En su novela Iris, Edmundo Paz Soldán abreva en la ciencia ficción distópica con al menos dos novedades de peso: un lenguaje que elude el neutro castellano y la lengua de traducción, para enriquecerla con la invención de un léxico complejo
Edmundo Paz Soldán, autor boliviano de Iris./pagina12.com.ar |
Y, además, la recurrencia a un imaginario de tradiciones precolombinas, como para anclar las raíces de un futuro tan automatizado como viciado por la farmacología.
Las
primeras líneas de Iris le bastan a Edmundo Paz Soldán para sumergir al
lector en otro mundo, en otro tiempo, en otra era. Pocas páginas más
tarde, el encantamiento resulta ser también el de otra lengua. Los cinco
relatos que componen esta novela no sólo apuntan a la construcción de
una perspectiva múltiple (cada uno de ellos lleva por título el nombre
de un personaje al que sigue), sino también a la instauración de un
sistema de múltiples entradas, como en esos textos donde cada una de sus
unidades interiores recibe por sí misma el nombre de “libro” (el caso
más conocido, desde luego, sería el de la Biblia).
La anécdota no es necesariamente sencilla, pero resultará familiar
para cualquier consumidor de ciencia ficción industrializada (es decir,
cualquier consumidor cultural de Occidente): en el hostil territorio de
Iris, la compañía Sant-Rei lleva adelante operaciones de colonización y
explotación minera, echando mano a mercenarios más o menos entrenados,
más o menos asalariados, más o menos mecánicos, radicados en el
Perímetro. Como es de prever, entre los locales surge un grupo de
resistencia violenta bajo la guía de Orlewen, cuyo nombre significa
“sobreviviente”. El escándalo desatado por el uso ilegal de chitas y
drons en la zona obliga a la renuncia de un Supremo y la apertura de una
investigación.
Se despliega así una trama que parece signada por la ambición de
condensar todos los tópicos de la imaginación distópica futurista:
experimentos nucleares que dejan un área desolada, la contradicción
entre evolución y primitivismo (las armas de los soldados son
riflarpones), la posibilidad de borrar o implantar memorias, las minas
del extraño y novedoso X503 que sólo se consigue allí, la explotación de
los locales en manos de una corporación, ex seres humanos convertidos
en cyborgs y degradados por ello a la condición de no-seres, e incluso
la construcción de un mundo donde los personajes duermen en pods y
consumen todo el tiempo distintos tipos de sustancias psicotrópicas
(legales e ilegales, místicas, recreativas y sólo para sostenerse).
Lo que deslumbra de la novela, en buena medida, es la densidad
resultante de esta abarrotada superposición de tópicos que, de tan
establecidos por el género, ni siquiera es preciso explicar. El autor
explota a su vez esta dinámica para introducir, camuflado, un elemento
fuertemente perturbador: la línea mitológica del culto de Xlött y
Malacara, divinidades extrañamente intercambiables (“Si vamos a creer a
los irisinos, todo Iris es dominio de Malacosa. Y de Xlött. Malacosa es
Xlött”) y de naturaleza ética demoníaca (“Xlött no es el mal. Es el
mal-bien. El bien-mal”). De forma ambigua, oscura, el repertorio de la
ciencia ficción, género gringo y de traducción por excelencia, se
encuentra aquí con las tradiciones precolombinas, la crónica y el
archivo de Indias, en el gesto más original y decisivo de la novela.
“Todo era leyenda en Iris. Leyendas que había aprendido a respetar; a
través de su alarde imaginativo llevaban la fuerza incontestable de la
verdad.”
Edmundo Paz Soldán, nacido en Cochabamba, profesor de Literatura
Latinoamericana en una universidad estadounidense (Cornell), desanda así
el género con el que dentro de los recintos imperiales se imaginan las
prácticas neocoloniales, no sólo en sus formas más sofisticadas, sino
también masivas (Avatar), de la mano de un registro eminentemente
latinoamericano, en una operación –si se quiere– de contraconquista
cultural, pareja al modo en que en Iris el extraño culto
político-religioso-terrorista de Xlött se extiende y propaga, casi como
maldición, entre los mismos mercenarios e invasores.
El territorio privilegiado de batalla es el lenguaje. Casi por regla
general, la ciencia ficción escrita en América latina se divide en dos
tradiciones: o bien sigue un español exógeno, “de traducción”, o bien se
construye en un castellano estándar y literario, exento de cualquier
marca de especificidad cultural. No es así en Iris, donde todo suena más
complejo. La inevitable invención de neologismos para designar objetos
inexistentes (el fengli, viento de Iris, por ejemplo, o los propios
shanz, soldados mercenarios) abre la puerta a chicanismos, voces
inglesas adaptadas a una ortografía española (nau por now, bodi por
body, indid por indeed, jom por home, den por then e incluso la
transformación de blink en un verbo regular: blinkear), en una práctica
que supone una constante invasión de la lengua hegemónica.
Esta perversión originaria se ve acentuada por la incorporación de
contracciones (na en vez de nada, pa en vez de para, nostá, dostá,
q’es), cuando no de formas gramaticales, ligadas a una oralidad
reconocible y de corte claramente regionalista. Lo que se lee, por otra
parte, no es asimilable al lenguaje de los colonizadores ni al de los
irisinos (del que la novela reproduce, a modo de monumento, un único
poema a Xlött, con su sentido siempre esquivo), sino a un lenguaje
intermedio, híbrido, resultado de los cruces e intersecciones propios de
la situación colonial, espejo a su vez de las tensiones culturales
presentes, actuales y concretas en el que no falta, siquiera, una
convivencia internacional tirante entre la potencia de explotación
(Munro) y otra potencia aislada, radicada ni más ni menos que en Sangaì.
“Todo es nau ki oies. Un nau incompleto q’está siempre adviniendo.”
El contenido y la textura de estas dos frases cifran un posible
andarivel de lectura para Iris: la representación en clave futurista de
un presente dislocado, en proceso, plagado de violencia militar y
corporativa, de terrorismo insurgente, leído casi como reverso o
continuidad de una América maldita desde los orígenes, donde la utopía
tendida hacia el mañana se vuelve tan vaga y certera como la consigna de
Orlewen, “el Advenimiento adviene”.
Iris. Edmundo Paz Soldán Alfaguara 367 páginas
Al respecto, conviene prestar atención a un momento del cuarto
relato, dedicado al propio líder insurgente, en el que se narra un
momento de iluminación. Tras celebrar junto a otro personaje la
ceremonia del jün, planta chamánica, siente que pueden intercambiar sus
cuerpos y que viven la experiencia del otro. A la madrugada, entiende el
don que acaba de recibir: “Era capaz de sentir lo que sus brodis
irisinos. Capaz de ser sus brodis irisinos”. Esta fraternidad planteada
en su sentido más primario, mínimo, es el único reverso que se erige
como utopía ante un mundo de seres disgregados, alienados, mecanizados,
que sólo parecen sostenerse de pie gracias al consumo de los sucesores
de la era farmacológica. Abandonarse en Xlött, entregarse a lo que
adviene, como una mueca de esperanzada desesperación.
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