Reedición. Antología del cuento extraño recupera la selección de textos y autores realizada por Rodolfo Walsh, “una colección indispensable” aún cuatro décadas después
Giovanni Papini, incluido en la Antología del cuento extraño. |
Ambrose Bierce, incluido en la Antología delcuento extraño. |
La conquista editorial de una antología como esta que El cuenco
de plata reedita, sombrea o subraya una zona de atención que parece
“durar” desde 1956. En el medio, la reedición de 1976 aturde porque
presenta y asume una escena inmejorable, que plantea e implanta
(inmejorablemente también) la ocasión o la circunstancia de incorporar a
la biblioteca libertadora o a la anterior, apenas familiar, y de
paso al léxico, una noción paradójica de “lo extraño”.
Con el
brillo y la inteligencia característicos, Daniel Link detecta en el
prólogo una teoría temática admirable: “Sorprenderá … que el
ordenamiento no responda a categorías convencionales de cronología o de
nacionalidad, sino a criterios que van hilando página tras página una
progresión ‘tonal’ de las distintas modalidades del relato ‘no
realista’.” Se encarga de señalar también las diferencias entre la
antología de Rodolfo Walsh y la precedente de Silvina Ocampo, Borges y
Bioy Casares. En el territorio de competencia internacional, la de Roger
Caillois (1967), que acató con sumisión reverencial ser de “literatura
fantástica”, admitía una división en “dominios”. Se aproxima así más a
la enciclopedia de La Pleïade que a ese raro vaticinio de dicha
anárquica que una antología –no ésta, gobernada por su propia
pesadilla– se propone a menudo ser.
En busca de criterios
inusuales, Javier Marías editó, a fines de los ochenta, una de “cuentos
únicos”, que publicó la editorial Siruela de esos años. Ceñudamente
atento al ejercicio de expiación, el concepto de “único” era diseñado y
confeccionado a medida en la presentación de cada cuento, equivalencia
paradójica que obliga a revisar de inmediato el de antología. (Pero me
apuré demasiado; el libro de Marías, veo ahora, no utiliza la palabra
“antología” y tiene la prudencia de comenzar con un atisbo de silogismo,
“Todo título es una exageración”, que lo justifica).
El término
“extraño” ofrece sus coartadas reactivas y recesivas. Link explica:
obedece a una exigencia más editorial que teórica. El adjetivo “extraño”
no terminan de redondearlo ni de definirlo Sklovski ni Todorov, pero
para el propósito de nuestra pesquisa, lo mismo da. Menos incierta que
los devaneos titulares son, me parece, la gestión del antólogo, ese
acomodador de lujo, ante cada uno de los relatos, cuando se trata de una
noción general como “extraño”, instigadora de flexiones y maniobras
menos conclusivas que las de Marías.
La conducta de Walsh, en
este caso, tiene algo del sistema de apuntes marginales de Coleridge y
de la rusticidad falsamente enigmática de las anotaciones de trabajo de
Stendhal. Y, sobre todo, un gran sentido de la oportunidad y de la
ironía. De Rosa Chacel, por ejemplo, dice: “Por ese entonces colaboró en
La Revista de Occidente dirigida por Ortega y Gasset, de quien se
confesó discípula”. Cuando se habla de españoles, ¿qué otro verbo en
pasado puede rivalizar con ese “confesó” infalible?
Chacel seguía
vivita y coleando cuando la antología de Walsh se publicó la primera
vez, en Hachette, en 1956. La teoría generacional de Pinder a la que
adscribió Ortega ya no estaba de moda, pero, por las dudas, Link y yo no
habíamos nacido. El milieu no es algo que uno advierta por el
sólo hecho de nacer, cierto. Dos citas se acuerdan de despertar al
unísono para recordárnoslo. Una de Darío: “la pérdida del reino que
estaba para mí”, encontró uso distintivo en la novela de José Bianco. La
otra, más económica y “moderna”, pertenece a Wittgenstein: “El mundo
tal como lo encontré”, primera cláusula del Tractatus . Chacel había escrito y publicado ya su cuento más extraño “Icada, Nevda, Diada” ( Sobre el piélago
, 1952). Pero esa es una desventaja que afecta a las antologías con
autores vivos. El arte ocurre, sí –como opinaba Whistler– pero lo hace
con una inopinada falta de convicción sobre los tiempos verbales. En la
antología de Silvina, Adolfito y Georgie, el privilegio de supervivencia
le había sido otorgado a los traidores incuestionables y a los amigos
menos leales, pero creo que por arbitrariedad o simplemente por
injusticia, carecieron de Rosa Chacel.
En tiempos de agentes
caranchescos y garrafales, la libertades y licencias antológicas han
sido muy limitadas. La frontera queda establecida por la cifra que el
agente impone y por la disponibilidad económica de la empresa que paga
al editor. Rara consideración literaria y estética, pero business are business .
La
afinada perfección de la antología de Walsh consiste en parte en que
ignoraba la índole de las censuras posteriores que impondría el capital
(por encima de la ideología, y lo que es peor: por encima de esa
debilidad capitalista que es el gusto). En tiempos de la primera
reedición, Borges pasaba por su peor etapa. Walsh sabe consignarlo sin
denunciar la situación. Y se acerca así un paso más a la cadencia afín
que Link, por caridad, se abstiene de acreditar: a los cuatro –Ocampo,
Bioy, Borges, Walsh– los hermana sin igualarlos una desacreditada
indisciplina o irresponsabilidad, cierta crispada, por impaciente, y un
poco insípida displicencia (variante oportuna de la elegancia).
Volvamos
un poco a la teoría generacional, no a Ortega. Pese a la cautela
prejuiciosa que los nacidos acá en la época en que Walsh nació (1928)
guardaban por el idioma inglés –Sebreli, Viñas, Masotta, Correa–,
Walsh se convirtió en uno de los mejores traductores de esa lengua,
acaso no sólo por su raíces irlandesas. Con la cantidad de marxistas que
se dieron el lujo de nacer en la ciudad en la que Marx escribió la
mayor parte de su obra, Marx, lector de Sterne y de Dickens, profeta a
tientas, se dio un lujo mayor: el de creer que la revolución proletaria
iba a ocurrir en algunas de las ciudades inglesas que prohijaron la
revolución industrial, y que parecían invenciones novelescas conspiradas
por él y Engels. Lo cierto es que Rodolfo Walsh, no sólo en la
adquisición de ese rótulo que, por genérico, lo convierte en heroico
representante de un oficio “extraño” que supo más que nadie ejercer
–editor–, hizo visible además una práctica desguarecida, desamparada,
subrayada en su relato “Nota al pie”, y estableció así el epítome de la
profesión desclasada por antonomasia, la del traductor.
Un
suicidio imaginario (literario) no hace verano, sin embargo, y el único
otro semejante a su altura en la peripecia de los años posteriores está
en las antípodas de Walsh. Es el hereje, anárquico, antidogmático,
resentido Odracir Narayalez, Ricardo Zelarayan, que en 1966 y 1967
tradujo a toda velocidad una obra similar (la antología de Caillois
antes mencionada). Y que no podría obtener por esa actividad anónima una
sola nota de crédito porque, para cobrarla, no podía firmarla.
La Antología del cuento extraño
en cuatro volúmenes que El cuenco de plata nos presenta en caja es,
desde luego, una colección indispensable; la caja añade acaso un
excedente modular que, como suele exagerar la pedagogía, “supera
nuestras expectativas”. La prueba de que Walsh fue un modelador,
modulador del gusto nacional es tan contundente que nos obliga a
coincidir en este aspecto con Viñas, a quien tan difícil le resultaba
estar de acuerdo.
Los precursores íntimos se habían tomado el
trabajo –o acaso sólo la licencia– de despojar la misión literaria de
valor cívico, de inmunizar cualquier receta del veneno del mensaje. O,
por lo menos, se habían tomado el trabajo agustiniano o agustino (que
Rosa Chacel conocía bien), de confesarlo. Un solo año Borges celebró
el comunismo que estalló en San Petersburgo cuando él tenía un año más
que el siglo, el año en que ocurrió: 1917. De ese año es un libro que
estamos privados de leer los que nacimos en la tierra en la que Borges
nació): Ritmos rojos .
En rojo, Walsh escribió variaciones
(1953), tan justa e irreal es, parece ser, la intervención o la
abstención del tiempo. Una revisión un poco al voleo arroja una cantidad
hechizada de coincidencias con la trinidad precedente, no sólo de
autores sino de cuentos (“La zarpa de mono”, “El puente sobre el río del
Búho”, “Enoch Soames”). La unanimidad no asombra; de todo lo que
Beerbohm escribió, “Enoch Soames”, parábola sobre la perduración o la
perdurabilidad literaria, es la que mejor nos lo acerca. Hay algo de “El
sur” en el cuento de Bierce, Borges lo aceptaba. Aunque no incluidos en
la precursora, los cuentos de H.G. Wells y de Kipling eran también
favoritos de por lo menos uno de los tres guías precedentes.
Un
cuento desconcertante, por decirlo hoy en jerga asintótica, sintomático,
es el de Kafka, bastante poco “antológico”. Traducido por Walsh con el
título “Un viejo manuscrito”, pero asociado al estilo de Kafka de manera
menos romántica o novelesca como “Un viejo folio”, cuenta con una rara
antecedencia (“el escritor crea a sus precursores”) borgeana. La
reducción de Kafka a profeta es una de las detracciones que más hieren a
quienes lo admiramos como escritor. Termina de esta manera: “La
salvación de nuestro país depende de nosotros, artesanos y comerciantes;
pero no somos capaces de semejante empresa; y nunca hemos afirmado que
fuéramos capaces. Es un malentendido que será la ruina de todos
nosotros.” Decantados por una moral media igualada sin distingos en la
década en que la antología de Walsh se publicó la primera vez, por fin
mansamente igualada en el peor sentido que un escritor “revolucionario”
podría darle, los cuentos de esta compilación reflejan el estado de
quieta conformidad estética organizada hasta casi morfológicamente por
un siglo (en la adecuada designación de Hobsbawm “breve”). “Extraño” no
es “extraño” ya, nos es dado pensar en el siglo veintiuno; de la
debilidad voluntaria de un editor en apuros nace una nueva definición,
una nueva modalidad angular. En circunstancia de estar obligado a
titular una antología deficiente, confieso (como Rosa Chacel “confesó”,
con el impudor autorreferencial pertinente), tuve la osadía de
denominarla “del cuento extraño”, sin recordar siquiera la precedencia
inhibitoria de esta. “Extraño” flota en el aire sin obligarnos a hacer
un pacto de sangre. Es cierto que en esta de Walsh “extrañan” más que en
la de otros las ausencias: la de mujeres y de homosexuales (sobre todo
cubanos, tan meritorios de “lo extraño”). De acuerdo ya con Pinder a
esta altura de la nota, añadimos que la edad tarda en adecuar los
prejuicios al relajamiento de los músculos, los modales y otras
extremidades inferiores. Se demora en modelar sus insignias, en canjear
sus emblemas. Bien podemos concluir que ante la armonía casi
preestablecida de un libro tan recomendable se impone, ilegítima, la
respuesta de Duchamp al entrevistador que le impuso que las obras del marchand du sel
, pese a la proclamada autoridad del azar, conservaran sin alteración
ni alteridad una especie de serena belleza clásica. “Nadie es perfecto”,
le contestó el dueño de la historia (del arte, por lo menos).
Luis Chitarroni es escritor, crítico y editor. Ha publicado, entre otros, “Mil tazas de té”.
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