La primera paradoja del tiempo es inherente a la
conciencia que el individuo adquiere de existir en un tiempo que ha
precedido a su nacimiento y que continuará después de su muerte. Esta
toma de conciencia individual de lo finito y lo infinito vale tanto para
el individuo como para la sociedad. En efecto, el individuo que se
transforma, que crece y que luego envejece -para, un día, desaparecer-
asiste entretanto al nacimiento y crecimiento de unos, al envejecimiento
y la muerte de otros. Envejece en un mundo que cambia, aunque más no
sea porque los individuos que lo integran también envejecen y ven cómo
con el paso del tiempo las generaciones más jóvenes los reemplazan.
Existen
respuestas de tipo intelectual a esta primera paradoja: son todas las
teorías que, bajo una forma u otra, ponen en escena el retorno de lo
mismo. En la mayoría de las sociedades estudiadas por la etnología
tradicional existen representaciones muy elaboradas de la herencia que
tienden a sugerir que la muerte de los individuos no es un fin en sí,
sino la ocasión de una redistribución y un reciclaje de los elementos
que las integran. Las teorías de la metempsicosis son tan sólo un
ejemplo específico de estas representaciones. En África, por ejemplo, la
idea del retorno de los elementos liberados por la muerte no está
asociada a la del retorno de los individuos como tales, aunque en los
territorios de las grandes jefaturas y de los reinos la lógica dinástica
va en esa dirección. Otras instituciones, como las clases etarias, o
fenómenos religiosos ritualizados, como la posesión, se inscriben en
esta visión inmanente del mundo, que tiende a relativizar la oposición
entre la vida y la muerte, en virtud de una intuición muy afín al
principio científico según el cual nada se pierde, nada se crea, sino
que todo se transforma.
La segunda paradoja del tiempo es casi la
inversa de la primera: reside en la dificultad, para los hombres
mortales -es decir, tributarios del tiempo y de las ideas de comienzo y
de fin-, de pensar el mundo sin imaginar un nacimiento suyo ni asignarle
un término. Las cosmogonías y los apocalipsis, según diversas
modalidades, son una solución imaginaria a esta dificultad.
La
tercera paradoja del tiempo concierne a su contenido o, si se quiere, a
la historia. Es la paradoja del acontecimiento, del acontecimiento
siempre esperado y siempre temido. Por una parte, precisamente los
acontecimientos vuelven perceptible el paso del tiempo e incluso sirven
para datarlo, para ordenarlo dentro de una perspectiva distinta a la del
simple recomenzar de las estaciones. Pero por otra parte el
acontecimiento conlleva el riesgo de una ruptura, de un corte
irreversible con el pasado, de una intrusión irreparable de la novedad
en sus formas más peligrosas. Durante un extenso período de la
humanidad, las catástrofes climatológicas, meteorológicas,
epidemiológicas, políticas o militares amenazaron la existencia del
grupo mismo, y el desarrollo de las sociedades no ha hecho desaparecer
la conciencia de esos peligros: los ha situado en otra escala. El
dominio intelectual y simbólico del acontecimiento ha sido siempre la
preocupación fundamental de los grupos humanos. Y sigue siéndolo hoy en
día; sólo las palabras y las soluciones cambian. Incluso es posible que
actualmente la paradoja del acontecimiento haya alcanzado su punto
máximo: mientras, bajo la presión de acontecimientos de todo tipo, la
historia se acelera, nosotros pretendemos, como en las épocas más
arcaicas, negar su existencia, por ejemplo celebrando su fin. [...]
Todos
los imperios han tenido la pretensión de detener la historia, y se ha
dicho que varias mundializaciones precedieron a la actual. La única
diferencia, pero una muy considerable, es que la mundialización actual
es coextensiva al planeta como cuerpo físico. Cada día tomamos más
conciencia de ocupar un "rincón del universo", para retomar la expresión
de Pascal. En este universo, las categorías de tiempo y espacio a las
que estamos acostumbrados ya no son operativas, y algo del vértigo que
nos inspiran las explosiones de la astrofísica puede resonar en nuestra
percepción de la historia humana.
Así, todo contribuye a
cuestionar las categorías tradicionales del análisis y de la reflexión.
Sin embargo, estas nos han permitido comprender el funcionamiento de la
ideología y, sobre todo, identificar una de sus características
esenciales: la ideología escapa en parte a la conciencia no sólo de
aquellos que son sus víctimas, sino también de aquellos que la utilizan
para dominar a los otros. Por lo tanto, puede ser útil volver a indagar
la categoría de tiempo para interrogar una vez más las falsas evidencias
de la actual ideología del presente. Estas evidencias adoptan la forma
de una triple paradoja. Primera paradoja: la historia, entendida como
fuente de ideas nuevas para organizar las sociedades humanas, se
detendría en el momento en que fuese objeto de interés explícito para la
humanidad entera. Segunda paradoja: dudaríamos de nuestra capacidad
para influir en nuestro destino común tan pronto como la ciencia
progresara a una velocidad continuamente acelerada. Tercera paradoja: la
superabundancia, sin precedentes, de nuestros medios nos impediría
reflexionar acerca de los fines, como si la timidez política debiera ser
el precio que pagar por la ambición científica y la arrogancia
tecnológica.
Estas tres paradojas no son sino la forma histórica
actual de las tres paradojas enunciadas al comienzo. En este sentido,
corresponden al ámbito de la ideología. Todos los sistemas de
organización y de dominación del mundo -ya sea que ese mundo tenga
límites geográficos más o menos acotados o bien que se pretenda, como
ocurre hoy, coextensivo al planeta entero- produjeron teorías del
individuo, del mundo y del acontecimiento. El sistema de la
globalización no escapa a esa regla. La ideología que subyace a él, que
lo anima y que le permite imponerse en las conciencias de los
individuos, puede ser analizada como tal, a pesar de la complejidad de
todo aquello que la determina, al igual que de sus efectos.
Traducción: Ariel Dilon.
"El porvenir es menos previsible que antes"
Durante muchos siglos, el tiempo fue portador de
esperanza. Del futuro, los hombres esperaron serenidad, evolución,
maduración, progreso, crecimiento? o revolución. Pero eso se terminó.
Para el antropólogo francés Marc Augé, en las últimas tres décadas el
porvenir prácticamente ha desaparecido. "Un presente inmóvil se abatió
sobre el mundo, desmantelando el horizonte de la historia tanto como las
características generacionales", afirmó a adnculturaen París. ¿De dónde
proviene ese eclipse? ¿Por qué el porvenir se evaporó tanto en las
conciencias individuales como en la representaciones colectivas? ¿Existe
algún remedio, alguna solución alternativa?
En ¿Qué pasó con la confianza en el futuro?,
un libro premonitorio publicado en Francia en 2008 y que sale en junio
en la Argentina, publicado por Siglo XXI, Augé analiza con precisión las
múltiples dimensiones de la globalización, sobre todo, sus aspectos
políticos, científicos y simbólicos. En 95 páginas explica las causas de
la crisis que aqueja a las sociedades occidentales, estudia el fenómeno
de la temporalidad y propone una solución.
Antropólogo, escritor, profesor, eterno estudioso y, desde hace unos años, jubilado globe-trotter, a los 80 años el célebre autor de libros de referencia como, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (1992) o El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (1986),
sigue viviendo numerosas vidas. De las lagunas del sur de Costa de
Marfil al Jardín de Luxemburgo, de Togo al subte de París, del paganismo
al hipermodernismo, Marc Augé inventó una singular antropología de los
mundos africanos y contemporáneos. Unos mundos que sigue escrutando
todavía hoy, instalándose cada año en un país diferente "para seguir
conociendo nuevos horizontes".
El día que adncultura lo
entrevistó volvía de Berlín, donde reside desde hace varios meses ("No
para escribir sobre la sociedad alemana. Simplemente para cambiar. El
cambio siempre hace bien", afirma). La última vez que lo habíamos
encontrado vivía en Turín, donde su editor italiano le había pedido una
continuación de ¿Qué pasó con la confianza en el futuro? La obra que resultó de ese encargo fue Futuro,
publicada en la Argentina en 2012, es decir, antes que el libro que le
dio origen . "Esa paradoja hace hoy difícil que hablemos de esta
publicación sin repetirnos -reflexiona-. Pero los mecanismos de
publicación de obras en el extranjero no siempre respetan el orden en
que fueron escritas", agrega con una mueca de desolación.
Marc
Augé nació en una familia de militares y, probablemente por esa razón,
se interesó desde muy joven en la descolonización. Pero también se dejó
cautivar por las ciencias de la información y la comunicación. Con el
tiempo, terminó transformándose en el mejor observador de lo que él
mismo llamó la "sobremodernidad", una situación social marcada por el
exceso: tiempo, velocidad, movimientos y consumo, que además se
caracteriza por los "no-lugares" (lugares de anonimato), el no-tiempo
(presentismo) y lo no-real (virtualidad).
Augé acuñó el concepto
de "no-lugar" para referirse a los espacios de tránsito que no tienen
suficiente importancia para ser considerados como "lugares": "Son
considerados antropológicos los lugares históricos o vitales, así como
aquellos en los que nos relacionamos. Un no-lugar es una autopista, una
habitación de hotel, un aeropuerto, un subte o un supermercado... Carece
de la configuración de los espacios, es circunstancial, casi
exclusivamente definido por el pasar de los individuos", precisa.
Para
él, la "sobremodernidad" se opone a la modernidad porque la época
actual produce un número creciente de acontecimientos que los
historiadores tienen dificultades en interpretar (se refiere en
particular al derrumbe del bloque soviético); por una súper abundancia
espacial, que corresponde tanto a la posibilidad de desplazarse
rápidamente y por todas partes, como a la omnipresencia, en cada hogar,
de imágenes del mundo entero a través de la televisión; y por la
voluntad de cada uno de interpretar por sí mismo las informaciones de
que dispone, en vez de apoyarse -como sucedía antes- en el grupo. Por
esa razón, en ¿Qué pasó con la confianza en el futuro?, Augé
afirma que la historia contemporánea ha perdido su capacidad de sugerir
soluciones para el futuro y que nuestro tiempo presente aparece cada vez
más incierto.
-¿Qué pasó con la modernidad para que haya perdido su capacidad a dar respuestas?
-La
modernidad, comprendida como movimiento, corresponde a la idea
comúnmente aceptada en los siglos XIX y XX: la Historia tenía un sentido
(un significado, una dirección) que se construía generalmente por
acumulación y no por eliminación. La forma de una ciudad cambia más
rápido que el corazón de un hombre, pero conserva sus signos
distintivos, conserva rastros. La creciente acumulación se inscribe en
el espacio moderno.
-¿Y hoy, los nuevos espacios han dejado de ser espacios de acumulación?
-Así
es. Y sobre todo han dejado de ser espacios de cohabitación. Hoy esos
espacios permiten desplazamientos rápidos, transmisión de imágenes y de
información (televisión, Internet, ciberespacio) o consumo: los
supermercados constituyen, por ejemplo, "concentraciones de espacio",
donde quienes coexisten son los distintos productos del planeta. En
todos esos sitios -que yo llamé "no-lugares"-, es ya imposible hallar el
espesor de la modernidad, los tiempos acumulados.
-¿Acaso esa situación contemporánea podría ser calificada de "posmoderna"?
-No
me gusta mucho esa expresión porque no creo que quiera decir gran cosa.
Incluso es posible escucharla en sentidos bastante diversos. Como sabe,
siempre sugerí el término "sobremodernidad", en el sentido en que Freud
y Althusser utilizaron "sobredeterminación".
-En todo caso, usted afirma que, para poder analizar nuestro presente, es necesario hacerlo desde el momento actual.
-En
el terreno de las ciencias sociales y humanas, la complejidad es doble.
Es verdad, desde hace tiempo, en todos los continentes, los misterios
de la conciencia, los comportamientos humanos, la necesaria
complementariedad entre afirmación de sí mismo y de relación con los
otros, la presencia simultánea de la vida y la muerte fueron objeto de
observación, de simbolización y de reflexiones profundas a las que hoy
seguimos siendo sensibles. En todo caso, no se puede decir que no
hayamos progresado, en numerosos terrenos, en el conocimiento del hombre
como criatura inteligente y social.
-Entonces, ¿por qué razón
el porvenir se ha evaporado en las conciencias individuales, así como en
la representaciones colectivas?
-Porque la evolución actual
nos obliga a afrontar una complejidad cada vez mayor. En ese marco, el
porvenir es sin dudas menos previsible que antes. Sin embargo, los
hombres de antaño eran capaces de imaginar su futuro al precio del
error?
-¿Del error?
-De dos tipos de error: el error
moral, por exceso de optimismo, y el error intelectual, por incapacidad
de concebir la complejidad. Y este punto merece que nos detengamos, pues
determina la respuesta a su pregunta con respecto al problema del
sujeto y de la pobreza de nuestros instrumentos de conocimiento. En
realidad, en las ciencias humanas, como en las ciencias naturales, el
conocimiento progresa. Pero ese mismo progreso descubre la inmensidad de
lo que aún queda por conocer.
-¿Se podría decir que, cuanto
más comprende el hombre, más consciente es de la existencia de una
complejidad que nunca librará su secreto último?
-Es más: creo
que, en la actualidad, estamos aprendiendo a cambiar el mundo antes de
imaginarlo. Nos estamos convirtiendo a una suerte de existencialismo
pragmático.
-¿Cuáles son las otras características de ese mundo en el que el porvenir parece haber desaparecido?
-Ese
nuevo régimen que se instala poco a poco, pero inexorablemente, influye
en la vida social al punto de hacernos dudar de la realidad. La
democracia y la afirmación individual recorren caminos inéditos tan
vertiginosos que nuestras sociedades a veces ni siquiera tienen tiempo
de percibirlos. La catástrofe sería que comprendieran demasiado tarde
que, si lo real se ha transformado en ficción, ya no hay más espacio
posible para la ficción, ni para la imaginación. La buena noticia es que
de esto precisamente podría nacer la fe en el porvenir. Pero, para
conseguirlo, debemos apropiarnos primero de nuestro futuro.
-Es decir...
-Asumir
plenamente el desafío del conocimiento. Creo que allí reside el secreto
de la felicidad de los hombres y de la sociedad. Para llegar a ese
estado existen dos prioridades absolutas: potenciar de inmediato la
instrucción pública y esforzarse en alcanzar la absoluta igualdad de
sexos.
-Usted no cesa de repetir que la verdadera democracia
pasa por la clara definición de relaciones igualitarias entre todos los
individuos. Y que, para lograrlo, hay que tomar al pie de la letra el
ideal de la educación y de la ciencia para todos. Pero, ¿cómo lograr esa
"utopía" educativa que le es tan cara?
-¿Y por qué no se
podría creer en una utopía? Yo sé bien que la dirección actual que toman
los diferentes sistemas educativos no va en el sentido de reducir las
desigualdades. Por el momento nos dirigimos hacia una sociedad de clases
planetaria, dividida entre aquellos que tendrán acceso al saber y al
poder, aquellos que sólo serán consumidores y aquellos que estarán
excluidos tanto del saber como del poder. Pero, por ejemplo, ¿cuántos
niños se necesitan en una clase para que un profesor pueda enseñarles a
todos en óptimas condiciones? ¿Apenas 15? ¿Y por qué no pretender que
algún día los gobiernos acepten esa idea, aun cuando cueste fortunas? Es
una utopía. Pero no es imposible.
-Las objeciones siempre son múltiples, a comenzar por los medios...
-Los
responsables políticos argumentan siempre que los presupuestos ya
priorizan la educación. Pero la acusación de irrealismo ha servido y
sigue sirviendo para paralizar toda posibilidad de cambio. Sin embargo,
hay urgencia.
-¿Por qué?
-Porque habría que ser ciego
para no constatar el avance de la ignorancia desde el comienzo del
siglo XXI. La ignorancia progresa o, más exactamente, la brecha entre
los saberes especializados de aquellos que saben y la cultura media de
aquellos que no saben no deja de aumentar. La verdad es que, mientras
más progresa la ciencia, menos se la comparte. Esa brecha entre países
desarrollados y subdesarrollados se acrecienta en todos los sectores del
saber y del conocimiento. La mayor parte del mundo es incapaz de
comprender nada de lo que está en juego en la investigación científica.
-¿Esa suerte de fractura también se constata en el seno de las sociedades más desarrolladas?
-Así
es. Ni siquiera hablemos de Estados Unidos, que es probablemente el
sistema capaz de crear más desigualdades. Piense en este ejemplo: en una
entrevista publicada en el Magazine Littéraire (enero de 2004),
George Steiner afirmaba que el presupuesto anual de Harvard supera la
suma de los presupuestos de las universidades de Europa occidental. Pero
incluso en Europa, cuna de los derechos humanos, y con algunas notables
excepciones, parece ratificarse más o menos la distinción entre barrios
"normales" y barrios "difíciles", entre elites y clases desfavorecidas.
En nuestros países, el sistema escolar ya no es creador de igualdad,
sino reproductor de desigualdades.
-Para usted, el patrimonio de la humanidad parece haber caído en el abandono.
-Globalmente
hablando, es así. Alimentado por la violencia, la injusticia o las
situaciones de desigualdad, el repliegue sobre formas religiosas más o
menos burdas y más o menos intolerantes se ha transformado en
pensamiento para una parte considerable de la humanidad.
-La utopía, entonces, parece ser la única salida.
-La
utopía última, que es la educación. Y si la llamo "utopía" es porque la
idea de un acceso auténticamente igual de todos a la educación no se
corresponde con el estado del mundo ni con sus posibilidades inmediatas
de evolución.
-Usted escribe: "Si la humanidad fuese heroica,
se haría a la idea de que el conocimiento es su fin último. Si la
humanidad fuese generosa, comprendería que el reparto de bienes es para
ella la solución más económica (Marcel Mauss, en su Ensayo sobre el don,
había comenzado a explorar esta hipótesis). Si la humanidad fuese
consciente de sí misma, no dejaría que los juegos de poder opacaran el
ideal del conocimiento. Pero la humanidad como tal no existe, no hay más
que hombres; es decir, sociedades, grupos, potencias? e individuos".
-Sí.
La paradoja actual parece ser que la globalización del mundo tiene que
producirse en ese estado de desigualdad extrema. Los más oprimidos
tienen conciencia de pertenecer al mismo mundo que los más opulentos y
los más poderosos, y viceversa. En el fondo, los hombres nunca
estuvieron en mejor situación para pensarse como humanidad. Nunca, sin
duda, la idea de hombre genérico estuvo más presente en las conciencias
individuales.
-Pero tampoco nunca fueron tan fuertes las
tensiones provocadas por esas desigualdades de poder, conocimiento y
riquezas o, incluso, el avance de los sistemas culturales totalitarios.
-Por
esa razón no dejo de formularme esa pregunta de la que, a mi juicio,
depende nuestro porvenir: ¿acaso la utopía de un mundo sin dioses, sin
miedos y sin injusticias, de un mundo lo bastante fuerte para asegurar
el bienestar de todos y no consagrarse a otra cosa que a la aventura de
la ciencia posee todavía alguna fuerza movilizadora?
-En uno de su últimos libros, Un tiempo sin edad,
publicado el año pasado, usted denuncia precisamente la situación de
marginalización a la que están sometidos los "viejos" en las sociedades
modernas. Corto, contundente, el texto es una forma más de dejar al
descubierto esas injusticias sociales que dejan a la vera del camino a
una categoría de seres humanos. ¿Por qué precisamente la vejez?
-¡Porque
tengo 80 años! [risas]. Es, en consecuencia, una cuestión que me
interesa. Al envejecer, el hombre -y la mujer, naturalmente- occidental
se encuentra ante una paradoja según la cual está obligado a admitir la
verdad de los años indicados en sus documentos, sin sentirse demasiado
diferente. Pero yo no creo que se pueda deducir la mentalidad de alguien
en función de su edad. Muchos otros factores cuentan: hay viejos
alegres y jóvenes tristes. Es un error pues asimilar la vejez a la mala
salud o al deterioro aun cuando, evidentemente, esto se termine siempre
mal [risas]. Esa desigualdad frente al envejecimiento o la salud no es
una cuestión de edad. Incluso cuando esto no anule la propia realidad ni
impida que uno se pregunte lo que representa?
-Usted parece afirmar que es posible ignorar la propia edad.
-Es
difícil existir en sociedad haciendo abstracción total de la propia
edad. Hay una dimensión social de la edad: la de la mayoría de edad, la
de la jubilación? Inevitablemente, en algún momento esta dimensión
termina por alcanzarnos. Desde ese punto de vista, los intelectuales
tienen una suerte particular, pues nunca están definitivamente
jubilados. Conservando una actividad intelectual, pueden escapar al
pesadísimo determinismo de la edad. En cuanto los artistas, sobre todos
los actores, creo que los más grandes son aquellos cuya interpretación
se calca sobre sus edades. Pienso por ejemplo en Jeanne Moreau,
Jean-Louis Trintignant? Hay algo de reconfortante en esto, una forma de
perennidad, de presencia en la vida. Nadie podría reemplazarlos.
-¿Acaso no somos antes que nada "viejos" en la mirada del otro?
-La
vejez existe porque la vivimos, pero no se define por un estado de la
conciencia ni un estado de sabiduría particular que nos permitiría
contemplar el mundo con serenidad. Por una parte, es verdad, la
atribución de la vejez es un hecho exterior, un prejuicio social. Aquí
no se trata de negar ni la edad ni la muerte. Pero uno de los primeros
deberes entre los hombres debería ser el de sacarnos de esa
determinación por la edad. Ese movimiento está sugerido en las políticas
de ayuda o de jubilación, pero es extremadamente insuficiente. En una
sociedad ideal, todos deberíamos ser iguales. No idénticos, pero
iguales.
-Usted se declara extremadamente sensible al fenómeno de infantilización de los ancianos.
-Así
es. Es verdad que eso suele concernir a las personas más débiles, pero
esa percepción de la edad avanzada es deprimente. El aumento de
esperanza de vida lleva en sí mismo una angustia: se vive más, es una
suerte, pero todos lo presentan como un inconveniente para la sociedad.
-¿No se acepta la vejez sólo cuando se aparenta juventud?
-No representar su edad es un ideal absoluto. Pero las cuestiones siguen siendo las mismas, son sólo desplazadas.
- Usted distingue entre vivir según la edad y según el tiempo.
-Porque
vivir según la propia edad es vivir una fatalidad, una suerte de
tragedia. Vivir según el tiempo es, simplemente, vivir. El tiempo es una
materia maleable. Cuando uno se interroga sobre el tiempo, no es para
saber lo que nos pasa, sino lo que uno es.
-Quizás, cuando uno envejece, debería ir a instalarse a alguna sociedad africana, donde los viejos son mucho mejor considerados.
-No
se crea. La relación con la vejez no varía demasiado en las diferentes
culturas: todas las sociedades tienden a ser severas con los ancianos.
La sociedad moderna sólo posterga los plazos. Una persona de edad
avanzada en buena forma física impresiona, pero sólo por un tiempo. La
marginación es la regla en todas partes.
-Y usted, sin embargo, afirma que envejecer es seguir viviendo.
-Obviamente.
Está el acontecimiento inevitable de la muerte. Pero si envejezco es
porque vivo. Es alentador. Reflexionar sobre la relación entre tiempo y
edad puede ayudarnos a concebir la cuestión de la muerte como una falsa
cuestión. La sabiduría sería ser capaz de disfrutar del tiempo, como los
gatos, sin pensar en la edad.
-Para usted, la edad no existe en forma constante.
-Es
verdad. Tuve la sensación de envejecer hacia los 30 años. Entonces
atravesaba un momento particular de mi vida. Fue la única vez. Nunca más
volví a pensar en eso. Tuve el privilegio de viajar, escribir,
reflexionar, todas actividades que dilatan el tiempo. Hay momentos en
que uno está dispensado de pensar en su edad, por ejemplo, cuando se
forma parte de un grupo donde todos son iguales. Me refiero a un coro, a
una troupe de teatro. Es una suerte de liberación. La edad
entonces no es una cuestión que tenga importancia, no es determinante,
no existe en el sentido propio. Una forma de vivir plenamente es vivir
fuera de todo imperativo de edad. Finalmente, todo el mundo muere joven y
todos mueren demasiado pronto.
-Antes de comenzar esta
entrevista usted me dijo que se sentía un hombre "sin edad", como los
"viejos armañacs". ¿Qué quiso decir?
-Un armañac sin edad es
una mezcla de diversos armañacs de edades diferentes. Ahora bien,
mientras más envejecemos, más se acumulan en nosotros tiempos distintos,
pasados diversos, recuerdos variados: podemos jugar con nuestros
recuerdos sintiéndonos al mismo tiempo en la realidad del presente.
También podemos evocar el porvenir. Cuando me miro en el espejo y me
digo que envejecí, reúno y unifico en una repentina toma de conciencia
mi cuerpo y mis diferentes yo. Ese retorno a un estado de espejo,
paradójicamente, me libera de las aporías de la conciencia reflexiva.
Envejezco, ergo vivo. Envejezco, ergo soy. Es una experiencia banal y compartida.
-Pero no todo el mundo tiene la misma capacidad de emanciparse de las consecuencias del tiempo. ¿Cuál es su receta?
-Sin
embargo, está al alcance de todos. Todos tenemos el recuerdo de
diversos pasados, aun cuando algunos tienen vidas más rutinarias que
otros. No hay receta. Vivir con más intensidad es la única forma de
agregar un armañac a otro para dar más sabor al conjunto. Si tuviera que
dar un consejo, sería el de "continuar entablando relaciones". La
identidad se alimenta con la alteridad. La soledad de los viejos es con
frecuencia real: sus amigos desaparecieron. Seguir conociendo gente es
esencial. Con amigos de carne y hueso, con autores de libros, con
artistas?
-En todo caso usted tiene razón: las sociedades
actuales están obsesionadas con los "segmentos de edad", como si no
hubiera otra forma de organizarlas.
-Y sobre todo hay una
obstinación en poner a los jóvenes de un lado y, del otro, a la tercera
edad, la cuarta, y muy pronto será la quinta. El envejecimiento es una
realidad física, pero la edad es una construcción social. Es verdad, al
igual que las sociedades sin clases de las que hablábamos al comienzo,
se podría definir la sociedad sin edades como otra utopía. Y en este
caso también es una utopía a la que es posible aproximarse..
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