Schmidt es un eficaz continuador de los experimentos de William Faulkner, Robert Musil, Hermann Broch y James Joyce.foto.fuente:pagina12.com.arLos cuentos de Meteoro de verano permiten volver a enfocar la mirada sobre Arno Schmidt
El diario Libération ha dicho respecto de la novela El tutú (1891), de León Genonceaux, que se trataba de "un caso de patología literaria". Una feliz apreciación acorde a los personajes insólitos que retrata, siempre chocantes, inverosímiles y por sobre todo inmorales (incesto, amores con una mujer bicéfala –Mani Mina– y una colección extensa de etcéteras más). Esta antología de cuentos de Arno Schmidt acaso se sitúe más o menos bajo el mismo rótulo, aunque por motivos divergentes, estructurados alrededor del estilo ácrata: la forma inusual en que están escritos los textos. En síntesis: el libro parece estar narrado por un genio perturbado.
Schmidt es un eficaz continuador de los experimentos de William Faulkner, Robert Musil, Hermann Broch y James Joyce, en su afán (entre innumerables objetivos siempre arborescentes, siempre entre paréntesis que progresan y crecen adicionando citas, hiatos, referencias, guiños y sobrentendidos) por querer transcribir fonéticamente la conciencia en su estado puro, lo que implica (naturalmente) una elasticidad lexical proverbial que favorece a un flujo narrativo donde presente, pasado y futuro se entremezclan para retratar ese polifacético hilo mental del narrador (entiéndase como el deseo sostenido del autor por alcanzar una libertad formal que le permitiese suprimir las relaciones convencionales de espacio y tiempo = ficción y realidad).
Así, los cuentos están narrados en primera persona, articulando una voz especulativa al extremo, que asume la autoobservación como posible brújula. Los ejemplos son ilustrativos: "Excursión escolar" es una historia romántica que roza el autismo. "En especial prefiero estar solo" dice al comienzo de "El canto del medidor". Una obra solipsista, donde sus partes podrían leerse como capítulos, estados mentales del alter ego de Schmidt. Un curioso lobo estepario, un escritor que en su ensimismamiento halló el pulso de una literatura autoconsciente (léase por estos lares: Osvaldo Lamborghini) en extremo (vivió armando y desarmando durante tres largos años un fichero con ciento veinte mil anotaciones que convergieron en El sueño de la ficha, novela que supera las mil trescientas páginas en extensión –¡El equivalente teutón a Los Sorias!–), como preso de una urgencia incontenible al querer narrarlo todo a través de un vocabulario propenso a los neologismos y juegos ingeniosos de palabras.
Su prosa densa por ser concisa, por moverse a través de profusas elipsis (de haber consumado una carrera cinematográfica hubiese descollado como montajista a la manera de Pudovkin o el mismo Eisenstein), deja al descubierto un gusto maníaco, casi paranoico por el detalle amplificado (Roussel, Emar, Allais, etc).
Los cuentos que integran Meteoro de verano, traducidos por Gabriela Adamo, a pesar de tratarse de una pequeña muestra del virtuosismo de su autor, ofician como una excelente oportunidad para asomarse a ese potente mundo donde las frases intrascendentes están prohibidas creando y organizando otro lenguaje cuyo impulso narrativo dista de agotarse.
Además de publicar ocho novelas, diez nouvelles entre varios ensayos y una biografía de La Motte Fouqué, dejó inconcluso un libro tan inclasificable como impar: Julia o la pintura. Schmidt nació en 1914, el mismo año que Bioy y Cortázar, muriendo (a causa de un derrame cerebral) en 1979, un año después que Juan Rodolfo Wilcock.
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