El refugio predilecto, el más seguro, caliente y acogedor; la primera
etapa de una ruta secreta para huir de Europa y llegar a Sudamérica en
alguno de los barcos de la naviera Aznar que salían desde el puerto de
Bilbao y trasportaban a las ratas hasta lugares ignotos donde
no llegaban las narices de los espías aliados. Bajo el manto de la
Iglesia y la protección del régimen de Franco, España se convirtió desde
1945 en una de las madrigueras más confortables de centenares de
agentes de la Gestapo, la Abwehr, la SD y las SS que huían en busca de
un refugio seguro.
Decenas de familias acomodadas, en su mayoría vinculadas al régimen y
a la Falange, acogieron durante meses en sus casas a tipos altos y
rubios que un día tocaban el timbre de sus domicilios y se presentaban
embutidos en un traje de raya diplomática y con una maleta de cuero en
la mano. Mostraban una carta de recomendación y confesaban que no
hablaban una sola palabra de español. Durante meses, en ocasiones años,
convivían con las familias sin que nadie les preguntara por su pasado.
Luego desaparecían para siempre.
"¿Podría usted ayudarme a saber quiénes eran estas tres personas, dos
hombres y una mujer, que durante un año vivieron en nuestra casa en
Bilbao? Solo sé que se llamaban Otto, Hans y Helga. ¿Cree usted que
hicieron algo malo?”, me escribió en los noventa una señora. Nunca
pudimos descubrir el secreto de aquellos tres personajes. Ni el de otros
centenares que vivieron experiencias similares y cuyo enigmático rastro
se lo ha llevado el viento de la historia.
“¡Español! ¡Difunde esta hoja! Son los judíos los que ordenan y
mandan en Rusia, Inglaterra y Estados Unidos. No olvidemos que esta
guerra ha sido provocada por el judaísmo, que es el verdadero director
de la política de las naciones que forman en la fila de los anti-Dios”.
Hojas volanderas como esta distribuidas por los cines, cafés, parroquias
y peluquerías por el equipo del director de la propaganda pro-nazi en
España, el hábil y elegante Hans J. Lazar, desde su oficina en la
embajada alemana en Madrid, en un palacete en el número 4 del Paseo de
la Castellana, allanaron el camino para que se abrieran las puertas a
los hombres con traje y maleta que aparecieron en silencio, pero como un
aluvión por toda España. Sus identidades no están en las listas negras
redactadas por los Aliados.
Al agente Obermueller los policías le despidieron con una cena de gala y cantaron el Danubio Azul
Las listas de repatriación de los Aliados al terminar la guerra
demuestran la importancia de España como refugio de espías y criminales
nazis. Están escritas a máquina y en inglés y detallan la dirección en
las que residían y sus actividades: torturadores, empresarios que
colaboraban con Hitler, diplomáticos, agentes de la Gestapo, Abwehr y
las SS. Ninguno relevante de los 750 reclamados fue entregado. Tampoco
el doctor Franz Liseau Zacharias que vivía en el número 52 de la calle
Alcalá y cuya ficha decía: “Este hombre se hace llamar doctor. En
realidad fue agente del servicio de contraespionaje (la Abwehr)
involucrado en la compra de animales del Marruecos español y de la
Guinea española para fines experimentales en Alemania, entre ellos la
propagación de horribles enfermedades, como la peste, en los campos de
concentración”.
“Tráeme un alemán, que yo lo escondo en mi casa', me decía una amiga
española. Como ella, había mucha gente dispuesta a ayudar a cambio de
nada. En un pequeño hotel cerca de mi casa se escondió una familia
entera”, me confesaba la esposa de Ivo Obermueller, jefe de la sección
naval de contraespionaje, incluido en una lista negra y detenido por la
presión de los Aliados durante una semana en los calabozos de la Puerta
del Sol. “Lo trataron muy bien y el día que se marchó le ofrecieron una
cena de gala en la que sus vigilantes le cantaron el Danubio Azul”.
Los nombres y las historias de los nazis más relevantes que se
escondieron y murieron en paz en España son conocidos: León Degrelle, el
llamado hijo adoptivo de Hitler, cuya avioneta aterrizó en la playa de
la Concha en San Sebastián en 1945; Otto Remer, el general que salvó al
jefe nazi del atentado en julio de 1944; Otto Skorzeny, el hombre que
liberó a Musssolini en el Gran Sasso cuando estaba en manos de los
Aliados; los SS Gerhard Bremer, Anton Galler y otros muchos cuyas tumbas
se pueden visitar en Denia (Alicante) y, sobre todo, en cementerios de
Andalucía y Cataluña. Casi nadie conoce, en cambio, la identidad de
aquellos centenares de visitantes anónimos que tocaron los timbres de
muchas casas de españoles y luego desaparecieron. A buen seguro que en
su gran mayoría sí hicieron algo malo.
José María Irujo es periodista de El País y autor de La Lista Negra. Los espías nazis protegidos por Franco y la Iglesia (Aguilar).
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