El 4 de julio de 1862, el reverendo Charles Lutwidge Dodgson,
profesor de matemáticas en Oxford, anotó en su diario que, acompañado de
su amigo, el señor Duckworth, había llevado a las tres niñas Liddell en
una pequeña barca a tomar el té a orillas del Támesis cerca de Godstow.
Las niñas —Lorina, Edith y Alicia— eran hijas del decano de Christ
Church, y a las tres les encantaba escuchar las historias que el
reverendo Dodgson les contaba, armando argumentos estrafalarios a partir
de las interrupciones, comentarios y sugerencias de las niñas. Esa
tarde, Dodgson decidió que la protagonista de la historia fuese Alicia,
quien acababa de cumplir los diez años. A medida que iba desarrollándose
el argumento, el asombro del señor Duckworth ante el maravilloso cuento
fue tal, que le preguntó a su amigo si en verdad estaba improvisando.
“Sí”, le respondió Dodgson, también él sorprendido, “lo estoy inventando
paso a paso”. En tales milagrosas circunstancias nace Alicia en el País de las Maravillas.
A pedido de la niña, Dodgson volcó la historia al papel con el título de Las aventuras de Alicia bajo tierra
acompañándola de sus dibujos. En 1865, la editorial Macmillan de
Londres publicó el libro bajo el título con el cual es conocido, firmado
por “Lewis Carroll”
y con las ilustraciones del dibujante satírico John Tenniel. Seis años
más tarde, en la Navidad de 1871, apareció el segundo volumen de las
aventuras de Alicia, A través del espejo. Los dos libros forman parte de la pequeña biblioteca de obras esenciales de la humanidad y, como casi todas las otras —la Epopeya de Gilgamesh, la Odisea, la Divina Comedia, el Quijote, Moby Dick— son la crónica de un viaje.
Si creemos la versión de los hechos narrada por el mismo Dodgson, y
también por el señor Duckworth y Alicia (ya mayor contó muchas veces las
circunstancias del nacimiento), podemos preguntarnos de dónde surge y
en qué consiste la inspiración poética que da a luz una obra maestra de
una invención tan asombrosa y una lógica tan impecable. Nada conocemos
de la composición de Gilgamesh y de la Odisea pero
podemos imaginar que generaciones de recitadores pulieron estos poemas y
los alteraron; suponemos (la sugestión es de Ossip Mandelstam) que Dante,
privado de sus libros en su largo exilio, garabateó y destruyó docenas
de esbozos de su obra antes de enviar los cantos acabados a su
protector, Can' Grande della Scala; sabemos (o creemos saber) que Cervantes
quiso escribir una novela ejemplar más, pero que ésta se empeñó, contra
los deseos de su autor, en ser otra cosa, más ambiciosa y arriesgada;
conocemos las muchas etapas de la laboriosa invención de la ballena
blanca y su perseguidor, antes de que Melville se decidiera a dar a la imprenta la versión que juzgó satisfactoria.
Pero en el caso de Alicia, ¿en qué selva oscura —como la del
bosque sin nombres— halló Dodgson los seres que habitan sus mundos?
¿Qué voces secretas —como la del melancólico jején en A través del espejo—
dictaron al reverendo Dodgson su extraordinaria pesadilla? Dante
confiesa a sus lectores que no es sino el “escriba de Dios” y que Apolo
es quien lo guía, pero del misterioso espíritu que soñó para Dodgson las
aventuras de Alicia no sabemos nada, salvo que la obligó a lanzarse en
un viaje espiritual en el que lo absurdo se une a lo trágico, como en
todas nuestras vidas.
Espíritu burlesco
En la literatura española, los viajes espirituales encuentran sus
manifestaciones en la poesía mística y en la novela picaresca. En la
literatura inglesa (quizás por la obligación de ser explícito impuesto
por la Reforma) estos viajes son por lo general didácticos. El Pilgrim's Progress de Bunyan, el Ancient Mariner de Coleridge, los Viajes de Gulliver de Swift,
son obras maestras que no ocultan su voluntad de impartir una lección y
acaban con una moraleja. Es quizás para evitar esa trampa, que Dodgson
no se propuso a sí mismo como protagonista de su Comedia si no
que cedió ese lugar a Alicia; es como si Dante, en lugar de declararse
el peregrino de su crónica otorgase ese rol a Beatriz, su inspiradora.
Los libros de Alicia, más que enseñar, se burlan de los
rituales de la enseñanza, como en el examen al que Alicia es sometida
por las Reinas Blanca y Roja (“¿Cómo se dice turulululú en francés?”.
“Turulululú no es una palabra española”, Alicia responde con toda
seriedad. “¿Quién dijo que lo era?”, contesta la Reina Roja.) Y en
cuanto a extraer una moraleja de la historia, la reductio ad absurdumde
la Duquesa (“Todo tiene una moraleja, con tal de poder descubrirla”)
aniquila para siempre toda voluntad literariamente dogmática que un
crítico intentase hallar en las obras de Carroll.
Leídos de niño, los libros de Alicia reflejan el asombro y
el miedo de la infancia; leídos en la adolescencia, la indignación ante
la idiotez e hipocresía de los adultos. Luego vienen las Alicias mayores
que se rebelan ante la injusticia (como cuando el Mensajero del Rey es
condenado por un crimen que quizás no cometerá nunca), ante la codicia y
el despotismo de los que gobiernan (como cuando la Reina afirma que
“habrá mermelada ayer y mermelada mañana, pero nunca mermelada hoy”),
ante el egoísmo de nuestros congéneres (como cuando el Sombrerero Loco
se rehúsa a hacer lugar en la mesa para muchos comensales), ante la
aparente insensatez del mundo (“No puedes evitar andar entre locos”, le
dice a Alicia el Gato de Cheshire. “Somos todos locos aquí”.)
Hay obras que nos guían, nos iluminan, nos fortalecen, nos hacen más
inteligentes, sin decirnos jamás cómo lo hacen ni por qué. Estas obras
existen, en medio de nuestras infamias y fracasos, como una milagrosa
prueba del poder de la inteligencia humana. Entre ellas se destacan,
resplandecientes, los libros de Alicia.
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