Todo surgió a raíz de una novela 'histórica' que había empezado a escribir en 1993
y que se editaría años después, La ópera de Vigàta. Mientras
trabajaba en aquel libro me di cuenta de que mi forma particular de
contar una historia era, por así decirlo, bastante desordenada.
Me explico: todo lo que había escrito hasta el momento había nacido de un fuerte impulso
(el recuerdo de un hecho que me habían contado, un episodio
histórico...), y siempre había comenzado a componer mis narraciones
partiendo precisamente de esos impulsos, de esas ideas, que luego, una
vez acabada la novela, no conformaban ni mucho menos el primer capítulo,
sino que encontraban su lugar una vez que la trama estaba encauzada. Al
final, el primer capítulo al que metía mano acababa siendo el quinto o
el décimo, a saber.
Así fue como me hice una pregunta: ¿era capaz de escribir una novela
empezando por el primer capítulo y siguiendo el hilo, sin saltos
temporales ni lógicos, hasta el último? Me contesté que quizá lo sería
si lograba adentrarme en una estructura narrativa lo bastante sólida.
Llegado a ese punto, me vino a la cabeza un texto de Leonardo Sciascia
sobre la novela negra, sobre las reglas que debe respetar un autor
policíaco. Al mismo tiempo, recordé una afirmación de Italo Calvino,
según el cual era imposible ambientar una novela negra en Sicilia. Y de
ese modo decidí aceptar un doble reto: contra mí mismo y contra el iluso
de Calvino. De todas maneras, antes de poner negro sobre blanco
reflexioné largamente sobre la elección del protagonista, del
investigador.
Tenía ya mucha práctica con el relato policíaco, porque, en calidad de delegado de producción de la RAI,
había sido, entre otras cosas, responsable de todo el 'Maigret'
televisivo y de una serie de Sheridan. Y también había dirigido otras
producciones policíacas. Pero, por encima de todo, me había influido la
manera que tenía el dramaturgo Diego Fabbri de adaptar a la pequeña
pantalla las obras de Simenon: las desestructuraba como novelas y las
reestructuraba como guiones para la televisión. Estar a su lado era como
ir al taller de un relojero y verlo desmontar un reloj para volver a
montarlo adaptándolo a una caja nueva, con otra forma.
Estoy convencido de que allí aprendí ese arte y, sin darme cuenta, lo
guardé en un rincón. En consecuencia, mi investigador se perfiló
enseguida no como un detective privado o un 'husmeabraguetas',
como los llaman los americanos, sino como un policía institucional,
como un inspector o un comisario. ¿Por qué no un suboficial o un oficial
de los 'carabinieri'? Durante mucho tiempo estuve tentado de elegir
como protagonista a un subteniente de ese cuerpo, puesto que
precisamente uno había sido el investigador de mi primera novela, El
curso de las cosas.
Al final me decidí por un comisario porque me pareció que estaba menos obligado a someterse a determinadas reglas de comportamiento de las que los miembros del cuerpo de carabinieri no pueden prescindir.
¿Qué rasgos característicos debía tener ese personaje? Tengo que
confesar que los vi claros desde el principio: debía ser un hombre
inteligente, fiel a su palabra, reacio a los heroísmos inútiles, culto,
buen lector, que razonara con sosiego y que careciera de prejuicios. Un
hombre al que se pudiera invitar tranquilamente a una cena familiar. Un
hombre que «cuando quería entender una cosa, la entendía», como escribí
ya en el primer libro.
Tenía pensados dos nombres: Cecè Collura y Salvo Montalbano,
ambos muy comunes en Sicilia. Elegí ponerle Montalbano en
agradecimiento a Manuel Vázquez Montalbán, ya que su novela El
pianista me había sugerido la estructura definitiva de La ópera de
Vigàta.
Una vez que aclaré esas cosas, escribí mi primera obra policíaca
ateniéndome a las reglas que me había impuesto (de hecho, el primer
capítulo comienza al amanecer y así sucedería en todas las entregas
posteriores). La editorial Sellerio la publicó en 1994 con una cubierta
exquisita.
Tras haber superado con claridad el primer reto, el
que me había puesto a mí mismo, y muy probablemente también el segundo,
el de Calvino, mi impulso inmediato fue dejarlo ahí.
No le hice caso porque no estaba completamente satisfecho con cómo
había quedado la figura del comisario. Tenía la impresión de que no lo
había dibujado del todo, de que había antepuesto la labor de
investigador, pasando por alto algunos aspectos de su carácter.
En resumen, me parecía que sólo lo había resuelto a medias. Y dejarlo
a medias me molestaba mucho. Siempre intento concluir lo que empiezo.
Así pues, por una especie de escrúpulo artesanal, decidí escribir una
segunda novela sobre aquel comisario y terminar mi breve carrera de
escritor de género negro.
Creo que, ya desde las primeras líneas, hay algo que salta a la vista, una diferencia sustancial entre
la primera novela y la segunda: en una, el amanecer lo ven dos
basureros, mientras que en la otra lo ve Montalbano. Así sucedería en
todas las novelas posteriores.
Cabe señalar que, a partir de la segunda entrega, todo lo que ocurre
se ve a través de los ojos de Montalbano, tenemos siempre el punto de
vista de una cámara subjetiva; es decir, no sucede nada ajeno a él: o lo ve o se lo cuentan. De ese modo, el lector siempre tiene en las manos las mismas cartas que el comisario.
Decidí que también la segunda novela debía centrarse en una
investigación sui géneris: si el primer caso se basaba en esencia en
un delito de imagen, el segundo iba a centrarse en la memoria, en un
crimen sucedido muchísimos años antes y ya prescrito. Con la publicación
de aquella segunda novela, El perro de terracota, en
1996, daba definitivamente por concluida mi incursión en el campo de la
narrativa policíaca. No obstante, y por motivos que aún hoy me resultan
inexplicables, el personaje cosechó un gran éxito. Y no sólo eso: su
éxito sirvió de acicate para mis obras anteriores, hasta el punto de que
la editorial Sellerio tuvo que reeditarlas.
Empecé a recibir decenas, centenares de cartas que me invitaban, más o
menos perentoriamente, a seguir escribiendo sobre Salvo Montalbano.
También es cierto que el personaje no necesitaba el respaldo de los
lectores para hincharme las narices constantemente. Empezó a
aparecérseme incluso cuando menos convenía, apremiante. Había
leído que determinados autores decían estar obsesionados con algunos de
sus personajes y lo había achacado a una afectación literaria.
Sin embargo, constaté que aquello podía suceder de verdad. Acabé en
la absurda tesitura de sólo poder pensar en una novela 'histórica' con
la condición de pensar al mismo tiempo en un nuevo caso de Montalbano.
De otro modo no podía seguir adelante.
Y así me vi 'obligado' a escribir, y además con cierta urgencia, la
tercera novela, El ladrón de meriendas, en la que favorecí un aspecto
del comisario completamente personal.
Una vez más, me hice ilusiones de haber puesto punto final. La verdad
es que no me apetecía ser escritor de novela negra, y menos de una
serie con un mismo personaje.
Sin embargo, fue como echar gasolina al fuego.
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