Se publica el primer volumen de las obras completas de María Zambrano, donde la pensadora se pregunta cómo garantizar la libertad individual en una sociedad que no renuncie a la fraternidad
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María Zambrano en 1934. |
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La pensadora en Roma, en 1956 Archivo/Fundación María Zambrano./lavanguardia.com |
No por ser el primer libro de María Zambrano es menos ambicioso. Horizonte del liberalismo, publicado en 1930, y ahora recuperado por Galaxia Gutenberg en el primer volumen de las obras completas de la filósofa, es ya una invitación a pensar sobre el papel de la intuición en el pensamiento y en el compromiso cívico.
El texto viene presentado por una edición cuidadísima de Jesús Moreno,
que destaca que el libro aparece en una época de esperanza, cuando ha
caído la dictadura de Primo de Rivera. ¿Pero qué tiene que decirnos un
ensayo de aquel momento? ¿Por qué hemos aceptado hoy, casi sin
rechistar, confundir el liberalismo con el neoliberalismo? ¿Qué hay que
rescatar de esa reivindicación de la libertad individual? ¿Cuáles han
sido los excesos -que en la actualidad pagamos con todas las hipotecas-
de una corriente que debiera ser autocuestionable por naturaleza?
Zambrano
admite la concepción humanista de la vida que aporta el liberalismo. Se
pregunta la pensadora si es posible una política que salve, a la vez,
lo económico y la cultura. Después del naufragio positivista, al que
califica de “cientifismo mediocre”, hay que volver a unir vida y
política. No lo hará ni la “amorfa narración notarial” que intenta
impregnar de frío racionalismo lo cotidiano, ni la
voluntad totalizadora “que aplasta al individuo”, aquella que el
comunismo soviético ofrecía. ¿Por qué le tenemos pánico a lo imprevisto?
“Nuestro
extremado individualismo nos ha llevado a reconocer no más que a un
individuo: el nuestro, rechazando toda diversidad”, apunta Zambrano, que
insiste en la diferencia entre una política estática y una política
dinámica. El liberalismo es, ante todo, “una cuidadosa delimitación de
poderes”. ¿Por qué le llamamos liberalismo a esta manera nuestra de organizarnos, entonces?
Las trampas del dogmatismo
Reflexiona
también Zambrano sobre qué quiere decir ser conservador y qué significa
ser revolucionario. Se suele ser conservador, nos dice la autora de El hombre y lo divino,
por pereza o por egoísmo, pero hay mucha política disfrazada de
revolucionaria que tiene la misma rigidez que aquello que denuncia.
“Será revolucionaria aquella política que creerá más en la vida que en
la aplicación apriorística de unas cuentas fórmulas, expresadas con
exigencias de perennidad”, escribe. Todo lo humano pasa, fluye, muere.
Una política, se autoproclame conservadora o revolucionaria, que no
cuente con el tiempo, no será liberal. Será dogmática.
El ansia
por fijar la vida en formas inteligibles que, una vez alcanzadas, son
las únicas, es el error en el que ha caído la izquierda y la derecha, el
abuso de racionalismo en el que hemos convertido la vida en común. El
dogmatismo consiste en creerlo todo revelado. Nada restará, entonces,
por saber ni averiguar, sólo será posible recopilar y ordenar. ¿Estamos
dispuestos a aceptar una política que sea sólo gestión y burocracia? ¿En
qué momento hemos renunciado al asombro?
“Una política de
esencia revolucionaria no significa necesariamente una revolución”,
aclara María Zambrano, que rechaza “su brusquedad de catástrofe”, “la
crueldad de sus procedimientos”. Una revolución -ahora que hemos
convertido en lema aquello de “revolución democrática”- no es una
doctrina, sino un estado social. Si el cambio es siempre legítimo, lo
nuevo no puede ser un valor en sí mismo. Esa confusión, que tanto
interesa a “gentes sin vida, sin pasión, a políticos de invernadero”,
aún parece perseguirnos.
Zambrano nos advierte: “La vida jamás
podrá conocerse en su totalidad”. No es la copia de una idea que los
expertos traerán de casa. Y esto, es cierto, encarna un peligro: el escepticismo. ¿Cómo superarlo? Con la intuición, nos dice la pensadora, que es capaz de sortear el recinto amurallado del prejuicio.
La autora de Hacia un saber sobre el alma
hace una lectura crítica, también, de esa idea de progreso en la que el
entusiasmo se convierte en charlatanería. Hay una adicción a la
superación constante, una apología del récord.
Así
llega Zambrano, querellándose contra la soberbia del racionalismo, sea
conservador o supuestamente revolucionario, a apuntar la mayor
contradicción que ha de combatir el liberalismo: “En su origen, ya la
libertad, para tener libertad, se limita, se niega a sí misma”. En la
sobrevaloración del individuo, visto a sí mismo como un fin, olvidamos
que el origen es superar toda esclavitud. La emancipación que busca el
liberal ha de garantizar la referencia, la fraternidad, la igualdad con
el otro.
“¡Tan individualista, tan humano el liberalismo, creó un
producto ético ajeno a toda vibración humana e individual!”, grita
Zambrano. Y reclama que el liberalismo, otro liberalismo, sea capaz de
volver a la legitimidad del instinto, a la fe en un nosotros.
Que la inteligencia, así, sea un timonel y no una prisión. Sin que el
dinero ni el mercado sean excusa u objetivo. Que seamos capaces de ver
la luz sin separarnos de la “placenta” que nos une. Y es que el
individuo, por fuerte que sea, no puede existir aislado. Hemos de
sentirnos vinculados, concluye la pensadora. El vínculo es, y ésa es la
paradoja, la condición de posibilidad para ser auténticamente libres.
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