Cambios. Cómo dejamos de ser lo que hemos sido.foto.fuente Revista ÑEn época de vacaciones, Luis Chitarroni confiesa que "las novelas sobre la infancia –y sobre la infancia en la escuela– me encantaron siempre". Cómo cambiamos, o cómo dejamos de ser lo que hemos sido con los años, es el tema que el autor recorre en esta columna plagada de sensaciones y sentimientos
No puede establecerse con el tiempo una relación personal. O acaso la única relación posible con el tiempo es personal, sólo que la abundancia de generalidades le borra las facciones y las huellas de identidad, y uno termina abusado y obsedido por su predominio, el cuerpo y lo que nos quede de alma a tientas en un espacio que mantiene por su cuenta, no se sabe cómo, el equilibrio. Mi relación nunca fue con el tiempo sino con la edad. O creo que fue la edad la que determinó que publicara una novela sobre quien había sido cuando empecé a creer que algún día escribiría novelas. Lo cierto es que las novelas sobre la infancia –y sobre la infancia en la escuela– me encantaron siempre. Aún leo las que me permite el tiempo seguir descubriendo, para no reducirlas a El gran Meaulnes y Las tribulaciones del joven Törless. Mi interés por la novela inglesa aumentó gracias a la cantidad de novelas sobre la vida escolar. Estoy buscando todavía la de Arthur Calder-Marshall que, de acuerdo con la descripción un poco despectiva que Graham Greene hace de ella, debe de parecerse a El carapálida: "Más de sesenta personajes que pertenecen sin exclusión a la escuela pública, y a los que se les permite expresarse en menos de una página o dos, concurren para describir un incidente, ofrecer una impresión de sus personalidades en el momento mismo en que la acción ocurre, sin oportunidad en la que puedan referirse para nada al oscuro trasfondo" (el subrayado es de Greene). Se llama El centro muerto (The Dead Center).
De L.P. Hartley a Robert Liddel, de Julian Hall (ese gran favorito de Larkin) a Lord, Dismiss Us , novela del escándalo de cámara que llevó a un petulante Dirk Bogarde a la casa del autor, Michael Campbell, para descubrir no sólo la negativa de éste de adaptarla para la pantalla sino la recomendación de que leyera otra, Muerte en Venecia, que la máscara entre fantasmagórica y casual del ordenado actor inglés –Mahler y Max Linder al unísono– ignoró hasta que Visconti lo condenó a interpretarla, el mundo continental siempre demasiado ancho y ajeno.
Sin embargo, es más curioso en realidad el vínculo que uno establece con las franjas o intervalos de tiempo que la relación en general de la que hablaba al comienzo de la nota. El chico de la tapa de mi novela –yo en séptimo grado– es menos real para mí que el señor un poco cansado de la fotografía de la solapa, una de las que más quiero. La tomó Alejandra López, que hace unos días me escribió pidiéndome autorización para exhibirla. Puedo apreciar su calidad prescindiendo del modelo, limitado a proporcionar un tema –no muy divertido– al ojo del artista, el fotógrafo. Alejandra López supo encontrar ese punto en el que mi vanidad, sin punto de apoyo, se ofrece tal como es, a la vez desganada y afanosa, con un anhelo interminable de adherirse o mimetizarse a lo que la rodea (una enredadera, en este caso). Y el punctum y el studium , categorías barthesianas, vendrían, en este caso a ser lo mismo, ahogadas por mi propia angustia –yo sin eco, desgañitado, narciso en el estanque de mi presunción necia–: el escritor que el niño de la tapa soñó ser, bendecido, sí, por el aura de la época y el genio de la fotógrafa.
En cambio, la presunción de hacer oír –o leer– mis sueños no me desveló, pobre lector de Ñ, hasta hace unos días. El tiempo involucrado en el título me ofrece la coartada, porque no es frecuente que sueñe algo tan significativo o, mejor dicho, tan presuntuoso, tan explícitamente "oniricoide" (en el sentido más adverso y peyorativo). Del sueño me arranca algo, y como en todos los sueños de los que recuerdo sensaciones, sentimientos o pecados, lo que me arranca no hace otra cosa en la vigilia que acrecentar mi codicia. Es un objeto tangible, a la vez un libro y un cuaderno de ejercicios inconcluso. Lleva como título "El tiempo y José Cemí", escrito con una letra que no es la mía. Cemí, cobardemente interpretable: Sé mí. Pero además, protagonista lezamesco de dos libros admirables: Paradiso y Oppiano Licario. Todas las páginas del libro tienen un manchón, una interferencia o un motivo color azul oscuro. Hasta que se vuelve una especie de continuo de azul oxígeno (el color favorito de Vermeer, junto con el amarillo de Nápoles, me enseñó Jean Paris o Etienne Gilson, ya no me acuerdo). El sueño del cuaderno azul de José Cemí me condujo de nuevo al primer cuaderno –libreta– en la que ensayé mi novela. Allí encontré el movimiento de apertura que acaso la justificaba, y que al final, por algunas de esas cuestiones involuntarias en las que el azar le gana la partida a la necesidad, nunca se imprimió como exergo. Es de una carta de Franz Kafka a Felice Bauer. Dice: "Adjunto una fotografía mía, tenía quizá cinco años. La cara de enojo era divertida en aquel momento; la considero ahora secreta seriedad... Quizá no tenía aún cinco años en esta fotografía, quizá más bien dos, aunque tú, amiga mía, podrás juzgarlo mejor que yo, que ante los niños prefiero cerrar los ojos". Nadie como él para exponer, argumentar y contar la historia. ¿Debo agregar "al mismo tiempo"?
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