él enfrentaba en
su obra. A su vez, Daniel me ponía al día en temas musicales. Nos
enseñamos el uno al otro y, de alguna manera, nos influimos.
Pienso ahora en Peter Handke y su Desgracia impeorable. Él
habla ahí del peligro de que, “sin dolor alguno, una persona desaparezca
entre frases poéticas”. ¿Comparte su temor?
Claro que sí. Sería el peor de los horrores convertir la muerte de un
hijo, su tragedia, en retórica o falso lirismo. La literatura existe
para dar vida. Otra cosa sería una traición a los dos: al hijo y a la
literatura.