La mansión en la que John Cheever intentó sin éxito encontrar la felicidad, está en venta. Ninguno de los hijos del escritor ha querido vivir en un escenario tan simbólico
Cheever y su perro en el porche de su casa de Nueva York, en 1979.
PAUL HOSEFROS
THE NEW YORK TIMES/elmundo.es
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Siempre usamos las mismas palabras para explicar a John Cheever:
alcohol, homosexualidad, culpa. Podríamos añadir dos más: Cedar Lane,
el camino del cedro, el lugar que Cheever eligió para vivir durante sus
últimos 31 años, como si su residencia fuera la consecuencia lógica de
sus relatos y de sus obsesiones. Hablar de John Cheever sin nombrar su
calle es como acordarse de Lawrence Durrell y olvidar Alejandría.
Cedar Lane, 197, en la ciudad de Ossining, a una
hora de Manhattan, es la dirección de una casa llamada 'Afterwhiles',
que ha aparecido en el escaparate de las inmobiliarias locales. Su
última ocupante murió en primavera y los hijos del escritor la venden.
No quieren vivir allí. Piden 525.000 dólares (390.000 euros)
aunque advierten de que el edificio requiere reformas. La propiedad
incluye 24.000 metros cuadrados de finca y, atención, unas cuantas cajas
de recuerdos de los anteriores dueños, el señor Cheever y su mujer
Mary. Libros, fotografías, recortes... Su hija Susan ya ha explicado que
todo lo que ella y sus hermanos querían llevarse del lugar ya está
lejos de Ossining.
Pero el interés por Cedar Lane no se acaba en la fascinación del
mitómano. Westchester, los suburbios, las casas con césped verdísimo y
piscinas de 12 metros de largo (claro: las piscinas de aquel cuento, 'El
nadador'), son el núcleo duro de Cheever, su escenario, su gran deseo y
su gran frustración.
La fachada de la casa de Cedar Lane de los Cheever.
'Cheever. A life', la biografía del escritor que apareció en 2009 (obra de Blake Bailey,
impulsada y tutelada por sus hijos), retrataba al autor de 'Falconer' a
través de sus temores y no de sus casas. Pero, en el fondo, el relato
es el mismo. Cheever, según Bailey, tenía miedo de que se supiera que le
gustaban los chicos, temía que se notara que llevaba bebiendo desde las
nueve de la mañana y vivía atormentado por que todos se dieran cuenta
de que era "un arribista social de tres al cuarto, una imitación de
caballero". La melodía de su voz, más bien pija y casi inglesa (su madre
lo era), era una impostura, igual que su aplomo de escritor del 'New
Yorker'. Vivía en Cedar Lane pero, en realidad, era un intruso.
Porque antes de la casa de Ossining estuvo en Nueva York. Y antes de
Nueva York, Boston. Y en Boston y en Nueva York, la pobreza.
Pobreza vieja e hidalga, eso sí. El primer Cheever que llegó a
América se llamaba Ezekiel y se dedicó a dar clases de latín en 1681.
Sus hijos y nietos se dedicaron al comercio y a la navegación, viajaron a
China, no les fue del todo mal. Hasta que le llegó el turno al abuelo
de John, Frederick Lincooln Cheever, que se arruinó en 1873 y murió como
peor pudo en 1882. Su nieto estaba convencido de que se había suicidado
pero en su acta de defunción aparecían las palabras "alcohol y opio.
'Delirium tremens'". La siguiente generación no pudo levantar el vuelo. El padre del escritor quiso vender zapatos y estuvo a punto de prosperar pero salió malherido de la crisis de 1928.
Bebía mucho y era insondable. Y así, John Cheever nació (en 1912) y
creció en Quincy, en Boston, en un buen barrio, en una casa que había
sido noble pero que se había convertido en una pensión para que la
familia pudiera sobrevivir. Una humillación y un modo de vida sórdido
para John.
Muchos años después, en 1977, Susan Cheever le
preguntó a su padre en una entrevista si había tenido alguna experiencia
homoerótica. "Sí, muchas veces; siempre fueron extremadamente
gratificantes y todas ocurrieron entre los nueve y los 11 años de edad",
contestó Cheever padre. ¿Cómo tomarse la frase? En sus diarios, Cheever
dedicó algunas páginas a explicar lo que significaban en casa de sus
padres palabras como 'fag', 'queer', 'fairy' o 'pansy'. Los maricas, los
intocables.
En Boston, Cheever fue pobre; en Nueva York, bohemio; y en Ossining, infeliz
La siguiente casa de John Cheever fue un internado, un colegio bueno
para el que consiguió una beca. Se fue de un portazo, sin acabar el
bachillerato, un poco por aburrimiento y otro poco por rebeldía.
Escribió un cuento bastante celebrado, 'Expulsado', para explicar aquel
momento. Cheever volvió entonces a casa de sus padres pero la familia
estaba en vías de disolución: divorcio y ruina, el 'big bang' de
Cheever. El escritor se fue al centro de Boston con su hermano y se
estrenó en la vida bohemia. Bebía con mendigos, daba sablazos y trataba
de escapar de Massachusetts, provinciana y conservadora.
Para 1934, cuando tenía 22 años, logró al fin establecerse en Manhattan. Durante la siguiente década, vivió sin tener una dirección fija:
pensiones, pequeñas becas y sofás fueron su hogar, casi siempre entorno
al Greenwich Village, el barrio bohemio. De alguna manera, fue su
'belle èpoque', los años de la pobreza y de la promiscuidad. "En esa
época, Cheever se presentaba a sí mismo como un hombre furiosamente heterosexual,
un 'woman's man'", se puede leer en 'John Cheever: A biography', la
otra biografía del escritor, obra de Scott Donaldson. Y, una página
después, aparece la mención a una carta de los años 70 en la que Cheever
explicaba que, en esa época, tuvo una aventura con el fotógrafo Walker Evans.
Entre aventura y aventura, John Cheever preparaba su asalto al mundo
de la literatura: tenía terminado el manuscrito de una novela, 'The holy
tree', que daba vueltas de editorial en editorial. Alternaba con Dos Passos, Malcolm Cowley y Edmund Wilson. Y, al observarlos, empezó a construir su personaje de escritor aristocrático, descendiente de Fitzgerald, casi 'veneciano'.
Detalle de la vivienda de Cheever, por la que sus hijos piden 525.000 dólares.
Apareció entonces la revista 'The New Yorker', empezó a comprar sus
relatos (el primero, por sólo 45 dólares) y Cheever disfrutó de su
momento de esplendor: los años 40. Sin salir de Manhattan, se casó con
Mary, se estableció en Sutton Place, junto a la sede de las Naciones
Unidas, tuvo sus tres hijos y se convirtió en el gran escritor de su
momento. Pero, en 1951, decidió dejar la isla y marcharse a los suburbios, a Westchester. ¿Por qué?
Al propio Cheever se lo preguntaron entonces en una entrevista en televisión y el escritor contestó una nadería: "En los suburbios es mucho más sencillo resolver el problema de la vivienda".
En la biografía de Bailey, en cambio, aparecía una explicación más
compleja. Según 'Cheever. A life', el escritor vivió una especie de
'contra-epifanía': pasó unos meses en Los Ángeles para hacer caja como
guionista en Hollywood, conoció a un chico llamado Calvin Westfield, una
especie de 'beatnik' 12 años más joven que él, y juntos tuvieron una
aventura. La imagen que Cheever se había construido de sí mismo se
rompió en mil pedazos. El escritor volvió a la Costa Este deprimido. El
viaje a los suburbios, fue, para la familia Cheever, una manera de intentar reconstruir su paz. No lo lograron.
Algunos datos sobre Ossining antes de continuar: en su municipio está
la cárcel de Sing Sing, que a todos nos suena de las películas del cine
negro antiguo. En Ossining nació el personaje de Don Draper, el protagonista de Mad Men.
Y allí tiene a su familia, más o menos ignorante de sus aventuras de
entresemana en Nueva York. Y, más interesante todavía: el pueblo es uno
de los escenarios de 'Todo lo que hay', la novela de James Salter.
John Cheever y su mujer, Mary, en su casa de Ossining, en 1979.
PAUL HOSEFROS
En Ossining, Cheever intentó crearse una rutina monacal. Se
despertaba temprano y se encerraba en el sótano de la casa a escribir.
Pero, según contó en sus diarios, no era tan sencillo cumplir como
planearlo: hacia las nueve de la mañana, la sed empezaba a llamar. Hacia
las once, el día ya estaba perdido por culpa del alcohol (bourbon y
ginebra, sobre todo). Mary, su mujer, lo castigaba con el silencio, que
podía durar semanas enteras. Y John acaba por pagarla con sus tres
hijos: Suzanne, Fred y Benjamin. A Suzanne la insultaban, la llamaba
gorda; a los chicos, maricones. Los fines de semana intentaban hacer
vida social: John Updike, Philip Roth y Saul Bellow
pasaron por Cedar Lane con la idea de pasar un buen rato. Updike, que
fue el gran amigo y, a la vez, el gran rival de Cheever, escribió alguna
página sobre las embarazosas escenas que tuvo que vivir a su lado.
Y entre resaca y resaca, Cheever escribió sus diarios, ásperos y
crudos, sin concesión para el humor y la fantasía, como si fuesen una
negación del resto de la obra de su autor. Pero conmovedores: Cheever
cuenta en sus diarios la espantosa culpa que siente porque es incapaz de
controlar sus instintos, incapaz de expresar el afecto que siente por
su familia, incapaz de controlar su cuerpo: temblores, impotencia
sexual...
Y así, hasta que Fred, el hermano de Cheever, murió por culpa del
alcohol y el propio John tuvo una parada cardiaca. Retomó el control
sobre su vida. En 1971, empezó a dar clases en la cárcel de Sing Sing y
en 1975 se sometió, con éxito, a la disciplina de Alcohólicos Anónimos.
Cuando se supo 'limpio', Cheever envió una postal a un antiguo alumno
con un mensaje: "¿Lo viste?". Dos años después, publicó 'Falconer', un
relato post presidiario que parecía unas memorias de sus malos
tiempos.Cheever, en cambio, dijo que la novela se había alimentado de su
experiencia en Sing Sing.
Aquello ocurrió en 1977. En 1982, después de siete años de abstinencia, John Cheever murió enfermo de cáncer.
Al menos, a su hija Suzanne le dio tiempo de reconciliarse con él;
estos días aparece en la revista 'Newsweek' recorriendo Cedar Lane para
ayudar a encontrar comprador a la casa, recordando a su padre como a un
hombre encantador, un bromista lleno de fantasía. Su madre sobrevivió 32
años en la casa, escribiendo y pintando. Quizá fuera feliz.
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