18.7.11

Episodios de un Borges cinéfilo

En un nuevo volumen de la colección Los escritores van al cine, dos críticos analizan la original relación que el autor de Ficciones mantuvo con la pantalla grande
Portada Borges va al cine.foto:editorial.fuente:adncultura.com

Al igual que el primer libro de la colección Los escritores van al cine, dedicado a Roberto Arlt y editado en 2009, este ensayo escrito a cuatro manos por Gonzalo Aguilar y Emiliano Jelicié, Borges va al cine , posee el notable atractivo de volver a leer una obra y una figura de autor desde un eje sumamente productivo, que genera el feliz efecto de redescubrir, con nuevos ojos, muchos aspectos de su obra y, también, de su vida. Como en el caso anterior, los autores poseen además formación tanto en letras como en historia y crítica del cine, lo que les permite una articulación ciertamente lúcida entre el conocimiento previo de la literatura de Borges -sus recurrencias, la tradición de lecturas, su lugar en la literatura argentina y del mundo- y el fenómeno del cine concebido con un prisma integral: tanto en relación al tipo de películas que Borges guionó, criticó o consumió como espectador a lo largo de su vida -aun cuando ya había perdido casi completamente la vista, hacia fines de la década del 50- como contemplando las implicancias culturales del desarrollo de la industria y el comercio del cine en la Argentina, con la llegada de films estadounidenses, rusos y europeos, con el salto del mudo al sonoro, con la proliferación de films vernáculos, entre muchos otros aspectos.

Acaso sea esta perspectiva ampliada, sólida desde el punto de vista de la investigación con fuentes de época (revistas de cine, diarios, además de las anécdotas extraídas de Borges , de Bioy Casares), lo que constituye el aspecto mejor logrado del libro, porque a través de Borges y sus vínculos con el cine el lector también asiste a la reconstrucción de algunos importantes debates: por ejemplo, las discusiones surgidas sobre el doblaje y el subtitulado de los films hablados en lengua extranjera, de las que Borges formó parte junto con otros escritores y periodistas. También, las controversias en torno del cine de vanguardia de los años 20 y la posterior radicalización experimental de sus productos, en contraposición al cine norteamericano, abocado a la narración y a la efectiva construcción de mitos, con el que Borges mantuvo una intensa y particular sintonía.

La reposición de la "escena mayor" con la cual Borges interactuaba como espectador y crítico de cine permite una más atinada comprensión de su lugar como "lector a contracorriente", que figura en sus ensayos sobre, por ejemplo, el Martín Fierro de Hernández o el Quijote de Cervantes, pero aquí verificado también tras sus visitas a las salas del "biógrafo", como gustaba llamarlo (en desmedro del "cinematógrafo", cuyo énfasis está en el movimiento; Borges prefería el poder que poseían los films de contar destinos de vida). El capítulo "Un intruso en el cineclub", centrado en las discrepancias de Borges con la concepción del cine como "arte" del círculo Amigos del Arte (entre quienes se hallaban Victoria Ocampo, Horacio Coppola, Xul Solar y Oliverio Girondo), es ilustrativo de la originalidad de sus posiciones respecto del cine del momento: con su rechazo de Eisenstein y su valoración de Von Sternberg, Borges ya dejaba asentada no sólo su concepción del cine como diferente de las artes "tradicionales", de naturaleza "bastarda" entre la experimentación y el entretenimiento, sino también su preferencia por el aspecto eminentemente narrativo, y mejor aún, épico, de las películas.

Retomando algunas ideas del ensayo pionero de Edgardo Cozarinsky, Borges y el cine (1974), con el que reconocen su deuda, Aguilar y Jelicié desentrañan cuál era la verdadera "aventura del cine" para Borges: "El eterno retorno de la narración, de las variaciones hollywoodenses de ?diez o doce argumentos', como ya mucho tiempo atrás lo habían hecho los trágicos griegos". Pero también encuentran que el cine le permitía al escritor constatar "cómo las multitudes recibieron estas historias". En Borges, el adiós a las vanguardias y el abandono de la poesía son seguidos por su indagación del cine como usina productiva de eficacia narrativa.

En esta línea, Aguilar y Jelicié también enfatizan el estrecho vínculo entre su primer libro de relatos, Historia universal de la infamia (1935), y la fascinación de Borges con el cine de Hollywood de los años 30, al sumar una necesaria segunda vertiente a las lecturas que suelen encontrar las fuentes de sus historias en lo libresco y en el periodismo del diario Crítica: "Aunque las ?fuentes' están conformadas por libros, en todos los relatos se siente el gusto por las historias de aventuras y hasta por los seriales que se proyectaban en los cines".

Con todo, cuando la literatura de Borges fue adaptada al lenguaje del cine, con las versiones de "Emma Zunz", de Leopoldo Torre Nilson ( Días de odio ), o "La intrusa", de Carlos Hugo Christensen ( La intrusa ), entre otras, la relación se tornó compleja: a pesar de haber cedido derechos o acordado la trasposición, Borges siempre fue luego un severo crítico de esas películas y nunca logró reconocerse en ellas. La cuestión del tan mencionado "pudor borgeano", característico de su literatura, no fue algo menor: la "fuerza erótica" de la venganza de Emma y, aun más, la homosexualidad incestuosa de los hermanos de La intrusa hacían explícito lo que los relatos apenas insinuaban, aquello que Borges se limitaba a plantear "como piezas de un teorema". Las escenas le resultaron burdas, inapropiadas y hasta llegó a justificar públicamente la censura para el caso de la película de Christensen.

Si bien muy tempranamente Borges sintonizó el atractivo del cine como "arte de masas" y no mostró el recelo elitista de otros intelectuales, a la hora de ver su obra adaptada, e incluso a la hora de escribir guiones originales, como lo hizo con Invasión y Los orilleros , dirigidas por Hugo Santiago, los resultados no fueron satisfactorios, ya sea para el propio Borges o para el público. Algunos testimonios de sus amigos Bioy Casares y Petit de Murat (prolífico guionista) agregan, también, que puesto a escribir guiones, Borges sobredimensionaba el poder de los diálogos y no lograba sintonizar con la diégesis propiamente visual, cinematográfica, de la historia. En todo caso, Aguilar y Jelicié reconocen que en el lenguaje del cine, Borges efectivamente pasa a ser "otro", una versión diferente de sí mismo, pero aunque este salto de la identidad -tan central como tema en su literatura- podía ser placentero desde el lugar de espectador, era brutal y desagradable cuando su obra se veía incorporada en esa "otra" obra cinematográfica.

Consolidando no sólo la propuesta de la colección, sino también las posibilidades de un "género" episódico, Borges va al cine logra, por un rodeo inusitado, reflexiones enriquecidas sobre uno de los rasgos más perturbadores y originales de la obra de Borges: esa convivencia imposible, en un artista del siglo XX -nacido en el último año del siglo anterior- entre las formas modernas del arte y la constante recurrencia a lo tradicional, lo "arcaico", lo mítico.

BORGES VA AL CINE

Por Gonzalo Aguilar y Emiliano Jelicié

Libraria

183 páginas

$ 60

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