Reconocía que no fue un padre ejemplar: estaba constantemente fuera
de casa, dando entre 200 y 300 conciertos al año. ¿Su gran hazaña
personal? Mantenerse en la cumbre, a lo largo de más de medio siglo.
Entre 1949 y 2008, B. B. King fue visitante habitual de los estudios de
grabación. Dentro de la música afroamericana, tan ansiosa de novedades,
su longevidad profesional resultaba milagrosa. Hombre inteligente, supo
rentabilizar su descubrimiento por parte del público blanco e
internacional.
Aunque Riley B. King trabajó en los campos sureños, su música tenía
vocación urbana y encarnaba la voluntad de ascensión social de los
afroamericanos tras el boom de la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, definió su estilo con éxitos como Three o’clock blues, Rock me baby o Everyday I have the blues, You upset me baby: una guitarra expresiva engarzada en una sección de metales que tocaba riffs sencillos, sobre ritmos swingueantes,
todo potenciado por una voz cálida y convincente, con ecos de la
iglesia. Un arreglador californiano, Maxwell Davis, permitió que todo
aquello sonara tan suntuoso como apasionado.
Su cancionero trataba esencialmente de los conflictos hombre-mujer y
hablaba del sexo con elegancia (“me encanta la forma en que ella abre
sus alas”, explicaba en Sweet little angel). A diferencia de tantos artistas negros que se beneficiaron de la eclosión del rock & roll,
B. B. King se quedó en los guetos. Eso incluía lugares como el antro de
Arkansas donde dos hombres, peleando por los favores de una tal
Lucille, derribaron uno de los bidones donde ardía gasolina, un método
habitual para calentar el espacio. Entre las llamas, King logró rescatar
su guitarra; su instrumento de trabajo cambiaría pero siempre se
denominaría Lucille, como recordatorio de los peligros de las giras... y de ciertas mujeres.
Pero B. B. King también triunfaba en las ciudades. En 1964, se
grabaron sus conciertos –hacía varios pases diarios- en un teatro de
Chicago. El elepé resultante, Live at the Regal, resultaría
clave para la segunda fase de su carrera. Alevines como Eric Clapton se
quedaron boquiabiertos ante su conexión emocional con los asistentes y
sus solos esculturales. A la guitarra, tenía un timbre personal, su
fraseo sonaba natural, sabía contenerse y evitar el exhibicionismo de
muchas-notas-y-muy-exageradas.
Los admiradores blancos proclamaban regularmente su adoración y
facilitaron que, a partir de 1967, B. B. King entrara en el circuito del
rock, sin cambiar esencialmente su música. Había sufrido indignidades
tales como que le abucheara una multitud que acudía a ver al guapo Sam
Cooke y que consideraba el blues como rémora de “los viejos y malos
tiempos”. Así que le encantó que los hippies le escucharan en silencio
en recintos como el Fillmore. También engatusó a las multitudes ansiosas
que esperaban la reaparición estadounidense de los Rolling Stones en
1969.
La evolución de la música negra le había dejado atrás, aunque intentó adaptarse al fenómeno del soul con elepés como Guess who; incluso dejó que los Crusaders le pusieran ropaje funky en Midnight believer. Su último gran éxito fue el melancólico The thrill is gone
(1970), reflexión sobre el desgaste de la vida en pareja. En realidad,
desarrolló una doble actividad laboral: lo esencial era mantener el
interés de los espectadores internacionales pero sin perder de vista sus
oyentes de toda la vida. Podía venir de triunfar en grandes festivales
europeos pero no se le caían los anillos por ir a tocar en cualquier
modesto club ante matrimonios negros de cierta edad, endomingados para
disfrutar de sus electrizantes homilías.
Era gente que conocía lo que había detrás de la estrella: se había
culturizado leyendo en los interminables tiempos muertos de las giras;
también era un voraz consumidor de discos, con gustos muy ecléctico. Usó
su fama para convertirse en publicista del blues, tanto en
universidades como en la Casa Blanca. Pero los fieles también sabían que
B. B. King se dejaba llevar por un cuerpo bonito y que sus finanzas
rondaban los números rojos: problemas con el fisco, demasiada prole a su
cargo, la atracción por el juego.
Para esos seguidores, grababa discos digamos que en familia, con amigos como el monumental vocalista Bobby Blue Bland. Su management,
sin embargo, potenciaba su perfil mediático, en búsqueda de los cachés
altos. En 1988, atrajo a nuevos oyentes al grabar “When love comes to
town” con U2. Rentabilizó su prestigio al abrir una cadena de locales,
los B. B. King Blues Clubs. De trato afable, también cultivó la amistad
con músicos en diferentes países: Raimundo Amador, el argentino Pappo,
el italiano Zucchero y, siempre, el discípulo Eric Clapton.
En la segunda mitad de su trayectoria, B. B. King alternó entre
discos de capricho y ocurrencias de los zares de la mercadotecnia. Hubo
patinazos, como su visita a Nashville (Love me tender, 1982) o el engañoso King of the blues (1989) pero también brilló en el sentido homenaje a Louis Jordan (Let the good times roll, 1999) o en su inmersión en el primer blues (One kind favor, 2008).
Era tan modesto respecto a sus habilidades –y tan buena persona- que
hasta trabajó disciplinadamente con, hay que decirlo, mercenarios que no
le llegaban a la suela de los zapatos. Con todo, nos deja una
discografía enorme que, sumada a biografías y películas, le convierten
en el bluesman más documentado de la historia. Y, sin duda, el más querido.
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